El siguiente artículo fue escrito por un alumno de la Diponline2025 – Diplomatura Online en Antropología de Mercado y Doctrina Social de la Iglesia- en el marco de la formación recibida durante la misma, desarrollada entre marzo y junio de 2025. Su contenido forma parte del proceso académico y reflexivo que los participantes llevan adelante a lo largo de la cursada.
Por Ezequiel De Francesco
Para el Instituto Acton Argentina
Julio 2025
En los últimos años, el concepto de “batalla cultural” ha ganado protagonismo en el discurso público. Como si se tratara de una guerra de trincheras, distintos actores —políticos, intelectuales, comunicadores— han adoptado la metáfora del combate para referirse a la disputa por los sentidos, los valores y las narrativas que organizan la vida común. Pero cuando lo que se combate es la cultura —es decir, el humus invisible donde crecen nuestras creencias, nuestras formas de percibir el mundo, lo bello, lo justo y lo verdadero—, la lógica del conflicto trae consigo un riesgo profundo: convertir la conversación en imposición, y el desacuerdo en campo de conquista.
Toda batalla implica una lógica binaria: se gana o se pierde. Pero la cultura no debería someterse a esa geometría rígida. Ella no florece al grito de victoria ni en la obediencia forzada. Es un sistema vivo, tejido por múltiples hilos de experiencia, donde el pasado y el futuro dialogan a través de los símbolos. Es el aire que respiramos sin darnos cuenta, y también el espejo en que nos reconocemos. En vez de hablar de batalla, ¿por qué no hablar de libertad?
Cultura y libertad: un orden espontáneo
Desde una perspectiva liberal, la cultura no es un instrumento del poder ni una herramienta de dominación. Es, más bien, un orden espontáneo: un entramado de conocimientos, valores y signos que emerge de la interacción libre entre individuos. De forma análoga al mercado —que coordina bienes sin una voluntad central—, la cultura coordina significados sin necesidad de un arquitecto supremo.
En cada lengua, en cada poema, en cada gesto cotidiano, se transmite un conocimiento tácito, encarnado, imposible de planificar desde un centro. Como afirmaba Friedrich Hayek, “el conocimiento está disperso entre millones de individuos” y ningún poder central puede reemplazar ese delicado equilibrio de saberes locales. Si ese flujo simbólico se interrumpe —por censura, por uniformidad forzada, por subsidios selectivos—, la cultura deja de ser sistema de transmisión y se convierte en instrumento de propaganda.
La cultura es la piel simbólica de la libertad. La envuelve, la sostiene, la expresa. No brota por decreto ni se administra desde escritorios: se enraíza en la libertad de pensar, de disentir, de crear sin permiso. Cada intento de encerrarla en un solo relato, de imponerle una sola voz, la debilita y la vuelve estéril.
El problema del monopolio simbólico
Cuando el Estado —o cualquier otro actor dominante— asume la tarea de producir, regular o financiar selectivamente los contenidos culturales, se quiebra el principio de apertura. Lo simbólico se burocratiza. El conocimiento circula, pero condicionado. La historia se enseña, pero bajo una mirada oficial. El arte se premia, pero según conveniencias políticas. Y así, poco a poco, la cultura se transforma en un sistema cerrado, donde las señales pierden diversidad y los significados se empobrecen.
En este contexto, la llamada “batalla cultural” muchas veces reproduce la lógica que dice combatir: en lugar de desmonopolizar el sentido, busca capturarlo desde otra trinchera. La hegemonía no se cuestiona: se reemplaza. Y la pluralidad no se celebra: se tolera como excepción.
Pero hay otra posibilidad: la de una libertad cultural genuina, no como indiferencia, sino como condición para que toda visión del mundo tenga derecho a circular. Así como la competencia económica permite la innovación, la competencia simbólica permite el pensamiento. La cultura libre no es caos: es un orden abierto, donde lo nuevo y lo antiguo, lo ortodoxo y lo irreverente, pueden encontrarse sin miedo.
Desmonopolizar la cultura: una tarea democrática
Recuperar la libertad cultural no implica abandonar el valor de los contenidos, sino renunciar a imponerlos. Significa confiar en la capacidad de los ciudadanos para formar sus propios juicios, sin tutelas ni verdades oficiales. Significa defender la conversación frente a la consigna, la curiosidad frente al dogma, la diversidad frente al molde.
La cultura es el subsuelo fértil de la democracia. Allí germinan nuestras ideas de justicia, nuestras emociones políticas, nuestras visiones del porvenir. Si ese suelo se empobrece por control o por abandono, la vida cívica se seca. Y sin cultura libre, la democracia se vacía: las elecciones se vuelven espectáculo, la deliberación se reduce a ruido, y la ciudadanía se convierte en audiencia.
Por eso, el desafío no es ganar la batalla cultural. Es superarla. La cultura no es un botín ni un territorio a conquistar: es la respiración profunda de una sociedad que quiere pensarse libre. Allí donde se abran foros en lugar de trincheras, donde se escuchen ideas en lugar de consignas, donde la creación no necesite permiso, allí florecerá la libertad cultural.
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