por Agustina Lanusse
10 de octubre de 2017
Fuente: La Nación
En una de las paredes del dormitorio donde ayer murió el sacerdote Rafael Braun cuelga un cuadro que retrata el conocido pasaje evangélico del lavatorio de los pies. Un Jesús arrodillado en el piso, visiblemente incómodo lava y seca con delicadeza y ternura los pies mugrientos de uno de sus apóstoles.
No es casual que esa pintura haya formado parte de la intimidad de este inmenso ser humano que ayer partió para siempre a la casa del padre. A Braun (a Raffy para los cercanos) le caben múltiples adjetivos. El de intelectual lúcido, portador de puntos de vista nuevos y originales; el de pensador agudo apasionado por la verdad y por el debate plural de ideas; el de demócrata y republicano infatigable, el de corajudo periodista dispuesto a denunciar la decadencia moral, la corrupción, la hipocresía o la mentira. El de sacerdote moderno, aggiornado a los signos de los tiempos.
Sí ese fue Raffy. Pero para quienes tuvimos el privilegio de contarlo como amigo, Raffy fue todo aquello y mucho más. Fue un padre espiritual tierno y pródigo con su tiempo, sus consejos y sus ideas (cuántos libros nos habremos llevado de su estantería!), un referente en las horas difíciles de discernimiento, una luz potente en la oscuridad. Ese barco estable en medio de la tempestad. Un consejero capaz de escuchar, pensar e iluminar.
Un sacerdote radical. Se podría decir un cura más, un hermano más, un amigo más, un intelectual más, un empresario más. Conocedor de las especiales cualidades que la vida le regaló y él cultivó, no se vanaglorió. Puso a andar su gran capacidad en función de los demás. Su país, su iglesia, su pueblo, su comunidad.
Al igual que su maestro en aquel lavatorio de pies, se agachó, se arremangó, vendó y curó. «El que quiera ser grande que se haga servidor» (Mateo 20,26) era un pasaje que repetía sin cesar. Esa fue su misión, su gran pasión. Servir. En los múltiples ámbitos donde se movió, en los innumerables espacios, grupos e instituciones que creó con esa pizca de genialidad que siempre lo acompañó. Simplemente sirvió. A grandes y pequeños, a influyentes empresarios o a simples desempleados, a profundos creyentes o acérrimos ateos. Todo; todos fueron ámbito de evangelización. No fue un sacerdote de altares. No. Raffy descubrió a Dios en de los incontables brotes de belleza, de verdad, de bondad de toda la humanidad. En esos trascendentales del ser.
Ayer se apagó una luz en esta tierra. Y se encendió otra en el cielo. Ese cielo que para él fue tan cercano, tan humano como divino. «La muerte es sólamente una última puerta a atravesar, un paso más a dar», solía compartir con serenidad.
Cómo no recordar esos ojos enormes humedecidos al evocar las palabras de Pablo a los Corintios: «Ahora vemos como en un espejo, confusamente, pero después veremos cara a cara». Ese fue el gran anhelo de su alma. Correr aquel último velo.
Cuántos diálogos mantenidos, cuántos discernmientos y decisiones iluminadas, cuántas miradas y abrazos regalados, cuantas despedidas y reencuentros, cuantas risas y discusiones acaloradas. Sí, ese enrojecido, obstinado e impacientado también fue nuestro querido amigo.
Cuánto manantial de agua viva derramada, cuánta vida engendrada. Y también cuántos silencios, cuánta música aprecidada allí donde las palabras ya sobraban. Cuánta oración y misterio compartido. En fin, cúanta belleza y verdad disfrutada.
Para tantos que tuvimos la dicha de contarlo como maestro, como amigo sólo cabe hoy la tristeza y la alegría; la certeza de saberlo a Raffy cara a cara con el amado de sus días. Cabe sólo ese gracias hondo. Sí. Gracias a vos Raffy. Y gracias a Dios por tu vida.
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