14 de agosto de 2019
Mario Šilar[1]
Para Instituto Acton (Argentina)
“Moralmente está en su país el que vive en el extranjero
ocupado del pensamiento y del estudio de su país.”
J. B. Alberdi
Duele cuando uno se entera que personas casi desahuciadas, que padecen enfermedades incurables en sus estadios terminales caen en manos de estafadores, dispuestos a lucrarse con la desesperación humana ante la falta de un bien tan preciado: la salud. Sin embargo, si bien uno puede sentir clara repulsa por los aspectos más grotescos de lo que algunos llaman “medicinas alternativas” –hay casos repugnantes en España donde uno de estos “curanderos de turno”, prescribía a sus pacientes brebajes de lejía (lavandina) y zumo (jugo) de limón como “remedio” para curar tumores metastásicos–, y no dudamos en censurar a quienes realizan estas prácticas; echamos un tupido velo y un manto de piedad sobre el paciente que se introduce en ese laberinto.
En efecto, ante el enfermo casi desahuciado se nos impone el respeto silente. Este enfermo, en su desesperación, tal vez concibe estas “terapias” como una última tabla de salvación para permanecer en este mundo. Ante esta persona enferma nos invade una especie de temor reverencial y temblor interior… pensamos: “¿quién soy yo para decirle lo que tiene que hacer?”, “¿acaso tengo certeza de que yo no haría probablemente lo mismo estando en su situación?”, “¿quién soy yo para juzgar los motivos que pueda tener esta persona para seguir ese camino?”. ¿Cómo atreverse a juzgar sobre el anhelo de un padre por estirar unas semanas más sus horas de vida para asistir a la graduación de su hija, pasar junto a su familia un último cumpleaños, asistir a la boda de su hijo, tomar en brazos por primera (y tal vez única vez) a su nieto…? La vida tiene una especial forma de caerse en la mitad… y los enfermos terminales nos ponen frente a frente con uno de nuestros principales temores: la finitud imprevisible de nuestra existencia.
Desde el domingo 11 de agosto, llevo varias horas informándome del resultado electoral en la Argentina. Nuevamente encuentro a mis conciudadanos envueltos en esa espiral de frustración, con ribetes de impulsos autodesintegradores, anómicos y una buena dosis de victimismo. Como supo advertir Gabriel Zanotti hace más de un año, Macri no pasará a la historia como el estadista que habría podido ser. Tal vez la suerte ya esté echada y el gobierno de Mauricio Macri sea la enésima –en rigor la tercera– historia del fracaso de un gobierno no peronista desde el regreso de la democracia en la República Argentina, en el año 1983. Con algo más de precisión, me animaría a decir que se trataría de una nueva historia de fracaso sociocultural.
El ciudadano argentino, como ese enfermo terminal desafortunado que parece encontrarse en el peor de los mundos, flota a la deriva. Muchas veces, detrás de esa huida desesperada hacia las “terapias alternativas” –eufemismo del engaño– hay una historia de relación médico-paciente, en la medicina tradicional, fría, distante, burocrático-instrumental… En efecto, un médico displicente, un diagnóstico inusitadamente tardío, el castigo ante la búsqueda de una segunda opinión clínica suelen iniciar los derroteros de los diagnósticos con mal pronóstico. Esto en el mejor de los casos…, lo más triste suele ser toparse con un médico soberbio y arrogante, que se empecina encarnizadamente en no reconocer sus límites (ni los del saber científico), quien rehúye el encuentro genuino, la mención a los cuidados paliativos y el simple acompañar…; olvida a la persona detrás de los síntomas (siempre es más fácil lidiar con síntomas que con personas). Si buena parte de la sociedad argentina habita como si fuera en un gran “hospital de campaña”, lo cierto es que sus ciudadanos no están por la labor de padecer “cirugías mayores sin anestesia”. Como el enfermo terminal, que harto de su padecer –que no es solo físico–, no duda en volar tras los cantos de sirena del gurú de turno; el ciudadano argentino, una vez más ha encontrado sensato emprender el camino de la sinrazón. Lo más triste es que la analogía mencionada más arriba resulta inapropiada. De hecho, la situación de la Argentina no es la de un enfermo terminal, el país no padece ningún mal incurable. Paradójicamente, esto lo hace más grave ya que una afección perfectamente curable se puede convertir en terminal como consecuencia de las decisiones libres, como el paciente que ante el primer toque de atención de una dolencia se empecina en no modificar los hábitos no saludables arraigados.
