Fuente: Religión en Libertad
11 de septiembre de 2017
El cardenal Carlo Caffarra había programado para este domingo 10 de septiembre su participación en la jornada de La Nuova Bussola Quotidiana en Milán, convocada bajo el lema Quién reconstruye lo humano. Allí iba a intervenir con una lección magistral.
Su imprevista muerte el pasado miércoles 6 ha impedido su presencia, pero -hombre previsor y cumplidor- el texto obraba desde poco antes en poder de los organizadores del evento y pudo ser leído a los asistentes.
El texto que ofrecemos constituye, pues, un auténtico testamento espiritual del cardenal, y de hecho es, en principio, el último de sus escritos. Versa sobre «la reconstrucción de lo humano» tras su destrucción en nuestra sociedad como consecuencia de no reconocer la conciencia moral como una obligación. Para el cardenal Cafarra, la reconstrucción ha de hacerse en el lugar en el que la verdad interseca con la libertad: ese punto que no es otro que la gracia de Cristo.
Por cortesía de Riccardo Cascioli, director de La Nuova Bussola Quotidiana, ReL lo ofrece traducido a sus lectores simultáneamente a la publicación italiana del original. (Las negritas son de ReL.)
RECONSTRUCCIÓN DE LO HUMANO
Dividiré mi reflexión en dos partes.
En la primera intentaré reflexionar sobre lo que constituye la destrucción de lo humano y sobre algunos de los principales factores principales de esta destrucción.
En la segunda parte responderé a la pregunta: ¿quién reconstruye lo humano?
La destrucción de lo humano
Partamos de una página dramática del Evangelio: la traición de Pedro. Leamos la versión de Marcos [cfr. Mc 14, 66-76].
¿En qué consiste la traición de Pedro? La pregunta de la criada lo sitúa ante una elección, una elección que le atañe a él y a su identidad en relación a Jesús. Ante la libertad de Pedro se abren dos posibilidades: afirmar o negar la verdad de sí mismo. Pedro elige negar la verdad: «Ni sé ni entiendo lo que dices» [68]. Pedro hace violencia a la verdad.
¿Sólo la verdad o también a sí mismo? ¿Acaso no niega ser lo que es? Traicionando a Cristo se traiciona también a sí mismo. Se protegería a sí mismo solo afirmando la verdad, testimoniándola. Está lleno de miedo, y de un miedo tal que lo lleva al perjurio: «Pero él se puso a echar maldiciones y a jurar» [71]. Afirmando la verdad se habría salvado a sí mismo, porque se habría transcendido a sí mismo -ese sí mismo lleno de miedo- hacia la verdad.
Esta narración evangélica es el paradigma de toda auto-destrucción de lo humano. La pregunta de la criada es sólo la ocasión que se le da a Pedro de redescubrir su identidad, la verdad sobre sí mismo. El redescubrimiento es un acto de la inteligencia de Pedro: en ese momento llega a ser consciente de ser un discípulo de Jesús. Y, en el mismo instante, esta conciencia provoca, interpela su libertad para testimoniar la verdad. Es una verdad que genera un imperativo que atañe a Pedro, y sólo a él. Pedro no está discutiendo acerca de la naturaleza del discipulado, de los que siguen a Jesús. Se siente como enjaulado dentro de la verdad conocida, la verdad de sí mismo.
Sabemos que Pedro ha traicionado. Y que llora. Ha sido autor, víctima y testigo de la violación de la verdad. En una situación análoga, Judas pensó que no era digno de existir y se ahorcó. «Por lo tanto, el hombre es él mismo por medio de la verdad. La relación con la verdad decide su humanidad y constituye la dignidad de su persona» [Karol Wojtyla, Signo de contradicción: meditaciones, Biblioteca de Autores Cristianos].
Por consiguiente, podemos decir: la destrucción de lo humano consiste en negar con nuestra libertad lo que nuestra razón ha reconocido como el verdadero bien de la persona. Esto es lo que en teología llamamos pecado. Ya Ovidio había escrito: video meliora proboque et deteriora sequor («veo lo mejor y lo apruebo, pero sigo lo peor»).
La destrucción de lo humano tiene, por consiguiente, el carácter de laceración de la propia subjetividad. Y también el de la mentira: construye una realidad humana -personal y social- falsa. Tal vez nadie como Pirandello haya descrito con mayor profundidad y sentido trágico la vida, la sociedad humana así construida, como una farsa.
