Pbro. Gustavo Irrazábal*
Anunciación (1426)–Fra Angelico–Museo del Prado
Hoy celebramos la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María, es decir, que María fue concebida sin pecado original, lo q implícitamente significa que nosotros sí hemos sido concebidos con el pecado original. Ambas verdades son inseparables. Por eso no es extraño que a medida que se olvida el misterio de la Inmaculada Concepción (que muchas veces se confunde con la concepción virginal de Jesús), se olvide también el significado de la enseñanza cristiana sobre el pecado original. Incluso entre los católicos se difunde un escepticismo frente a este tema, que parece ir en contra del sentido común: ¿cómo se puede afirmar que ese niño recién nacido que se bautiza, esa criatura inocente que recién comienza su vida, haya sido concebido o haya nacido “en pecado”?
Pero podríamos responder a este planteo con otra pregunta: nosotros también fuimos niños inocentes, pero después crecimos y nos hemos convertido en adultos pecadores. ¿De dónde sale nuestro pecado?
Si no creemos en el pecado original, entonces tenemos que afirmar que el mal no proviene de nosotros. ¿De dónde, entonces? Tiene que ser de afuera. Si hago algo malo, la culpa está en algo
exterior mí. Y el mejor candidato para echarle la culpa es la sociedad. De ese modo, termino creyendo que mi ser interior es bueno y santo y, por lo tanto, no necesita ser salvado por Dios, no necesita del bautismo ni de los demás sacramentos y medios salvíficos. Lo que necesito es liberarme de las imposiciones de la sociedad, lo que se llama “educación”, y no es más que la imposición de prejuicios y escrúpulos que me privan de mi libertad. Desechando esa educación opresiva, podrá manifestarse mi ser interior auténtico, mi verdad. Pero sabemos que eso no es real: si un niño no recibe educación adecuada desde el mismo comienzo, no se convertirá en un santo sino que se transformará rápidamente en un tirano egocéntrico y antisocial.
La doctrina del PO enseña algo distinto: que el mal que progresivamente se va manifestando en mí viene fundamentalmente de un desorden misterioso q existe ya en mí antes de que pueda ejercitar mi libertad. Ese desorden lo llamamos “pecado” (original) simplemente porque no es algo querido por Dios, es una situación desgraciada, y es fuente de todos nuestros pecados. Es por eso hacemos cosas malas: no (al menos no exclusivamente) por culpa de la sociedad, o por un trauma de la infancia, o por una fatalidad, sino porque elegimos el mal. En conclusión, el pecado existe. Como decía Chesterton, el pecado original es el único dogma que no necesitamos probar, es evidente.
Por eso todos necesitamos ser salvados por Dios, porque sin su gracia el mal terminaría imponiéndose en nuestra vida. Pero si María fue concebida sin pecado original, ¿significa que ella no necesitó ser salvada por Jesucristo? Sí, ella también debió ser salvada, pero fue salvada de antemano, preservada del pecado original en atención a los méritos de su Hijo. Por esta razón, a diferencia de nosotros, el ser interior de María, por gracia de Dios, es realmente santo y puro, reflejo de la santidad de Dios mismo.
Esta diferencia entre María y nosotros que parece tan abstracta, es ilustrada de un modo muy concreto por la palabra de Dios:
La primera lectura (Génesis) nos dice que Adán y Eva, si bien fueron tentados por la serpiente, pecaron libremente, desobedecieron de un modo deliberado el mandato de Dios. Por eso la reacción de Adán al sentir los pasos de Dios por el Jardín fue “esconderse porque estaba desnudo”: ya no soporta la mirada de Dios, porque por primera vez tiene algo que esconder, su pecado. Y en vez de arrepentirse, al ser puesto al descubierto por Dios, trata de defenderse acusando a otros: la mujer tuvo la culpa, la serpiente tuvo la culpa, Dios (que creó a la mujer y a la serpiente) tuvo la culpa…
En el Evangelio, la reacción de María ante la irrupción del ángel es completamente distinta: no tiene miedo, no se esconde, no tiene nada que ocultar, dialoga con serenidad. El ángel la saluda como “la llena de gracia”, a manera de nombre propio, lo cual insinúa el misterio de su condición única. María busca entender tanto el saludo como la instrucción, pero nunca duda. Y cuando tiene claro el anuncio, dice que sí, con todo su ser, sin reservas, sin vacilaciones, sin condiciones. Esto no pudo haber sido una decisión del momento: muestra una sintonía total con el querer de Dios que debe tener raíces en lo más profundo de su ser.
Esta especialísima condición de María, lejos de alejarnos de ella, constituye un motivo de esperanza para nosotros. Lo que María es desde su concepción por una gracia anticipada de Dios, nosotros lo recibimos en el bautismo como vocación, como aquello que estamos llamados a ser. Este es el significado de la segunda lectura, del himno de la Carta a los Efesios: “Él (Dios) nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e inmaculados ante Él por el amor”.
Muchos rechazan hoy el pecado original acusándonos de pesimistas, porque creemos que el pecado existe como elección libre y personal. Pero nosotros decimos, a la vez, que por gracia de D podemos (y estamos llamados a) alcanzar la verdadera santidad. Ninguna religión o filosofía tiene una idea más elevada de nuestra dignidad. En cambio, la cultura actual, que se cree optimista porque niega el pecado, termina advirtiéndonos que, nos guste o no, somos lo que somos y no podemos cambiar: pura resignación, aunque se disfrace de “orgullo”.
Contemplemos siempre a la Virgen Inmaculada, y sabremos con certeza quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser delante de Dios: “santos e inmaculados en su presencia por el amor”.
*Sacerdote, miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton (Argentina).
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