Por Roberto Estévez
Fuente: Acde

10 Junio 2024

La razón científica, valor clave de la segunda Modernidad (ilustrada), se volvió en superior durante la tercera Modernidad (industrial victoriana), continuó su desarrollo durante las guerras civiles europeas, dando lugar a nuevas formas tecnológicas de inhumanidad, como la experimentación con seres humanos, los genocidios sistemáticos, y el empleo destructivo de la energía atómica. Lentamente La Ciencia de la segunda modernidad fue siendo sustituída por La Tecnología, como partera de la historia.

La valoración superlativa de La Tecnología -como configurante del mundo sensible, emocional y espiritual-, ya es propia de la Actualidad[1], que al renunciar a la valoración en sí y de sus fines, transforma a la tecnología en ídolo con pretensión de absoluto[2].

Los aceleracionismos tecnológicos

Como si la tecnología fuera un dato previo a todo lo existente, una creación de la nada (creatio ex nihilo). Nos hemos acostumbrado a pensarla, como originaria y no como un producto.

Esa forma de pensarla, no nos facilita recordar el dato existencial de la ambigüedad de todo ser humano y de sus obras, por lo que siempre arrastra las características del (sujeto) y de lo previo (en algunos casos, objetos): La humanidad, las expresiones de su sociabilidad, lo ya existente y conocido.

A fines del siglo XIX y principios del siglo XX, la sociedad industrial, con su organización científica del trabajo, y la naciente teoría de la ciencia de la administración, confundía el crecimiento con desarrollo y el dominio de las fuerzas naturales con progreso humano.

Ya desde la tercera Modernidad (industrial victoriana), el desarraigo y hacinamiento de la alta urbanización, y la explotación depredatoria de la naturaleza, no fueron cuestionados por quienes desarrollaron la protección de los trabajadores, porque también para los líderes sindicales y revolucionarios, esos eran indicadores positivos del progreso, crecimiento o desarrollo.

Así, en la visión moderna de que no existía una totalidad con sus límites, va creciendo la visión final que la totalidad se construía-expandía cada día de forma ilimitada. El desarrollo tecnológico conduciría al colapso inevitable del sistema capitalista a escala mundial, o a una civilización única de la expansión final de la democracia y el capitalismo o hacia el advenimiento del post capitalismo (un sistema superador del extractivismo y de la escasez). Elegido un escenario, la acción política solo consistía en acelerarlo.

La probabilidad totalitaria

Desde la segunda Modernidad (ilustrada) no se ha cuestionado que el avance de la ciencia (La Civilización) supone siempre un retroceso de la religión. Sin embargo, tras los fallos del cientificismo, la admiración sin límite de la ciencia se fue dejando paso a una mirada más crítica, de cierto recelo, causado por el peligro a algunas de sus consecuencias.

Así lo expulsado por la puerta del optimismo progresista cientificista, reingresó por la ventana, primero como un intento de pesimismo y negatividad que llevaron a la trascendencia intramundana, del complejo juego del mesianismo temporal en la relación profeta, conductor y pueblo[3].

La secularización de la idea cristiana de los tiempos finales, ya se había producido en la deriva de los milenarismos europeos de los siglos XIII y XVI, y con el destino manifiesto de los Estados Unidos[4]. La identificación ahora del Pueblo, como mesías vuelve a Europa de la primera mitad del siglo XX, con desbastadores consecuencias de las religiones políticas: estalinismo, fascismo y nacional socialismo.

La idea mesiánica de El Pueblo, lo hace incapaz del error y sobre todo del mal. Esta puerta entrecerrada en Europa a mediados del siglo XX, continuó abierta en América Latina (primero con los regímenes filofascistas y luego con los movimientos revolucionarios derivados de la guerra fría) y vuelve ahora a toda euroamérica, donde los populismos, incluyen la posibilidad de volverse autoritarios, en la medida que puedan desmontar los mecanismos republicanos.

Por otra parte, la disposición tecnológica de control social, y la visión de la no ambigüedad humana de la tecnología, refuerza la probabilidad (no ya posibilidad) de cualquier Estado de entrar en la espiral totalitaria.

El desafío republicado

La visión moderna del Estado Nacional como arquetipo de la comunidad política llevó a pensar que la política era patrimonio exclusivo del Estado y la democracia, un sistema absoluto y unívoco/universalizable, patrimonio exclusivo de la Modernidad. Sin embargo, han existido democracias antes que ella y la Modernidad ha existido sin democracia.