Si en esta ocasión se mantiene cierta conservación de institucionalidad como para que el peronismo opte por no precipitar los acontecimientos y que se produzca un traspaso de la banda presidencial sin mayores traumatismos (en 1989 y en 2001 hubo fallecidos), el próximo 10 de diciembre, algo –no menor– se habrá alcanzado. A día de hoy, y a tenor de algunas declaraciones, incluso esto se antoja bastante ambicioso. Ayer, escuchando la conferencia de prensa del presidente Macri y su candidato a vicepresidente, Pichetto, me llamaron la atención varias preguntas de los periodistas. Desde la perspectiva exterior –no resido en la Argentina– el tono y contenido de muchas de las preguntas resultaban inconcebibles en el contexto europeo. Algunas de las preguntas tenían un tono entre intimista y populista que resultarían extrañas aquí. Luego estuvieron las preguntas sobre cambios de gabinete o sobre la posibilidad de un adelanto electoral. La “normalidad” con que en Argentina parecen asumirse estrategias cuasi-mágicas o meramente simbólicas (¿qué pueden hacer nuevos ministros en poco más de ocho semanas?), resulta descorazonador.
En todo caso, creo que, lamentablemente, la “grieta” no desaparecerá porque su lógica es parte cuasi-constitutiva del sino de nuestro tiempo –no sólo en la Argentina–, y un aspecto particularmente funcional a los intereses de los actores políticos y burócratas de turno. En el caso argentino, tanto el nacional-católico necesita una trinchera, el fanático progresista necesita enemigos frente a su trinchera, lo mismo el cultor de las agendas radicales lgtbiq… también el liberal ideologizado necesita de su trinchera exterior… incluso el ciudadano que va de moderado suele ponerse como un alemán en el Somme cuando se encuentra con alguien que expresa algunas convicciones que le suenan políticamente incorrectas o, según su ‘infalible’ opinión, “impracticables”. Si “de la justicia de cada uno nace la paz para todos” (S. Juan Pablo II), se podría decir que de la envidia de cada uno nace el conflicto para todos… y la (mala) política, necesita, inflama y se lucra de este perpetuo conflicto. Como me dijo un español, hace algún tiempo, utilizando un término con el que suelen describirse a sí mismos: “El gen cainita también habita entre vosotros”.
Causa tristeza que una sociedad parezca condenada a tener que elegir una y otra vez entre un mal médico y un retorcido gurú astuto. Me niego a aceptar ese fatalismo. Pero tal vez hay un nivel más profundo en donde la comparación ofrecida se revela absolutamente inapropiada. En efecto, los ciudadanos no requieren el tipo de cuidados que necesitan las personas enfermas. ¿Hasta qué punto no será este afán por concebir a la clase política como agentes que “deben velar por nosotros, los indefensos ciudadanos” lo que se encuentre en la raíz de muchos de los problemas socioculturales argentinos? Hace unos días vimos Mascotas 2 en familia. El perrito protagonista sufre un importante nivel de ansiedad fruto de la presencia de un nuevo integrante en la familia, un pequeño bebé que el perrito acoge bajo su cuidado. Querer hacerse completamente cargo de quienes están a nuestro cuidado no conduce más que elevados niveles de ansiedad, neurastenias y diversas psicosomatizaciones: porque tan pronto se entiende la magnitud de los riesgos y peligros que acechan a quienes pretendemos proteger, tomamos conciencia de la fragilidad de nuestra habilidad para controlar el entorno. No en vano los políticos paternalistas suelen adoptar ritmos infernales de trabajo, horarios intempestivos y una agenda frenética –en cierta medida, esto no es más que el precio a pagar ante la perpetua insatisfacción que se produce como consecuencia de percibir que todo intento de control del entorno no es más que parcial y limitado. Cuidar el entorno institucional es algo que la política puede hacer (cuidado pasivo del ciudadano, si se quiere), la pretensión de “cuidar” activamente al ciudadano suele ser la antesala que justifica todo tipo de políticas liberticidas.
En este contexto, la batalla por las ideas adquiere una relevancia fundamental en el país, por lo que la misión y visión del Instituto Acton en la Argentina tienen más sentido que nunca. Independientemente de la orientación ideológica, sin bases morales para una sociedad de ciudadanos virtuosos, libres e iguales, sin un estado de derecho sólido, sin respeto a las libertades individuales, a la propiedad privada, a la división del poder, a la independencia del poder judicial, a la alternancia democrática y pacífica del poder, no habrá prosperidad sostenible y genuina en la Argentina… solo fuegos de artificio y narcóticos, más o menos durables… pero tarde o temprano, descartables.
[1] Agradezco los comentarios y sugerencias de Juan Pablo Maggiotti y Eugenio Díaz Jausoro sobre una versión anterior del texto, que lo enriquecieron.
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