Diciembre de 2016
Por Pablo Gianera
Fuente: Revista Criterio / (Revista impresa nº 2432, 2016)
El itinerario vital de Joseph Ratzinger es impensable al margen de su evolución intelectual. A partir de la lectura de sus escritos más autobiográficos –y es necesario incluir entre ellos sus volúmenes de conversaciones con Peter Seewald–, resulta difícil no concluir que no existían para él las casualidades, que los de las ideas y de la acción eran mundos indiferenciados. Esto le quedó claro ya muy temprano cuando, al lado de su carrera académica, optó por ser ordenado sacerdote. Fue en la catedral de Frisinga el día de San Pedro y San Pablo de 1951. El arco cronológico que une ese día con su papado enmarca una de las aventuras espirituales más significativas de nuestro tiempo.
Su renuncia al ministerio petrino fue en este sentido el avatar más tardío del modo en que el pensamiento y la acción estuvieron firmemente unidos. “Soy muy consciente de que este ministerio, por su esencia espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras (agendo et loquendo) sino también y en grado no menor sufriendo y rezando (patiendo et orando)”. Así habló Benedicto XVI el 10 de febrero de 2013. Para el filósofo Giorgio Agamben (El misterio del mal), la renuncia fue un gesto de coraje espectacular: “La decisión de Benedicto XVI sacó a la luz el misterio escatológico en toda su fuerza disruptiva (…) El coraje –este nos parece el significado último del mensaje de Benedicto XVI– no es sino la capacidad de mantenerse en relación con el propio fin”.
La patria espiritual
No sería exagerado decir que las premoniciones acompañaron a Ratzinger desde su nacimiento, el 16 de abril de 1927, en Marktl, junto al Inn. La familia recordaría frecuentemente el hecho de que ese día era víspera de Pascua de Resurrección, lo mismo que fuera bautizado el día siguiente con el agua de la noche pascual recién bendecida. En Mi vida, el propio Ratzinger interpreta este signo de bendición: “Indudablemente no era el domingo de Pascua, sino exactamente el Sábado Santo. No obstante, cuanto más lo pienso, tanto más me parece la característica esencial de nuestra existencia humana: esperar todavía la Pascua y no estar aún en la luz plena, pero encaminarnos confiadamente hacia ella”.
Muchos de los pronunciamientos de Ratzinger como Papa y de sus debates anteriores se explican a la luz de su genealogía intelectual y familiar. Hay que tomar en cuenta que viene de otro tiempo, lo que no quiere decir en modo alguno que esté imposibilitado para comprender la contemporaneidad; por el contrario, es posible que fuera justamente ese origen remoto lo que moldeara su juicio acerca de la actualidad.
En su autobiografía, que explica su vida hasta 1977, cuenta su infancia en Baviera, los años escolares en la pequeña localidad de Traunstein: “La vida campesina permanecía fuertemente unida en una simbiosis estable con la fe de la Iglesia: nacimiento y muerte, matrimonio y enfermedad, siembra y cosecha… todo estaba comprendido en la fe”. Nada se sabía allí del inhóspito paisaje industrial: Ratzinger, bávaro hasta la médula, creció en un mundo todavía encantado, de una sensibilidad unificada, en el que la fe no había sido confinada a la esfera de las realidades privadas y resultaba todavía relevante para la comunidad. Ratzinger, que conocía a los clásicos y podía escribir hexámetros en griego, leyó mucho Goethe, poco Schiller (le parecía demasiado “moral”), y descubrió el fervor poético por los románticos Joseph Eichendorff y Eduard Mörike, pero también, ya en el siglo XX, leyó con atención a Paul Claudel y Hermann Hesse, sobre todo la novela El juego de los abalorios.
La tradición romántica y religiosa fue posiblemente la que habilitaría luego sus lúcidas críticas a la modernidad y al imperio de una razón sin control. Esta discusión aparece claramente en Dialéctica de la secularización, el libro que registra el encuentro con Jürgen Habermas, quizás el mayor filósofo vivo, en la Academia Católica de Baviera, en enero de 2004. Habermas hace notar que a una “modernidad desgastada” sólo puede sacarla de su atolladero “un punto de referencia trascendental”; y Ratzinger, que pone en duda la fiabilidad de la razón como fuerza moral, propone una “correlación necesaria de razón y fe, de razón y religión, que están llamadas a purificarse y regenerarse recíprocamente”. Lo “post”, con su lastre relativista, es en todo caso el enemigo común del filósofo y el teólogo.