El hombre no vive en una casa sin puertas y sin ventanas; vive en el seno de una cultura, respira un «espíritu del tiempo» que, con el apoyo de poderosos medios de producción del consenso, favorece, a menudo, factores destructivos de lo humano. Me limitaré a examinar sólo dos: la falsificación de la conciencia moral y la separación de la libertad respecto de la verdad.
El primer factor destructivo de lo humano es la falsificación que la conciencia moral ha experimentado en la cultura occidental, reduciéndose progresivamente, como ya había visto hace más de un siglo Newman, al derecho de pensar, hablar, escribir según el propio parecer o estado de ánimo. Decir hoy «mi conciencia me dice que…», en la comunicación hodierna significa sencillamente decir «yo creo que… deseo que… a mí me gusta que…».
Planteémonos, entonces, dos preguntas: ¿En que consiste exactamente esta falsificación? ¿Por qué esta falsificación es un factor devastador de lo humano?
(a) Consiste en cambiar, confundir la afirmación según la cual el imperativo moral surge en la conciencia y mediante la conciencia con la afirmación de que el imperativo moral nace de la conciencia. Consiste en confundir la función «reveladora» [de la verdad acerca del bien] de la conciencia con la función constitutiva propia de la razón, en cuanto participación de la Sabiduría divina.
(b) La falsificación de la conciencia moral es un factor destructivo, altamente destructivo, de lo humano, porque destruye desde el inicio la relación originaria de la persona humana con Dios Creador. Oscurece el esplendor de la palabra originaria que Dios Creador dirige al hombre, para que le guíe.
Para darse cuenta qué daño humano provoca la falsificación de la conciencia moral, es necesario, antes, comprender su verdadera naturaleza. Dos han sido los grandes maestros al respecto: Sócrates y San Pablo.
Comencemos diciendo que mediante el juicio -que es la principal actividad de la conciencia-, el hombre descubre no una verdad moral cualquiera, sino una verdad inherente a la acción que está por llevar a cabo (o que ya ha realizado). Es una verdad que atañe a la persona en su singularidad, como sujeto que está a punto de realizar una acción: la conciencia le hace conocer precisamente la verdad moral de esta acción, es decir, su bondad o maldad moral. Entonces, es lógico que nos preguntemos: ¿cómo puede conocer esta verdad? ¿Cómo se construye este juicio, en el que precisamente consiste la conciencia moral?
De la respuesta que se dé a esta pregunta depende, al final, toda nuestra concepción de la conciencia. Hemos de partir de nuestra experiencia cotidiana, en la que se pone de manifiesto que el juicio de la conciencia posee una fuerza del todo singular: la de obligar absolutamente, y no sólo de manera hipotética, nuestras decisiones, nuestra libertad. Es más, se trata de algo tan evidente para todos, que hablar de «conciencia» y de «sentirse obligado a» es prácticamente lo mismo.
Pero lo que interesa sobre todo es señalar y comprender la naturaleza, la forma absolutamente singular de esta obligación. En cierto sentido es verdad que cada uno de los juicios de nuestra razón reclama un determinado comportamiento y, por lo tanto, unas determinadas decisiones de la voluntad. Si sabemos que un alimento daña nuestra salud, normalmente nos abstendremos de ingerirlo; si decidimos salir de casa y sabemos que fuera hace frío, lógicamente decidiremos abrigarnos. Etcétera.
Sin embargo, estos -y otros- juicios de nuestra razón reclaman un comportamiento coherente, pero sólo de manera hipotética: si quieres estar sano, sabiendo que un alimento…, si no quieres coger una bronquitis, sabiendo que el tiempo… Pero si prestamos atención al juicio de la conciencia, vemos que la obligación que genera es esencialmente de distinta naturaleza. Esta obligación no pende de un «si»: no pende de nada. Se impone, inmediatamente, por sí misma a la libertad del hombre. La conciencia dice absolutamente: debes realizar esta acción; no debes cometer esta acción. La voz de la conciencia sitúa la libertad del hombre ante un absoluto: un deber absoluto.