Lo que llamamos democracia liberal hunde sus raíces profundas en las experiencias de las Ordenes monásticas y mendicantes, que en los siglos XII y XIII inventaron el bicameralismo para la sanción de las leyes en sus Constituciones, antes que los Barones impusieran su Gran Carta de las Libertades al rey Juan I de Inglaterra.

Es una peligrosa ilusión establecer esta necesaria y perfecta correspondencia entre democracia y libertad, y aunque en este Interregno epocal de nuestra civilización euroamericana –no del planeta-, están vinculadas, nada nos garantiza que la democracia liberal sobreviva al fin de la Modernidad.

Sin valores republicanos, no hay ciudadanos, y sin ciudadanos la democracia se reduce a su expresión simbólica procedimental. Así se fue produciendo la tensión de la república romana, a la dictadura vitalicia, donde ya estaba la posibilidad del imperator, y dramáticamente en la paradoja alemana de 1932.

Aun en un sistema secularizado, la tolerancia de las externalidades religiosas es necesarias para que los valores articulen, y habiendo qué discutir, la democracia tenga sentido. En el pensamiento único de un secularismo excluyente, la discusión no es popular, se delega en oligarquías, minorías que gobiernan en provecho propio, y han demostrado en lo que va del siglo su deriva a la cleptocracia.

Gustave Thibon evocaba la actitud de Simone Weil en Francia entre 1940 y 1944: Ninguna facción, ninguna ideología social, tiene el derecho de reclamarla para sí. Su amor por el pueblo y su odio a toda opresión no bastan para atribuirla a los partidos de izquierda; su negación del progreso y su culto de la tradición no autorizan a clasificarla en la derecha. Ponía en los compromisos políticos la misma pasión que en todas sus cosas, pero, lejos de convertir en ídolo a una idea, una nación o una clase, sabía que lo social es por excelencia el dominio de lo relativo y del mal (“contemplar lo social —escribía— constituye una purificación tan eficaz como retirarse del mundo; por eso no me arrepiento de haber recorrido largamente la política”) y que, en ese orden, el deber del alma sobrenatural no consiste en abrazar fanáticamente un partido, sino intentar continuamente restablecer el equilibrio poniéndose a favor de los vencidos y de los oprimidos.

Esta noción de un contrapeso es esencial en su concepción de la actividad política y social: “Si se sabe dónde está el desequilibrio de la sociedad, hay que hacer todo lo que se pueda para agregar peso en el platillo más liviano …. Pero es necesario haber concebido el equilibrio y estar siempre dispuesto a cambiar de lado como la justicia, ‘esa fugitiva del campo de los vencedores’ «

La tecnocracia como visión de autoridad

La actitud de Simone Weil nace de su experiencia en busca de una radicalidad auténtica, pero también de su conocimiento de la naturaleza humana en la historia, lo que supone una metafísica, que contiene en última instancia una respuesta teológica (teodicea).

Cuando la teología no tiene sentido, no hay metafísica, solo queda la física como paradigma de la ciencia, al principio a-teológica, para ser luego anti-teológica.

Así se gesta un humanismo, que se autoimpuso ser ateo, sin fundamento teológico[5], frágil para comprender las complejidades, ambigüedades y fragilidades humanas, pero que satisface a una razón curvada sobre si misma.

El camino del saber clásico era que, de las conclusiones de la metafísica, parte la reflexión de la antropología, de las conclusiones de la antropología, parte la reflexión de la moral, de las conclusiones de la moral, parte la reflexión de la política, y de las conclusiones de la política, parte la reflexión sobre el gobierno de los hombres y la administración de las cosas.

Desde el siglo XVII se pretende partir del orden descubierto en las cosas para hacer el camino inverso, así de la física que satisface a la razón científica, se pretende desarrollar ciencia de la administración de las cosas, y una física social que ordene la administración de los hombres.

Así del género literario inventado por Tomás Moro, como crítica tangencial a la realidad de la cual eran parte y a la cual estaba sometido, se desarrollan las utopías de la modernidad, es decir, aquellas en que los autores van creyendo progresivamente como proyectos con posibilidad de realización (de la aceleración del cientificismo positivista, a la aceleración del socialismo cientificista).

Su precedente ya lo encontramos en 1620, con la “Nueva Atlántida”, de Francis Bacon, que suplanta la Atlántida mítica contenida en el “Timeo” de Platón por la moderna isla de Bensalen donde el rey no es ya el filósofo político, sino el investigador científico. La vida gira en torno a “la construcción más noble que nunca existió sobre la tierra y el faro de este reino: La Casa de Salomón o el Colegio de los Trabajos de los Seis días es para la producción de trabajos grandes y maravillosos en beneficio del hombre. El fin de esta fundación es el conocimiento de las causas y los movimientos secretos de las cosas, y la ampliación de los límites del imperio humano, hacia todas las cosas posibles”.

