Por Gustavo Irrazábal*
Para el Instituto Acton Argentina
Octubre 2024
Tras ser anunciada en junio de este año como una exhortación apostólica, el 24 de octubre fue presentada finalmente con forma de encíclica Dilexit nos (“Él nos amó”). Se trata de la cuarta encíclica del pontificado de Francisco, dedicada al tema de “el amor humano y divino del Corazón de Jesucristo”, que prolonga una línea magisterial constituida por cuatro encíclicas −de León XIII, Pío XI (2) y Pío XII− y dos cartas −Juan Pablo II y Benedicto XVI− referidas a esta misma devoción. Su fecha de publicación coincide con el 350 aniversario de la primera aparición del Sagrado Corazón de Jesús a Santa María Alacoque, y su objetivo, en palabras del Santo Padre, es “volver a proponer hoy, a toda la Iglesia, este culto cargado de belleza espiritual”.
El texto final, que aborda esta devoción desde el punto de vista histórico, teológico y espiritual, constituye un verdadero tour de force, cuyo primer capítulo se inspira en escritos inéditos del fallecido sacerdote jesuita Diego Fares (1955-2022), pero que incorpora en su pormenorizado desarrollo el aporte de numerosos especialistas, junto con algunos párrafos de carácter más vivencial o exhortativo que probablemente hayan sido intercalados por el mismo Francisco. Esto explica la gran extensión del documento: 220 densos números, superando ampliamente los 37 números de Hauretis Aquas (1956), la encíclica de Pío XII.
Siendo imposible, en este breve comentario, un desarrollo completo del contenido de esta encíclica, me limito a presentar su estructura básica. El primer capítulo (La importancia del corazón) es una invitación a volver al corazón como centro íntimo e integrador que configura nuestra identidad espiritual y en el cual podemos encontrarnos con el amor del Corazón de Jesús. El segundo capítulo (Gestos y palabras de amor) muestra cómo las palabras y acciones de Jesús, hasta su muerte en la cruz, brotan de ese corazón que, al decir de San Pablo, “me amó”.
El capítulo tercero (Este es el corazón que tanto amó) aclara que esta devoción no consiste en el culto de un órgano separado de la persona de Jesús, sino que es el signo elocuente de su amor plenamente humano y sensible, a la vez que divino e infinito. Este corazón tiene una profundidad trinitaria, ya que nos revela el amor del Padre y es “la obra maestra del Espíritu Santo”, obra que desea replicar en nosotros. La devoción al Sagrado Corazón no está ligada necesariamente a las manifestaciones místicas experimentadas por algunos santos, que son revelaciones de carácter privado. En el contexto histórico en que surgió, una época dominada por el rigorismo jansenista y el consiguiente alejamiento de la eucaristía, la comunión de los primeros viernes constituyó un fuerte mensaje acerca del perdón y la misericordia divina. Pero su importancia no es menor para la actualidad: ante los dualismos de diferente signo −el de una “espiritualidad sin carne” o de una exterioridad sin amor− el Sagrado Corazón representa una síntesis encarnada del Evangelio.
El cuarto capítulo (El amor que da de beber) señala que los elementos esenciales de esta devoción hunden sus raíces en la historia de la Iglesia, en la contemplación del corazón traspasado del Señor en la Cruz, del cual brota no sólo la fuente de la gracia y los sacramentos, sino también de la unión personal con Jesús. En el marco del desarrollo de estos motivos tradicionales es preciso ubicar las apariciones que Santa Margarita María Alacoque narró entre finales de diciembre de 1673 y junio de 1675, la más personal y concreta de las cuales es la primera, en que Jesucristo introduce el corazón de la santa en su propio corazón. Entre los temas de este capítulo se destaca el del “consuelo”: la devoción al Sagrado Corazón impulsa al creyente a buscar una participación personal del sufrimiento redentor, el deseo de “consolar” al Salvador, junto con la compunción por nuestros pecados, causa de su pasión.
Pero esta participación en el dolor redentor no se traduce en una “pesada búsqueda de sacrificios”, sino del devolver amor por amor (capítulo V) en el compromiso con los hermanos. La reparación al amor de Cristo tiene un sentido social porque, como dice S. Juan Pablo II, solo entregándonos junto al Corazón de Cristo podremos edificar “sobre las ruinas acumuladas por el odio y la violencia” (sobre todo las llamadas “estructuras de pecado”) la tan deseada “civilización del amor”. Pero esto supone, ante todo, la reparación por nuestros propios pecados y por el daño que ellos producen en nosotros y en los demás. Finalmente, hay otro sentido de la reparación que consiste en participar de la entrega de Cristo, convirtiéndonos en ofrenda viva, no a la justicia divina, sino a su infinita misericordia. Por este camino, la devoción al Sagrado Corazón se convierte en fuente de ardor pastoral y misionero.
Puede resultar desconcertante que un papa cuyo magisterio se ha caracterizado por un fuerte énfasis en lo social haya tomado un giro tan abrupto hacia un tema que sonará a muchos como (meramente) devocional. La clave para comprender la unidad interna de su enseñanza la da el mismo Francisco en uno de los párrafos finales (n.217): “Lo expresado en este documento nos permite descubrir que lo escrito en las encíclicas sociales Laudato si’ y Fratelli tutti no es ajeno a nuestro encuentro con el amor de Jesucristo, ya que bebiendo de ese amor nos volvemos capaces de tejer lazos fraternos, de reconocer la dignidad de cada ser humano y de cuidar juntos nuestra casa común.” Con un tono más combativo, el teólogo italiano Bruno Forte, encargado de presentar la nueva encíclica, afirmaba: “Lejos de ser un magisterio aplastado por lo social, como a veces se ha entendido torpemente, el mensaje que este Papa dio y da, a la Iglesia y a toda la familia humana, brota de una sola fuente, presentada aquí de una manera más explícita y clara: Cristo Señor, su amor a la humanidad.”
El padre Etienne Kern, rector del santuario de las apariciones del Sagrado Corazón en Paray-le-Monial, enumera también otros aspectos valiosos de esta encíclica: es una respuesta a las reservas de muchos creyentes respecto del carácter supuestamente poco trinitario, excesivamente sentimentalista o dolorista de esta devoción; es un remedio contra el “virus”, todavía presente en la Iglesia, del jansenismo, el cual exagerando la justicia y el castigo divinos impide comprender la centralidad el amor de Cristo en la vida de los creyentes; y en una época de indiferencia hacia Dios y los hermanos, esta devoción es capaz de generar el “milagro social” (n. 27) de inspirar las relaciones humanas con el amor y la justicia y llevar consuelo a los afligidos.
Todos los propósitos mencionados se complementan sin dificultad. Pero es particularmente interesante que la encíclica, sin renunciar a la meta de “resistir”, “desnudar” o “reparar” las “estructuras de pecado” o las “estructuras sociales alienadas”, vea dicha meta como el fruto final de un “dinamismo social” que supere “una mentalidad dominante que considera normal o racional lo que no es más que egoísmo e indiferencia” a través de una “conversión del corazón”, en respuesta al amor del Corazón de Jesús (n. 183). A la luz de esta idea, la Iglesia debería discernir con mayor claridad su lugar en el mundo, que no es el de un actor más en el plano político y social, sino el de la comunidad de aquellos que, como San Pablo, dan testimonio en favor de “Aquél que nos amó” (Romanos 8,27).
*Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton.
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