Nos encontramos así con una situación interior bastante singular. Por un lado, la persona humana se siente obligada únicamente mediante este juicio de la conciencia: sólo ante este juicio, el de la conciencia, la libertad se siente totalmente obligada. Por otro lado, este juicio es un acto del individuo, del sujeto: es sólo suyo. ¿Cómo es posible que la persona, mediante un acto propio suyo, se sienta obligada tan profundamente, tan estrechamente que no pueda, con un acto suyo contrario, desvincularse? Es un acto suyo -un acto de su razón- lo que ha ligado su libertad. Con un acto suyo -un acto de su razón- la desata: Sancho Panza reconoce que merece ser castigado, pero ¡pide darse él mismo los bastonazos! El gran Cervantes había comprendido a la perfección la falsificación de la conciencia.
La realidad de nuestra experiencia interior muestra claramente que esto no sucede. El hombre no puede eximirse de la obligación a la que le fuerza el juicio de la conciencia: la experiencia universal del remordimiento lo demuestra. Esta imposibilidad requiere de nosotros una reflexión más profunda acerca de la conciencia moral.
Que el hombre sienta que no puede eximirse a sí mismo de la obligación de la propia conciencia demuestra que el juicio de ésta permite a la persona conocer una verdad que pre-existe a la conciencia misma. Una verdad que no es verdadera porque nuestra conciencia la conozca sino, al contrario, que nuestra conciencia la conoce porque esa verdad existe. En resumen: no es la verdad la que depende de la conciencia, sino que es la conciencia la que depende de la verdad. ¿Qué verdad? Esa verdad a la luz de la cual y en virtud de la cual «esta acción es buena y hay que llevarla a cabo» o «esta acción es ilícita y hay que evitarla».
Llegamos así a una conclusión muy importante: puesto que el hombre se ve obligado sólo mediante el juicio de la propia conciencia (= auto-nomía); puesto que el juicio de la propia conciencia obliga porque le hace conocer la verdad, entonces el hombre es autónomo cuando se somete a la verdad. Su autonomía consiste en su subordinación a la verdad.
Pero ahora debemos reflexionar brevemente sobre la verdad conocida mediante el juicio de la propia conciencia. ¿De qué verdad se trata? Puesto que la conciencia es un juicio que atañe a nuestra acción desde el punto de vista moral, se trata de una verdad práctica (que concierne al obrar humano), de una verdad sobre el bien y sobre el mal de nuestro actuar. El juicio de nuestra conciencia descubre en la acción que estoy a punto de llevar a cabo (o que ya he realizado) -bien por su estructura misma o por las circunstancias en que se ha realizado- una relación con un orden en virtud del cual «iustum est ut omnia sint ordinatissima» (San Agustín, De libero arbitrio, 1, 6, 15): un orden intrínseco al universo mismo del ser. Si descubro que la relación de la acción que estoy a punto de realizar, es una relación de contrariedad: es decir, si la conciencia ve que esta acción es contraria a este orden; que esta acción destruye este orden y lo daña, esta acción, precisamente en razón de su deformidad, debe ser evitada. La conciencia moral conoce este orden del ser en cuanto es respetado o negado por esta acción que estoy a punto de realizar y, por lo tanto, el juicio de la conciencia -y esto es digno de mucha atención- es la convergencia, el punto de encuentro, la síntesis del conocimiento del orden intrínseco al ser con el conocimiento de la acción que estoy por llevar a cabo. Este orden intrínseco al ser no es sino el orden de la Sabiduría creadora de Dios, con la que y en la que ha sido creado todo lo que ha sido creado.
Pero, ¿cómo puede conocer el hombre este orden, esta «rectitud ontológica»? Esta capacidad humana es precisamente lo que llamamos razón humana y es, por lo tanto, lo que hace que el hombre participe de la misma Sabiduría de Dios: el sello impreso en el hombre -y sólo en el hombre- por la mano creadora de Dios. Mediante la razón el hombre conoce ese orden que constituye la belleza, la bondad del ser. Y es en la luz de este conocimiento donde la conciencia puede descubrir si la acción que la persona está a punto de realizar se inscribe en este orden: en esta belleza, en esta bondad. Decir que este orden es creado, constituido por la razón humana, y no simplemente que ha sido descubierto por ella, equivale sencillamente a negar un dato del que nuestra experiencia es testigo permanente. Cuando descubrimos con nuestra razón esta belleza, este orden y sus inmutables exigencias, «non examinator corrigit, sed tantum laetatur inventor», como escribió con profundidad San Agustín (op. cit., 2, 12, 34), la razón «no (las) juzga como árbitro, sino que se alegra de haberlas descubierto».