El ambiente racionalista de la “École Polytechnique” de París permitirá un nuevo desarrollo en la obra de Henri de Saint Simón, quien en su opúsculo “Lettres d’ un habitant de Geneve a ses contemporains” de 1802, anuncia la idea de un Consejo de Newton, formado por 21 miembros elegidos por todo el género humano y presididos por un matemático. Este consejo estaba destinado a sustituir al Papa y al Sacro Colegio, cuyos miembros son acusados de no comprender la naturaleza y la finalidad de la ciencia, que está destinada a transformar la tierra en un paraíso.

Su programa es interclasista. Los proyectos de los representantes en este Consejo serán los únicos idóneos para establecer los medios científicos aptos para prevenir “la lucha, que por la misma naturaleza de las cosas es necesario que exista, entre dos clases: la de los propietarios y la de los no propietarios”. Todos los hombres trabajarán como empleados en una sola y misma oficina, dirigida por el consejo supremo Newton, órgano central que tiene el derecho de dar órdenes, y quien no obedezca será tratado por los otros “como un cuadrúpedo”.

Las cuatro dimensiones que Saint Simón plantea para la sociedad del futuro son: el interés por la producción, el orden, la certeza y la precisión como método. Estaría organizada por “hombres nuevos”, ingenieros y planificadores, quienes sólo se basarían en la ciencia.

Estas dimensiones son integradas por Durkheim en la “solidaridad orgánica”, que compatibiliza la especialización, la complementariedad y la interdependencia; una sociedad organizada por funciones y capacidades; los doctores, ingenieros y químicos utilizarían sus especialidades de acuerdo con las necesidades objetivas, y no con la intención de alcanzar poder personal. Esos hombres serían obedecidos, no por ser señores sino, por su competencia técnica. Por esa razón, los saint-simonianos, en una serie de expresiones que luego serían utilizadas por Engels, dieron su jerarquía social al slogan “de cada uno, según su capacidad, a cada uno según su realización”, y la sociedad industrial, tal como la describieron, no era ya “El gobierno sobre los hombres, sino la administración de las cosas»[6] 

El Gobierno como Administración

Poco a poco, partiendo de una visión verdadera pero incompleta de que la naturaleza humana es racional y económica, y que las personas se mueven por razón de sus intereses, se impone la idea de que el mercado es un sistema autorregulado y, por lo tanto, no necesita de externalidades para funcionar.

Todas las acciones humanas van dirigidas a obtener placer y a evitar el dolor; el hombre se motiva exclusivamente por estímulos económicos; y, por último, en toda actividad existe una forma óptima de actuar fundamentada en la aplicación de leyes científicas: el one best way. Asociadas al desarrollo industrial, se desarrollan dos teorías: la organización científica del trabajo[7] y la teoría clásica de la administración[8]. La primera tiene un concepto mecánico del trabajo humano y hace hincapié en el diseño y ejecución de las tareas; mientras que la principal preocupación de la segunda teoría es la estructura de las organizaciones. Ambas coinciden al destacar la motivación económica de las personas.

Los principios básicos pueden simplificarse de la siguiente manera: el hombre es un ser económico que sólo puede ser motivado por razones de esta naturaleza, las sanciones y el miedo al despido o al desempleo. La empresa (organización industrial) considera a los trabajadores sujetos pasivos aptos para desempeñar las tareas que se les encomienden, pero no para tener iniciativas. El resultado es una política de personal basada en la jerarquía, el control y la obediencia.

Frederick W. Taylor, fundador de la organización científica, al diseñar el trabajo humano de acuerdo a la máquina, allanó el camino, en cierto modo, a la ilusión de que el gobierno de los hombres puede ser sustituido por la administración de las cosas, no aceptando ninguna finalidad fuera de la producción y eficiencia del “out-put” para establecer estándares científicos. Taylor entendía que podía concretar “la forma más apropiada o las leyes naturales de trabajo, eliminando aquí la fuerza básica de antagonismo entre el trabajador y el patrón: la cuestión de lo que es justo o injusto”, aunque en su perspectiva del trabajo desaparecía el hombre y todo lo que quedaba eran “manos” o “cosas” ajustados sobre la base de un examen científico minucioso, junto con una división detallada del trabajo, en donde la mínima unidad de movimiento y la mínima unidad de tiempo pasaban a ser la medida de la contribución de un hombre al trabajo.

