En el Evangelio, Jesús hace una referencia -muy sintética pero densa de sentido- a su segunda Venida:
“Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé. En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos” (Mateo 24, 37-38).
Notemos, ante todo, que la gente, en apariencia, no hacía nada de malo: comía y bebía (disfrutaba de la vida) y se casaba (proyecta el futuro). El problema es que sus vidas eran sólo eso. Vivían como si Dios no existiera y como si este mundo no fuera a pasar nunca, como esta vida terrenal fuera lo definitivo, lo eterno, en una palabra, como si fuera dios. Es lo que llamamos hoy la “mundanidad”.
No es casual que el protagonista de esa vida sea “la gente”, es decir, la masa, donde los individuos renuncian a su responsabilidad personal para vivir “como hacen todos”. En cambio, Noé (alguien con nombre, que no renuncia a su propia individualidad) es la contracara de “la gente”, porque va en contra de la corriente: cuando Dios le revela que aquel mundo debía acabar, siguiendo su mandato construye el arca que lo salvaría del fin. La gente vio a Noé construyendo el arca, pudo haberse preguntado por qué, pudo haber entendido el signo, pero decidió no hacerlo y seguir viviendo en una inconsciencia voluntaria.
Entonces, “llegó el diluvio y se llevó a todos”. No es una mera catástrofe sino un “castigo” de Dios. Pero no es un castigo que Dios inventa: el castigo divino consiste en permitir que las decisiones humanas produzcan sus propias consecuencias. La vida “mundana”, que se aferra a este mundo, se dirige por sí misma a la ruina, el fracaso y el vacío de sentido. Pero por eso mismo, el castigo no es indiscriminado, sino que cada uno recibirá lo que merece conforme a su decisión. “Dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán”.
El evangelio, entonces, nos advierte hoy sobre la mundanidad, que no incluye necesariamente perversión o graves pecados, porque consiste simplemente en vivir para este mundo. Pero es eso precisamente lo que la hace tan peligrosa. Los pecados graves son reconocidos inevitablemente por la conciencia de quien los comete, en cambio la mundanidad adormece la conciencia, nos hace sentir cómodos y satisfechos con este mundo, viviendo “como hacen todos”. Y es eso mismo lo que hace esas vidas tan impenetrables al anuncio cristiano: están demasiado satisfechas y tranquilas. La Palabra de hoy nos brinda dos indicaciones para superar este peligro:
Primero, la exhortación a despertar y velar. “No saben a qué hora vendrá el Señor”. A veces nos engañamos pensando que sabemos lo suficiente para proyectar nuestra vida y que tenemos todo bajo control, pero es una fantasía. El Señor nos compara con un dueño de casa que no sabe a qué hora de la noche puede llegar el ladrón para perforar la pared y saquearlo. Y precisamente porque no sabe cuándo esto puede ocurrir, debe velar. Nosotros debemos velar para que la venida del Señor no la vivamos como la venida de un ladrón, una irrupción indeseada y violenta que desbarata nuestros planes. Sólo quien vela en la esperanza podrá esta
r preparado y recibirlo con alegría.
La segunda enseñanza es que tenemos que ser como Noé que, a diferencia de “la gente”, asumió su responsabilidad personal ante Dios, y eligió construir el arca, pero no según un proyecto propio, sino siguiendo minuciosamente las instrucciones de Dios. Nosotros debemos construir nuestra propia arca, es decir, una vida que pueda trascender este mundo. Pero, como Noé, para realizar esta obra no debemos seguir nuestras propias ideas sino obedecer fielmente la voluntad de Dios.
El evangelio de hoy, que nos advierte sobre el peligro de la vida mundana, puede arrojar una luz potente sobre estos días previos a la Navidad, en los cuales, a nuestro alrededor, mucha gente vive en una actitud de mundanidad. El problema no son los festejos, la comida y la bebida, o los regalos que nos intercambiamos, sino querer llenar el corazón o aturdirlo con cosas, tratar de acallar con lo material el llamado interior de Dios. Vivir de esta manera es cerrarse a la esperanza. En pocos días recordaremos la historia del Salvador, que llegada la hora de nacer no encontró lugar entre los hombres, entre “la gente”, y fue dado a luz en un establo entre los animales. Depende de nuestra decisión personal que el Señor al nacer en esta Navidad, encuentre un nuevo lugar en nuestro corazón y en nuestra vida.

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