Por Pbro. Gustavo Irrazábal

Octubre 2020

La portada de esta meditación está ilustrada con un cuadro del pintor francés Eugène Delacroix dedicado a la parábola del Buen Samaritano. Éste, a pesar de su robusta contextura, debe realizar un esfuerzo físico supremo para montar al desventurado extraño sobre su cabalgadura. En la figura del Samaritano, con su cuerpo arqueado, con la cara contraída y un talón levantado en el momento de máxima tensión, que se deja abrazar por ese ser malherido e impotente, vemos reflejada de un modo profundamente expresivo la actitud fraternal de quien acepta cargar con todo el peso de la miseria del hermano. Esta escena contiene de un modo insuperable el espíritu de la encíclica que vamos a analizar. En el curso de la meditación volveremos sobre esta misma obra, en la versión de Vincent Van Gogh.

Acaba de ser publicada la nueva encíclica del Papa Francisco, Fratelli tutti, dedicada al tema de la fraternidad y la amistad social. A nosotros, la palabra “fraternidad” nos suena parecida a “solidaridad”, de la cual tanto se habla no sólo en la Iglesia sino en la política. La palabra solidaridad está desgastada, y se podría pensar que la fraternidad es una variante de lo mismo. Pero no son sinónimos. La solidaridad busca igualar a las personas que están en situaciones de desventaja frente al resto de la comunidad. La fraternidad incluye esto, ciertamente, pero va más allá: no sólo se trata de ayudar al otro, sino reconocerlo y asumirlo como hermano en su dignidad única e irrepetible.

El fundamento no puede ser otro que, como la palabra misma lo indica, el de reconocerse como hermanos, de la misma dignidad por ser hijos de un mismo padre. Recuerda Stefano Zamagni que en la bandera de la revolución francesa estaban escritos los tres principios, “libertad, igualdad y fraternidad”, pero cuatro años más tarde se abolió por decreto la palabra “fraternidad”. La razón es que comenzaron a entender que el principio de fraternidad era esencialmente cristiano. Está fundado, en última instancia, en el hecho de que Dios es Trino. Él envió a su Hijo al mundo para salvarnos, y para hacernos también hijos suyos por medio del Espíritu Santo. Pero a diferencia de la libertad y la igualdad, que fueron haciendo progresos importantes en las democracias modernas, el ideal de la fraternidad, el más exigente y fundamental, sigue pendiente.

En este cuadro de Eugène Delacroix sobre la revolución de 1830 contra el rey Carlos X de Francia podemos ver esa idealización de la libertad, y aun de la igualdad de clases (el burgués con sombrero de copa y el niño andrajoso a ambos lados de la personificación de la libertad), pero que llena de violenta indignación y ferocidad, difícilmente apta para expresar el más delicado valor de la fraternidad.

La fraternidad reconoce en todo ser humano, cualquiera sea su raza, religión o condición social, una dignidad única: la de ser personalmente amado por Dios. Por eso la fraternidad es universal. En el Antiguo Testamento, nos recuerda la encíclica, comenzó siendo la hermandad entre los miembros del Pueblo de Israel, pero lentamente se fue abriendo a los extranjeros, para culminar en el Nuevo Testamento como un amor y una solicitud que alcanza a todos los hombres.

San Francisco vivió esa fraternidad de un modo especialísimo. Fratelli tutti era la manera que tenía este Santo de dirigirse a todos los hermanos y hermanas que siguieron su ejemplo, una fraternidad que extendía más allá de su círculo a todos los hombres, en especial a los pobres, los abandonados, los enfermos, los descartados por la sociedad de su tiempo, y que, como hemos dicho en una meditación anterior, se extendió incluso en cierta manera a toda la creación.

En particular, el Papa cita un episodio que ya hemos aludido: la visita de San Francisco al sultán Malik-el-Kamil, en Egipto (3) en 1219. En una época de odios mortales entre musulmanes y cristianos, dos representantes de ambas religiones pudieron dialogar respetuosamente, sin ocultar sus diferencias, reconociendo una hermandad que se extiende incluso más allá de las fronteras de la fe. El encuentro del Papa con el Gran Imán Al-Tayyeb en febrero de 2019 (es decir, ocho siglos después) ha querido ser una actualización de aquél espíritu de fraternidad interreligiosa. (4)

Pero la fraternidad no está destinada a ser un sentimiento o una actitud privada, sino que debe ser una fuerza que nos ayude a construir una sociedad más humana y más justa. El Papa señala muchos factores que hacen de nuestras naciones sociedades “cerradas”, en las cuales se pierde el sentido de lo social, de la inclusión de todos, de la búsqueda de un bien verdaderamente común. Es necesario vencer el egoísmo, la indiferencia, la radicalización política, la violencia, la inequidad, el miedo y el rechazo a quien no es “de los nuestros”, males que al verlos mencionados por el Papa debemos reconocer que se dan con particular gravedad en nuestro propio país. En pocas palabras: es necesario construir una sociedad “abierta” a todos los hombres, inspirada por el ideal de fraternidad.