Marxismo y tecnocracia

En el marxismo, otra gran fuente del pensamiento tecnocrático, también aparece la misma disolución de los fines y concentración sobre los medios. Hegel había juzgado el desarrollo del hombre como un proceso ideacional, en el que la auto-conciencia triunfaba sobre las dependencias limitadas de la subjetividad. Marx naturalizó este proceso histórico considerando el desarrollo humano a partir de los poderes materiales y técnicos y el aumento de sus medios sobre la naturaleza. En su concepción del hombre “que habría de surgir”, daba por sentado que se crearían nuevos poderes y se lograrían nuevas visiones de la existencia que su propia generación, limitada por la naturaleza y la fragilidad humana, no podía aún imaginar.

En la obra de Lenin, que mantiene la misma relación con Marx que Taylor con Saint-Simon, la concepción de los fines desaparece casi por completo. Fue capaz de organizar un instrumento flexible de la revolución, que podría lanzar a la acción a cientos de miles, incluso millones de personas. Pero una vez conseguido el poder, la fórmula de Lenin para el socialismo varió, convirtiéndose únicamente en el “poder soviético más la electrificación»[9].

Lenin afirmaba que la vieja maquinaria del Estado tenía que ser destruida y el nuevo aparato estatal estaría directamente en manos del pueblo. Se permitiría la existencia de funcionarios, pero éstos no se convertirían en burócratas.

La realidad terminó por burlarse de Lenin en la persona de Stalin, quien, para reforzar el poder, reúne al Partido y a la burocracia estatal fundando una nueva “clase dirigente” -lo que Trotski llamaba el bonapartismo- aunque “de un nuevo tipo, nunca visto con anterioridad en la historia”. El surgimiento de un sistema de gobierno tecnocrático dentro de la forma de estado totalitario estaliniana adquirió conocimiento popular ya en 1957 con la publicación de “La nueva clase”, de Milovan Djilas, quien denunció desde el pensamiento socialista la burocratización del partido, fuente de “privilegios especiales y de preferencias económicas derivadas del monopolio administrativo que poseen… El gobierno administra y distribuye la propiedad nacional. La nueva clase, o su órgano ejecutivo -la oligarquía del partido- actúa como el propietario y es el propietario. El gobierno más reaccionario y burgués difícilmente podría soñar con semejante monopolio sobre la economía”.

En 1920 surgió en los Estados Unidos un movimiento dirigido por Howard Scott que tomó el nombre de tecnocrático. Afirmaba que como en el mundo actual los principales creadores de riqueza y los que dan dirección y movimiento al vivir social son los expertos en Ciencias de la Naturaleza, es decir, los técnicos en sentido riguroso, a ellos debía encomendarse el mando de las sociedades. Este movimiento fue olvidado, hasta que en la II Guerra Mundial comienzan a designarse oficiales de escalafón técnico o administrativo para conducción de tropas en operaciones de gran envergadura, como en el caso de la invasión a Normandía.

Comienza entonces la idea de concebir la “dirección” como un fenómeno único, donde tanto una empresa como un ejército o un sindicato están dirigidos por una “elite” de expertos en cuestiones particulares, coordinada por un experto en cuestiones generales, “En la sociedad post-industrial, la habilidad técnica pasa a ser la base del poder, y la educación el modo de acceso a él; los que van a la cabeza (o la elite del grupo) en esta sociedad son los científicos. Hace cuarenta y cinco años Thorstein Veblen, en su Engineers and the Price System, previó una nueva sociedad basada en la organización técnica y en la- administración industrial, un “soviet de técnicos”. Había surgido una nueva clase revolucionaria, la de la organización técnica y administración industrial»[10].

En los Estados Unidos se da una nueva concreción entre 1960-1965, cuando Robert Mc Namara introduce el “Program Planning Budget System” (PPBS) como secretario de defensa, a fin de reducir el costo de la incorporación de la nueva tecnología mediante un sistema de “ingeniería de valores” en los modelos de toma de decisiones.

Es la lúcida visión de James Burnham en “La revolución de los directores»: “Estamos ahora en situación de entender el significado histórico fundamental de las dos primeras guerras mundiales del siglo XX. La guerra de 1914 fue la última gran guerra de la sociedad capitalista; la guerra de 1939 es la primera gran guerra de la sociedad de los gerentes”.