Pero la experiencia de literatura romántica no fue menos decisiva que la de la música. Él mismo cuenta que en una ocasión escuchó en Munich un concierto dedicado a J. S. Bach. Recién muerto Karl Richter, el director era Leonard Bernstein. Al terminar una cantata, le dijo el entonces cardenal al obispo evangélico Hanselmann: “Quienes hayan escuchado esta música saben que la fe es verdadera”. El interés musical era antiguo. Apenas terminada la guerra, durante la que fue obligado a ingresar en los servicios antiaéreos de Munich, Ratzinger iba frecuentemente a la cercana Salzburgo –la cúpula de la catedral estaba todavía dañada por los bombardeos– donde se hacían los festivales musicales. Como casi no había extranjeros, se conseguían entradas muy baratas, y así pudo escuchar, por ejemplo, la Novena sinfonía de Beethoven dirigida por Hans Knappertsbusch. Para él, que cuando fue elegido Papa tuvo como prioridad llevar su piano a Castel Gandolfo, la música puede ser una metáfora para comprender y tratar de organizar el mundo. Sin ir más lejos, el 28 de febrero, el día del final de su papado, instó a que el Colegio Cardenalicio funcionara como una orquesta, es decir, un organismo en el que “la diversidad, expresión de la Iglesia universal, vaya siempre junto a la armonía”. Ratzinger le daba la razón a uno de sus maestros, Hans Urs von Baltasar: “La verdad es sinfónica”.
El escenario posconciliar
“No puede negarse que casi todos los concilios han actuado, en un primer momento, como perturbadores del equilibrio, como factores de crisis”, hace notar Ratzinger en Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental. Desde luego, hay que entender esta frase a la luz del Concilio Vaticano II. Allí hay para Ratzinger un espíritu penintencial. La misma penitencia individual y social puede ser asimismo eclesial, aunque con una salvedad: la penitencia no debe tornarse desgarramiento de la propia identidad sino deseo de descubrirla y descubrimiento mismo de ella. El descubrimiento se identifica aquí con la aceptación. El ahora Papa emérito recordaba a los mártires cristianos, de cuyos labios no salió jamás una palabra de menosprecio a la creación, y citaba a propósito una frase del pintor Max Beckmann: “Mi religión es altivez ante Dios, rebeldía contra Dios. Rebeldía porque nos ha creado, porque no nos podemos amar. En mis cuadros reprocho a Dios todo lo que ha hecho mal”. Beckmann le sirve a Ratzinger como ejemplo de un desgarramiento que privilegia el orgullo a la penitencia.
No es casual que, todavía en plena etapa conciliar, Ratzinger publicara su crucial Introducción al cristianismo, un libro de 1968 que nació de las conferencias que impartió en el verano del año anterior a los estudiantes de todas las facultades, en Tübingen. El propósito era claro: “Llegar a comprender y explicar la fe como la realidad que posibilita el verdadero ser humano en nuestro mundo de hoy, y no reducirla a simples palabras que difícilmente pueden ocultar un gran vacío espiritual”.
El descrédito en que había caído la palabra de la Iglesia era algo que Ratzinger conocía desde mucho antes de convertirse en Benedicto XVI. El gran problema consistía, en sus propios términos, en cuál era esa reforma necesaria que hiciera de la Iglesia una “compañía” digna de ser vivida. Para definir esa reformatio, Ratzinger recurre una vez más, como con Beckmann, a un símil tomado de las artes visuales. Según Miguel Ángel había en la piedra una imagen que pedía ser liberada. Ratzinger conecta la anécdota con cierta idea de San Buenaventura, que puede verse aquí como un eslabón secreto de estas posiciones: biógrafo de San Francisco de Asís, segundo fundador de la Orden Franciscana, fue también testigo privilegiado de la tradición agustiniana. Es necesario recordar acá que, tras obtener en 1953 el título de doctor en teología, Ratzinger, bajo la tutela de Gottlieb Söhngen, fijó como tema de habilitación para dictar clases en Frisinga el pensamiento de Buenaventura, algo lógico para quien, como él, había estudiado en profundidad a San Agustín. Según San Buenaventura, el camino por el que el hombre llega a ser él mismo es como el camino del escultor. Su obra es una ablatio que extrae lo inauténtico y saca a la superficie la nobilis forma. Observa entonces Ratzinger en Ser cristiano en la era neopagana: “Semejante ablatio, semejante ‘teología negativa’ representa una vía hacia una meta muy positiva. Sólo así penetra lo Divino y sólo así surge una congregatio…. La reforma verdadera es pues una ablatio, que como tal se transforma en congregatio”. La primera ablatio es el acto de fe, que abre el horizonte de lo ilimitado y lo incondicionado.
Las estrategias teóricas de Introducción al cristianismo volverán a aparecer en las encíclicas de Benedicto XVI, sobre todo en Spe Salvi. Existe aquí una particularidad de la hermenéutica bíblica que el Papa emérito se encargó de definir de manera terminante en la exhortación apostólica Verbum Domini: “El lugar originario de la interpretación escriturística es la vida de la Iglesia”. Para volver al principio, la unidad de pensamiento y acción pastoral.
El lema episcopal de Ratzinger había sido “colaborador de la verdad”. En el volumen de Últimas conversaciones, Peter Seewald le pregunta si podría ser también su epitafio. Benedicto XVI asiente: “Si nos olvidamos de la verdad, ¿para qué hacemos todo esto?”.
El autor es ensayista, crítico y docente. Subeditor de Cultura en el diario La Nación.
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