La conciencia moral, como puede verse, es el lugar donde Dios dirige la primera, originaria y permanente palabra al hombre: el lugar donde Dios se revela como guía del hombre. Apagad esa luz y el hombre andará a tientas en las tinieblas.
Ahora podemos comprender mejor en qué consiste la falsificación de la conciencia. Ha sido desarraigada de la divina Sabiduría y el suyo es el juicio último e inapelable. En resumen, Sancho Panza que se da bastonazos a sí mismo.
El segundo factor está constituido por el divorcio de la libertad respecto de la verdad [acerca del bien]. ¿En qué consiste el admirable matrimonio de la libertad con la verdad? ¿De qué naturaleza es este vínculo?
Ante todo hemos de tener presente que no hablamos de verdad en general. Estamos hablando de la verdad práctica, como ya hemos dicho, es decir, de la verdad sobre el bien y el mal de la persona humana como tal. Cuando digo «2+2=4» estoy diciendo la verdad, pero no una verdad práctica. Práctica significa que se trata de una verdad que debe ser llevada a cabo, realizada en y mediante la acción de la persona. La verdad apremia para ser actuada, realizada. Está en mí; si la rechazo, me rechazo a mí mismo.
No es difícil ver entonces la relación verdad-libertad: la verdad es el proyecto de la construcción de lo humano; pero ninguna construcción de lo humano es posible si no es realizada por la libertad. Sería, por definición, una construcción inhumana. La persona se construye, «se libera no sólo y no principalmente por el hecho de que conociendo la verdad sobre sí, la reconoce como verdad sólo con la fuerza de su conocimiento. La persona se libera cuando… se identifica con ella hasta el fondo, eligiéndola con el acto de la libertad… cuando «hace la verdad”» [Karol Wojtyla]. Jesús dijo: «No el que dice Señor, Señor, sino quien hace la voluntad de mi Padre».
Existe, por lo tanto, una cohesión esencial entre persona, acto de la persona y verdad: es el resultado del conocimiento moral. Y existe una cohesión existencial, realizada o negada por el acto libre. En este sentido, Kierkegaard tenía razón cuando escribió que la verdad es subjetividad.
A causa de procesos culturales largos y complejos, hoy el vínculo verdad-libertad se ha hecho añicos, al afirmar una verdad del hombre sin libertad, o una libertad sin verdad. Se podría verificar esta doble afirmación en las ideologías ecologistas, en la vision contemporánea de la sexualidad, en las doctrinas económicas, en la reducción del derecho a mera técnica normativa. Un hombre sin verdad está condenado a la libertad y estará encantado de entregarla al poderoso de turno [La leyenda del Gran Inquisidor]. Un hombre sin libertad se convierte en una huella en la arena, dibujada y borrada por un destino inexorable e impersonal, «que para el común daño impera», como diría Leopardi.
Quién reconstruye lo humano
Comienzo esta segunda parte de mi reflexión con una metáfora. Dos personas van caminando por la orilla de un río desbordado. Uno sabe nadar, el otro no. Éste resbala y cae al río, donde comienza a hundirse. El amigo tiene tres posibilidades: enseñarle a nadar; lanzarle una cuerda y pedirle que se agarre fuerte a ella; lanzarse al agua, abrazar al náufrago y llevarlo a la orilla.
¿Cuál de estas tres posibilidades ha seguido el Verbo Encarnado, al ver al hombre arrastrado hacia su auto-destrucción? La primera, respondieron los pelagianos, y responden todos los que reducen el acontecimiento cristiano a exhortación moral. La segunda, respondieron los semi-pelagianos, y responden todos los que consideran la gracia y la libertad como dos fuerzas inversamente proporcionales. La tercera, enseña la Iglesia. El Verbo, no considerando su condición divina como un tesoro que tenía que custodiar celosamente, se lanzó dentro de la corriente del mal para abrazar al hombre y llevarlo hasta la orilla. Éste es el acontecimiento cristiano.