Al comienzo del proceso que hemos descrito, Giambattista Vico, en el último párrafo de la presentación de su “Nueva Ciencia” (1725) expresaba que “en suma, de todo lo razonado en esta obra hay que concluir, por último, que esta ciencia llevaba consigo inseparablemente el estudio de la piedad, y que sin ser piadoso no se puede ser verdaderamente sabio»; de este modo, en tiempo de la ilustración, trataba aún de reflejar que el científico no podía serlo si su conocimiento no estaba vertebrado por la sabiduría.

El conocimiento tecnocrático repudia a la sabiduría y entonces se vuelve un saber que sólo busca poder, es el triunfo de Maquiavelo, el poder como fuerza y fortuna, exaltación de su elemento objetivo y aleatorio, hasta la desaparición de sus elementos subjetivos: la intención y la aceptación.

Las élites tecnocráticas, aceleracionistas, basan su formación en las técnicas de toma de decisiones, planificación y dominio, sin que la gente (folk) tenga la facultad de influir en las decisiones que controlan sus vidas.

Los pueblos asisten impotentes al espectáculo de cómo la sociedad de masas y utopías tecnocráticas van convirtiendo la democracia representativa en una oligarquía. En ellas el poder público se ejerce en beneficio del partido que lo detenta y de la “nomenklatura”, clase política, o círculo rojo -tanto si está en el poder como en la oposición- que se busca ante todo a sí misma, olvidándose del Pueblo al que invoca.

Siguiendo

Este mundo no es -en primer término- mejor o peor que otros mundos, sino distinto. Sus desafíos hacen de él otra oportunidad para nuevas síntesis civilizatorias creacionistas, a la cual las tres grandes tradiciones creacionistas siguen en condiciones de aportar.

Ver el tiempo en que se vive, es necesario para poder abrirse al Reino ya presente, en el ahora ocultamente participable y definitivamente realizado, cuando ya vamos delineado el futuro y en algo la eternidad.

La perspectiva del Reino de Dios, lejos de alienarnos de la vida, nos hace más sensibles a las grandezas y miserias humanas, en las que el Reino de Dios mantiene su vitalidad en todo tiempo, desde siempre y para siempre.

  1. Cosmovisión actual – Una aproximación metodológica, Revista CRITERIO, Nro. 2498 de mayo de 2023. Continua las reflexiones de CULTURA, VALOR DE LA CULTURA Y CRISIS DE LA CULTURA, en The Call to Justice The Legacy of Gaudium et spes 40 Years Later, Ciudad del Vaticano, 2005
  2. Cosmovisión actual – La tecnología, valor soberano y principio superior, Publicado en la Revista CRITERIO Nro. 2500, agosto – septiembre de 2023.
  3. Cosmovisión actual – Gnosis en el sentido de la historia, publicado Revista CRITERIO, Nro. 2499 de junio – julio de 2023.
  4. On evil, the inescapable fact, Time, 5 de diciembre de 1969. Sobre la masacre de My Lai del 16 marzo de 1968.
  5. A George Steiner le preguntaron: ¿Nosotros, que vivimos en la «era del Epílogo», sobre las ruinas de Auschwitz y del Goulag, debemos reaprender a ser humanos? ¿Hay que inventar un nuevo humanismo? A lo que respondió: El siglo que acaba de terminar ha mostrado que el modelo clásico de un humanismo capaz de resistir a la barbarie, a lo inhumano, gracias a una cierta cultura, una cierta educación, a una cierta retórica, era ilusorio… He llegado a la intuición de que un humanismo sin fundamento teológico es demasiado frágil para satisfacer las necesidades humanas, para satisfacer a la razón misma… GEORGE STEINER, La barbarie douce, en Question n° 123: Education et sagesse, Albin Michel, 2001, 323-324.
  6. Daniel Bell, «El advenimiento de la sociedad postindustrial», Alianza Editorial, Madrid 1976,
  7. 62 Taylor Frederick WinsIow, «Principies and methods of scientific management», New York: Harper and Row, 1911. Edición en castellano: Principios de la administración científica. Buenos Aires: El Ateneo, 1979; y Taylor F.W. Management científico. Barcelona: Okos Tau, 1970.
  8. 63 Fayol H., Administration industrielle et générale. París: Dunod, 1916. Edición en castellano: Administración general e industrial. Buenos Aires: El Ateneo, 1961.
  9. Augusto del Noce, Agonía de la Sociedad Opulenta, EUNSA, Pamplona, 1979, p. 107
  10. Daniel Bell, op. cit., p. 420.

 

*Profesor titular ordinario de filosofía política FCS – UCA. Presidente Asociación Santo Domingo, Tandil