
Bartolomé Esteban Murillo, La Inmaculada Concepción de Los Venerables (Soul Madonna) , 1660–65, ( Museo Nacional del Prado, Madrid )
El 8 de diciembre de 1854, en la bula Ineffabilis Deus, Pío IX proclamó solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. No estaba imponiendo a la Iglesia una opinión personal, sino recogiendo el fruto de siglos de reflexión orante sobre el misterio de María. Es penoso que en pocos años estemos dilapidando el fruto de un esfuerzo plurisecular: el misterio de la Inmaculada Concepción es prácticamente desconocido para las nuevas generaciones de creyentes, lo cual comporta un empobrecimiento de la fe, no sólo con referencia a María sino también a las demás verdades de fe, con las cuales la Inmaculada Concepción está íntimamente conectada.
En primer lugar, la fiesta de hoy tiene como trasfondo el tema del pecado original. Todos comenzamos nuestra existencia con una carencia no querida por Dios, la cual, si Dios mismo no le pusiera remedio, nos llevaría irresistiblemente por el camino del pecado. Es cierto que el bautismo nos libera del pecado original, pero sus “secuelas” se siguen haciendo sentir en nuestra vida como una inclinación interior al mal, que podemos y debemos resistir, y que condicionan pesadamente nuestra relación con Dios.
En la primera lectura, del libro del Génesis, Adán, que hasta el pecado había gozado de una perfecta intimidad con Dios, ahora se esconde de su presencia. “Estaba desnudo y por eso me escondí”. Ya no soporta la mirada de Dios, porque tiene algo que ocultar: su culpa. Y ni siquiera la interpelación de Dios logra hacerlo salir de su escondite: no reconoce expresamente su falta, descarga su responsabilidad en la mujer, y ésta, en la serpiente (símbolo de la seducción misteriosa del pecado). Entonces sobrevienen los “castigos”, en realidad, las consecuencias de haber quebrantado el vínculo de confianza con Dios: el sufrimiento en el trabajo, en el parto y en el amor, que desde ahora se convierten en “condenas”, porque son vividos como algo sin sentido, estéril, anticipos de la muerte definitiva. ¿Quién de nosotros no se ve reflejado, en alguna medida, en esta condición desgraciada?
Comparemos esta escena con la de la Anunciación. Cuando el ángel irrumpe, María no se esconde como Adán, no tiene nada que ocultar a los ojos de D, puede mirarlo cara a cara, y concentrarse en entender el saludo del Ángel: “Alégrate, Llena-de-gracia”. Notemos que no menciona el nombre propio de María o, mejor dicho, “Llena-de-gracia” es el nombre propio, la identidad profunda, de la Virgen. Ella recibe el Anuncio de que será Madre del Salvador con total receptividad, sin resistencia alguna. Si pregunta: “¿Cómo puede ser esto?”, no es por desconfianza sino para comprender qué es lo que debe hacer. Pero la respuesta que Dios reclama de ella no es cualquier “sí”. De haber mediado el pecado original, el “sí” de María hubiera debido surgir de una lucha contra su propio pecado, sus deseos, sus miedos, en una palabra, hubiera sido un “sí” con reservas. Pero un “sí” capaz de abrir las puertas de la Encarnación del Verbo en su seno y de la salvación de todos los hombres, dado en nombre de todos ellos, exigía ser pronunciado con plena lucidez, libertad y entrega: “Yo soy la Servidora del Señor. Hágase en mi según tu Palabra”.
Finalmente, la Inmaculada Concepción afecta íntimamente nuestro modo de entender quiénes somos y quiénes estamos llamados a ser. Si rechazamos la idea del pecado original, nos quedan pocas alternativas disponibles: o bien somos perfectamente buenos por naturaleza y todo lo que hacemos es bueno porque lo hacemos nosotros; o bien somos irremediablemente malos por naturaleza, y nuestros intentos de ser buenos no hacen más que disimular nuestra esencial corrupción; o bien somos una mezcla inextricable de bien y mal.
Pero la segunda lectura, el himno de la Carta a los Efesios nos dice que hemos sido “llamados a ser inmaculados en la presencia de Dios por el amor”. Esto significa que lo que María recibió por privilegio anticipado en atención a los méritos de su Hijo para nosotros es la meta que tenemos por delante. Pero no es una meta utópica, sino real, algo que estamos llamados a alcanzar efectivamente y de lo que ya en cierta medida estamos participando, aunque no nos demos cuenta claramente.
María fue concebida sin pecado original, pero a su alrededor nadie lo notó. Cuando la gente la menciona en el Evangelio es para remarcar el origen “común” de Jesús. Eso significa algo muy importante: su especialísima concepción no la hizo menos humana sino más humana. La Inmaculada Concepción nos muestra que ser humanos y ser inmaculados o santos no son cosas contradictorias: cuanto más pecamos, menos humanos somos y menos “nosotros mismos”; cuanto más santos somos, por el contrario, somos más humanos porque realizamos más plenamente la verdad de nuestra vocación. Y esto apunta al corazón mismo del Misterio de la Navidad para la cual nos estamos preparando, núcleo que la tradición de la Iglesia expresa como el “admirable intercambio”: Dios, sin dejar de ser Dios, se hizo hombre, para que nosotros, sin dejar de ser humanos, podamos alcanzar a Dios.
*Gustavo Irrazábal es sacerdorte, miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton Argentina.

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