Preguntémonos: ¿a qué profundidad debe comenzar la reconstrucción de lo humano? Allí donde se encuentran la verdad y la libertad. El mal de la persona humana en cuanto tal es el mal moral, pues daña al sujeto personal. La reconstrucción de lo humano, o comienza a este nivel o será siempre simple cirugía estética. La acción redentora de Cristo, acaecida una vez para siempre en la Cruz, y sacramentalmente siempre presente y operante en la Iglesia, sana precisamente esa herida del sujeto en la que se origina la devastación de lo humano. Y la Iglesia existe para esto: para hacer presente, aquí y ahora, la acción redentora de Cristo. «Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos» [2 Tim 2, 8] escribe Pablo a su discípulo Timoteo. ¡Ay, si la memoria de la Iglesia tiene otros contenidos!
Pero, ¿en qué consiste precisamente la reconstrucción de lo humano, realizada mediante la Iglesia por el acto redentor de Cristo? La teología la llama «justificación del pecador». Es la operación que Dios, mediante el don del Espíritu, cumple en la persona que se reconoce injusta ante Él. Escuchad lo que escribe el Beato Antonio Rosmini: «La operación de Dios dentro del hombre, esta obra de gracia, es un dogma del cristianismo; es, propiamente, el dogma fundamental sobre el que el cristianismo mismo se levanta,… es la esencia de esa religión sobrenatural». [Antropologia soprannaturale, en Opere vol. 39, p. 68].
¿Quién reconstruye lo humano? La gracia de Cristo. Hay que volver a decirlo claramente, a decir que esto es el cristianismo.
El Señor Resucitado tiene una relación real con el mundo, relación que requiere, por parte de los discípulos, ser traducida en la praxis cristiana. Esta relación real acontece cada vez que celebramos un sacramento de la fe. Los sacramentos son, de hecho, el acontecimiento cultual de la presencia corpórea de Cristo en nuestro mundo.
Me gustaría ahora retomar brevemente el concepto apenas formulado: llevar a la praxis la relación de Cristo con la persona y con el mundo. Son sólo algunas reflexiones generales.
– Es dramáticamente urgente que la Iglesia ponga fin al silencio acerca de lo sobrenatural. Cuanto más mundana sea la Iglesia, tanto más se oscurecen en la conciencia del pueblo cristiano la verdad del pecado original y la fe en la necesidad de la redención, los dos ejes sobre los que se desarrolla toda la propuesta cristiana.
– Es necesario devolver a la razón la dignidad de su realeza. No basta una fe proclamada pero no interrogada, una fe expresada pero no pensada. Lo que he llamado «transposición de la relación real de Cristo con el mundo en la praxis del discípulo» es, en gran parte, un fatiga de la recta razón. También en esto los Padres de la Iglesia son ejemplares.
– Por último, pero no menos importante, es urgente la propuesta clara, neta, de una verdadera educación cristiana de los niños y los jóvenes.
Conclusión
Al concluir deseo hacer una constatación. Todo lo que constituye lo que nosotros llamamos «civilización occidental» conduce al ateísmo o a la expulsión de la religión del horizonte de la vida. En una palabra: es una civilización atea e inmanentista. La falsificación que ha sufrido el concepto y la experiencia de la conciencia moral es el síntoma patológico, desde un punto de vista diagnóstico, más inequívoco.
Partiendo de esta constatación, hago mi primera reflexión conclusiva. El primer deber de toda la Iglesia es denunciar esta destrucción de lo humano derivada de la expulsión de Dios del horizonte de la vida. «La Iglesia debe denunciar la rebelión [= construcción de la persona sin Dios; nota mía] como el más grave de todos los males posibles. No puede transigir si quiere ser fiel a su Maestro; debe prohibirla y anatemizarla» [J. H. Newman, Apologia pro vita sua, ed. Jaca Book, p. 264]. Sería evadirse gravemente de su misión hablar habitualmente de otras cosas y exhortar con frecuencia a algo distinto para asegurarse el consenso del mundo.
La segunda reflexión conclusiva. Pascal dice que nadie ha hablado tan mal del hombre como el cristianismo, y nadie tan bien. Por eso, no bastan disposiciones externas como la predicación y la enseñanza, aun siendo necesarias. Hace falta una fuerza regeneradora, que viene de lo alto mediante la Iglesia. La verdadera reconstrucción de lo humano debe partir de las fuentes mismas del pensamiento y del obrar libre; es decir, de la sustancia misma del yo. Vivimos en un momento de lucha, de la que nadie debe desertar, pues cada uno tiene, al menos, una de las tres armas: la oración, la palabra, la pluma. Y hemos de estar en paz: «Los mansos poseerán la tierra».
Traducción de Helena Faccia Serrano.
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