Para orientarnos en el logro de este sueño, el Papa propone como “ícono iluminador” (FT 67) la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10,25-37), que nos pone ante la opción de fondo que necesitamos tomar “para reconstruir este mundo que tanto nos duele”. Este evangelio comienza con la pregunta que le dirige a Jesús un maestro de la Ley: “¿Quién es mi prójimo?”, lo cual significa: “¿A quién debo considerar mi hermano? ¿Hasta dónde llega mi deber de fraternidad?” Y la historia con la cual responde Jesús nos es muy familiar, de modo que podemos darla por conocida, y limitarnos a comentarla en sus aspectos más relevantes.

“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos ladrones, que lo despojaron de todo, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto.” (v.30)

En su último discurso, pronunciado el 3 de abril de 1968 —el día anterior a su asesinato—

Martin Luther King describió el camino de Jerusalén a Jericó de la siguiente manera: (5)

“Recuerdo cuando la señora King y yo estuvimos por primera vez en Jerusalén. Alquilamos un automóvil y fuimos de Jerusalén a Jericó. Y tan pronto como llegamos a ese camino le dije a mi esposa: «Puedo ver por qué Jesús usó esto como el escenario de su parábola». Es un camino sinuoso, serpenteante. Es realmente propicio para emboscar. […] Ese es un camino peligroso. En los días de Jesús, vino a ser conocido como el «sendero sangriento».”[1] (6)

El relato prosigue:

“Casualmente bajaba por el mismo camino un sacerdote: lo vio y siguió de largo. También pasó por allí un levita: lo vio y siguió su camino.” (vv.31-32)

Es sugestivo que quienes se niegan a socorrer a este hombre en necesidad fueran personajes religiosos, ministros del culto. Para algunos comentaristas, semejante actitud pudo deberse al temor de que el contacto con un muerto los dejara en una condición de impureza ritual para ejercitar sus funciones en el Templo. Puede ser, y sería una oportunidad para pensar en los modos en que la religión puede convertirse en una “excusa” o una coartada para la dureza de corazón. Es el peligro que señala el Papa:

Pero el pastor King les atribuye una motivación más mundana: (8)

“Y usted sabe, es posible que el sacerdote y el levita miraran por encima del hombre tirado en el suelo y se preguntaran si los ladrones todavía estaban en los alrededores. O es posible que ellos sintieran que el hombre en la tierra solo estaba fingiendo, que estaba actuando como si le hubieran robado y herido con el fin de capturarlos, de atraerlos para una incautación rápida y fácil.

(9) Y así, la primera pregunta que el sacerdote se hizo, la primera pregunta que el levita se hizo fue: «Si me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué me va a pasar?» Pero luego, el samaritano vino a él. E invirtió la pregunta: «Si no me detengo a ayudar a este hombre, ¿qué va a pasar con él?»”

El hecho de que el protagonista de la historia, capaz de mostrar una actitud más humana que la de los funcionarios religiosos, fuera un Samaritano, debía ser motivo de incomodidad, cuando no escándalo para los oyentes de la historia. El famoso biblista Joachim Jeremias explica que los samaritanos no reconocían como Escritura Sagrada divinamente inspirada más que los primeros cinco libros (el Pentateuco). Se enorgullecían de descender de los patriarcas judíos, pero los judíos negaban a los samaritanos todo lazo de sangre con el judaísmo. Y el hecho de ser escrupulosos observantes de la Ley mosaica no los libraba de ese visceral rechazo.[2] Pero es precisamente un Samaritano el que se constituye en ejemplo de humanidad: (10)

El samaritano al verlo se conmueve, porque siente compasión, es decir, se identifica con el sufrimiento del extraño, y se le estremecen las entrañas. Es una reacción de auténtica humanidad, de alguien a quien un oyente de origen judío seguramente consideraría como un pagano, alejado del Dios verdadero. Ese presunto pagano, al encontrar ese extraño a la vera del camino, sin conocerlo y sin hacerse preguntas sobre su origen, identidad o adscripción religiosa, lo asiste como si fuera un familiar o un amigo querido.

