Por Alberto Benegas Lynch (h)

PARA LA NACION.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/columnistas/los-peligros-de-caer-en-la-falacia-de-la-suma-cero-nid2330263

4 de febrero de 2020  

La tesis de esta nota periodística consiste en que buena parte de las falacias y malentendidos en la economía provienen de sostener que en los procesos de mercado lo que gana uno lo pierde otro. Esta conclusión opera a contracorriente del hecho de que en toda transacción libre y voluntaria ambas partes ganan; de lo contrario, no realizan el intercambio (suma positiva en la terminología de la teoría de los juegos). Este es el modo de obtener el enriquecimiento del conjunto en aquellos lugares en los que tienen lugar marcos institucionales respetuosos de los derechos de cada cual, al contrario de lo sucedido allí donde los aparatos estatales se inmiscuyen en el fruto del trabajo ajeno.

El concepto de la suma cero aparece en la mencionada teoría de los juegos, en la que naturalmente quedaría excluida la cooperación entre las partes en el mercado, y solo tiene lugar, por ejemplo, en los juegos denominados de azar, en los que lo que gana uno lo pierde el otro. En términos algo técnicos, en el juego de suma cero no es posible alcanzar el denominado «equilibrio Nash».

Debido a que Michel de Montaigne tuvo gran influencia en autores como Bacon, Descartes, Pascal y Rousseau, su dictum en cuanto a que «no se saca provecho alguno sin perjuicio para otro», la idea fue bautizada por Ludwig von Mises «el dogma Montaigne».

Pues bien: en primer lugar, debe destacarse que la riqueza no es algo estático, situación en la que quien obtiene beneficios restaría recursos para otro, cual torta de cumpleaños. La riqueza es un proceso dinámico; no hay más que prestar algo de atención a la historia de la humanidad para constatar que con igual cuantía de recursos naturales el valor del conjunto se ha incrementado exponencialmente.

En física se ha visto desde la formulación precaria de Lucrecio, pasando por Newton, Lavoisier y Einstein, que nada se pierde y todo se transforma. La cuantía de la masa de materia, incluyendo la energía, es la misma en el universo, pero lo relevante para el aumento de la riqueza no es el incremento de lo material, sino su valor. Puede ser que artefactos tales como un teléfono antiguo contengan más materia que un celular, pero el servicio de este último y su precio son sustancialmente distintos.

Sin duda, los progresos se han retrasado y limitado en la medida en que se le ha dado la espalda a la sociedad abierta y se han adoptado políticas en las que el Leviatán ha asfixiado la energía creativa en un contexto en el que irrumpen empresarios prebendarios que hacen negocios con el poder de turno a expensas de la gente. Por el contrario, en la medida de la libertad se ha podido salir de la pobreza y lograr niveles de vida que ni siquiera los príncipes de la Antigüedad lograron (solo basta referirnos a las infecciones colosales por una muela, sin mencionar las deficiencias en la calefacción, los medios de transporte, la alimentación y tantas otras cosas).

No es reclamar que se lesione el derecho de quienes crearon riqueza lícitamente la forma de prosperar, sino contribuir a crear el propio patrimonio sirviendo a otros. Quienes aciertan en atender las demandas de su prójimo obtienen ganancias y quienes yerran incurren en quebrantos.

Sin embargo, y a pesar de lo consignado, se continúa machacando con la denominada «redistribución de ingresos» con el propósito de imponer una macabra guillotina horizontal en la obsesión por el igualitarismo. Esto significa que el gobierno vuelve a distribuir por la fuerza lo que la gente distribuyó pacíficamente en el supermercado y afines con sus compras y abstenciones de comprar. Y esta política, al contraer las tasas de capitalización debido a la mala asignación de los siempre escasos factores de producción, inexorablemente reduce salarios en términos reales. Esto es así debido a que la inversión per cápita es el único elemento que determina los ingresos. Mejor aún, tal vez haya que prestarle atención a lo escrito por Thomas Sowell en el sentido de que «los economistas deberíamos dejar de hablar de distribución, puesto que los ingresos no se distribuyen, se ganan».

En este mismo contexto, y basados en el dogma Montaigne, se suele aconsejar la implantación de gravámenes progresivos, lo cual constituye un castigo al éxito y, sobre todo, deriva en impuestos regresivos, ya que, nuevamente, cuando el contribuyente de jure contrae sus inversiones resulta que quien se encuentra en el margen ve reducido su salario. También la progresividad altera las posiciones patrimoniales relativas respecto de las que había establecido la gente en el mercado y, como si todo esto fuera poco, afecta gravemente la movilidad social, puesto que se interpone en el ascenso y descenso en la pirámide patrimonial.

Por último, en este repaso telegráfico de la trampa que tiende la suma cero, es un tanto tragicómico el análisis que se suele efectuar respecto del comercio exterior. Se insiste en que es muy importante para un país exportar y que debe tenerse mucho cuidado con la importación. Si este mismo razonamiento se aplicara a una persona y se le dijera que para su vida es fundamental que venda bienes o servicios, pero que se abstenga de comprar, seguramente el interlocutor consideraría semejante propuesta el resultado de un desperfecto grave en el cerebro de quien la enuncia.

Aquella sugerencia es parida por las entrañas de las doctrinas mercantilistas del siglo XVI, en las que se ponía de manifiesto un desconcepto de magnitud, y es que el verdadero beneficio para un país consiste en acumular divisas. Esto no se aplica a una empresa, puesto que es sabido que un alto índice de liquidez no implica prosperidad del negocio, puesto que ese comercio puede estar en quiebra. Lo relevante es el patrimonio neto.

Aludir a un país es una forma abreviada de referirse a un grupo de personas reunidas dentro de ciertas fronteras. El análisis económico no varía por el mero hecho de interponerse ríos, montañas u otros accidentes geográficos y delimitación de fronteras siempre convencionales. Al fin y al cabo, desde la perspectiva liberal, la única razón para el fraccionamiento del globo terráqueo en naciones es evitar los riesgos fenomenales del abuso de poder de un gobierno universal.

A juzgar por los voluminosos «tratados de libre comercio» (un tratado de libre comercio que ocupa más de un folio no es de libre comercio), aún no se comprendió que las cerrazones perjudican especialmente a los países más pobres del grupo, puesto que el delta en productividad con ese comercio es mayor respecto de los más eficientes.

Sin duda, si los gobiernos introducen dispersiones arancelarias se crea un embrollo que conduce a cuellos de botella insalvables entre las industrias finales y sus respectivos insumos. Es paradójico que se hayan destinado años de investigación para reducir costos de transporte y llegados los bienes a la aduana se anulan esos tremendos esfuerzos a través de la imposición de aranceles, tarifas y cuotas.

Hay un jà vu en todo esto basado en distintas vertientes de la suma cero. En resumen, como señala Milton Friedman: «La libertad de comercio, tanto dentro como fuera de las fronteras, es la mejor manera de que los países pobres puedan promover el bienestar de sus ciudadanos […] Hoy, como siempre, hay mucho apoyo para establecer tarifas denominadas eufemísticamente proteccionistas, una buena etiqueta para una mala causa».

 

Por: Alberto Benegas Lynch (h)