Este gesto de solicitud gratuita y esforzada es puesto de manifiesto de un modo muy original en esta obra del pintor francés Aimé Morot, en que el Buen Samaritano parece ser tan pobre como la infortunada víctima, y lo lleva en su montura con un esfuerzo sobrehumano. (11)

El generoso compromiso con el hermano necesitado que no tiene otro límite que la necesidad misma queda bien de manifiesto en el cuadro de Rembrandt que ilustra el arreglo con el posadero. (12)

Como señala la encíclica, el Samaritano no se distrae preguntándose por el paradero de los ladrones, ni se deja arrebatar por la indignación. Ante el hecho consumado, actúa. Notemos cómo todos los cuadros que presentamos centran toda su atención en el gesto gratuito de misericordia del Buen Samaritano hacia la víctima. En todo caso, los personajes que pasan de largo ocupan en estas obras un lugar marginal.

La parábola, en síntesis, pone al oyente ante una disyuntiva ineludible. Una de las posibilidades es también seguir de largo, con indiferencia o desprecio, frente aquél que nos necesita. En ese caso, nos hacemos cómplices, “aliados secretos”, de los salteadores del camino, con la falsa excusa de que “nadie puede arreglarlo” o “qué puedo hacer yo”. Pero la otra posibilidad, aquella a la cual nos invita la parábola, es abandonar la pregunta del Maestro de la Ley, si el extraño en necesidad es o no nuestro prójimo, y por lo tanto, renunciar a poner límites a nuestra fraternidad, límites para proteger nuestra tranquilidad. (13)

Jesús invita al Maestro de la Ley a abandonar su pregunta inicial, “¿quién es mi prójimo?”, y plantearse una pregunta distinta, la que Jesús mismo nos propone: ¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones? No se trata de determinar legalmente quién entra y quién no en el concepto de prójimo, sino de estar dispuestos a “hacernos prójimo” de aquel hermano en necesidad que Dios nos pone en el camino.

Van Gogh reproduce con su propio estilo la obra de Delacroix que contemplamos al principio. La diferencia no reside sólo en los colores más brillantes y el movimiento nervioso de las líneas y las pinceladas. Aquí la víctima misma parece estar en el centro de la atención. Este gran artista, internado y sometido al sufrimiento indecible de su enfermedad mental, se ve seguramente reflejado en aquél hombre apaleado e indefenso, a quien el Samaritano socorre, mientras otros, como vemos a la izquierda del cuadro, tranquilamente siguen de largo. 

Como dice al Papa al cerrar esta meditación: (14)

“Cada día se nos ofrece una nueva oportunidad, una etapa nueva. No tenemos que esperar todo de los que nos gobiernan, sería infantil. Gozamos de un espacio de corresponsabilidad capaz de iniciar y generar nuevos procesos y transformaciones. Seamos parte activa en la rehabilitación y el auxilio de las sociedades heridas. Hoy estamos ante la gran oportunidad de manifestar nuestra esencia fraterna, de ser otros buenos samaritanos que carguen sobre sí el dolor de los fracasos, en vez de acentuar odios y resentimientos. Como el viajero ocasional de nuestra historia, sólo falta el deseo gratuito, puro y simple de querer ser pueblo, de ser constantes e incansables en la labor de incluir, de integrar, de levantar al caído…” (n.77)

Que el “ícono luminoso” del Buen Samaritano nos ayude a sanar y reconciliar nuestra sociedad dividida, y encontrar caminos y acciones que nos permitan animar nuestro entorno y nuestra patria con el espíritu a la vez humano y cristiano de la auténtica fraternidad.

 

Para meditar:

¿Vivo encerrado en el mundo de mis afectos o soy capaz de abrirme a “los de afuera”? ¿Me siento impulsado por el amor fraternal a superar las diferencias que me separan de los otros?

¿Soy capaz de tratar al que es diferente como un hermano, reconociendo en él el rostro de Cristo?

¿Me comprometo con el hermano necesitado que Dios pone en mi camino, como el Buen Samaritano, o busco excusas para pasar de largo?

¿Procuro combatir las divisiones y enfrentamientos o las profundizo con mis actitudes?

 

Para orar:  Oración al Creador (Francisco, Fratelli tutti)

Señor y Padre de la humanidad, que creaste a todos los seres humanos con la misma dignidad, infunde en nuestros corazones un espíritu fraternal.

Inspíranos un sueño de reencuentro, de diálogo, de justicia y de paz. Impúlsanos a crear sociedades más sanas y un mundo más digno, sin hambre, sin pobreza, sin violencia, sin guerras. Que nuestro corazón se abra

a todos los pueblos y naciones de la tierra,  para reconocer el bien y la belleza  que sembraste en cada uno,  para estrechar lazos de unidad, de proyectos comunes,  de esperanzas compartidas. Amén.

[1] Martin Luther King, Jr. (3 de abril de 1968). «I’ve Been to the Mountaintop». American Rethoric: Top 100 Speeches. Consultado el 28 de abril de 2014.

[2] Jeremias, Joachim (1974). Las parábolas de Jesús (3ª edición). Estella, Navarra: Verbo Divino. p. 366.