Por Sam Gregg
En 1948, Europa Occidental empezaba a sacudirse los escombros de la Guerra Mundial. Alemania seguía presa del racionamiento, su moneda valía cada vez menos y millones de personas dependían del mercado negro para sobrevivir.
La economía alemana seguía atada por las regulaciones que le habían impuesto los nazis durante la guerra. En aquel entonces a casi nadie extrañaba que los Aliados no hubiesen acabado con ellas: casi todo el mundo estaba convencido de que el futuro pasaba por la planificación. Los del New Deal de Roosevelt, los keynesianos y los socialdemócratas controlaban el poder.
“Casi todo el mundo”, he escrito. A principios de ese año, un economista desconocido llamado Ludwig Erhard fue nombrado director económico de las zonas ocupadas por los norteamericanos y los británicos. Nacido en Baviera y defensor del libre mercado, Erhard pasó la guerra en un instituto de investigaciones financiado por empresarios escribiendo sobre la Alemania de la posguerra. Erhard consideraba que la libertad económica era indispensable para la recuperación, y su nombramiento lo colocó en una posición idónea para poder llevar sus ideas a la práctica.
La revolución de Erhard se llevó a cabo en dos fases. En un primer momento, el 20 de junio del 48, se creó una nueva moneda, el marco alemán. Al día siguiente, mercancías que habían desaparecido porque la gente no confiaba en la moneda volvieron a aparecer. El segundo paso fue más difícil. Erhard sabía que el efecto de la reforma monetaria sólo perduraría si el marco reflejaba el precio verdadero de los bienes y servicios. Eso significaba abolir el racionamiento y los controles de precios, algo que no había sido aprobado por las autoridades aliadas. Aun así, el 24 de junio Erhard siguió adelante con su plan.
Los beneficios fueron inmediatos. El dinero reflejaba su verdadero poder de compra. La gente perdió el miedo a vender mercancías y las colas desaparecieron. Los incentivos empresariales se volvieron una realidad, y así comenzó la extraordinaria prosperidad alemana de la posguerra.
Erhard reconoció en muchas ocasiones su deuda intelectual con un pequeño grupo de economistas que, con gran riesgo personal, defendieron la libertad económica aun antes de 1939. A menudo llamados ordoliberales o neoliberales, gentes como Wilhelm Röpke habían criticado el deslizamiento alemán hacia el colectivismo desde que, en 1878, Otto von Bismark impuso aranceles. Röpke, un ferviente antinazi, huyó de Alemania en 1933. Su antinazismo incluía duras críticas al socialismo del programa nazi.
Los ordoliberales creían en la libre empresa y el libre mercado. Para ellos, el papel del Estado consistía en velar por la estabilidad monetaria, el imperio de la ley, el cumplimiento de contratos, los derechos de propiedad y los mercados abiertos. Estos economistas apoyaron las reformas de Erhard. Menos conocido es que muchos de ellos se convirtieron en críticos de las políticas económicas alemanas al poco de la Gran Reforma de 1948.
En 1950 Röpke advirtió, en un informe comisionado por el Gobierno, que había una “fuerte tendencia” a restringir exageradamente el mercado. Asimismo, Röpke insistía en que los gastos sociales y los impuestos no pueden sobrepasar cierto nivel “sin perjudicar los aspectos expansivos y concertadores de una economía de libre mercado”.
Las críticas de Röpke a los programas de bienestar aumentaron en los años siguientes. Así, censuró duramente la decisión del Gobierno Erhard (1957) de ajustar el programa de pensiones al costo de la vida: a su juicio, era un paso para convertir el sistema de bienestar en “una muleta para la sociedad”.
Esa muleta sigue estando ahí. Hoy, los partidos políticos alemanes ofrecen rebajar los impuestos al tiempo que prometen más gastos sociales. Eso no es financieramente responsable, pero los políticos saben que muchos alemanes no votarán por quien diga que va a reducir el Estado de Bienestar.
Röpke lamentó que el Gobierno no impidiera que los sindicatos establecieran monopolios laborales. En 1960 argumentó que tales monopolios tendrían por consecuencia la inflexibilidad salarial, que a su vez generaría desempleo. Pero eso sonaba alarmista en aquel entonces. Había poco paro. Hoy, cuando éste parece no tener remedio, nadie se burlaría de las predicciones de Röpke.
Röpke murió en 1966, y no vio sus predicciones convertidas en realidad. Pero todo político interesado en el tema debe leer su obra La economía de la sociedad libre, que aunque publicada en 1937 sigue siendo una brillante introducción al funcionamiento de los mercados. Röpke sabía que las economías de mercado se basan en unos pocos principios sencillos, y mantenía que no había nada de milagroso en la prosperidad de que disfrutó Alemania a partir de 1948: era un tanto que había que atribuir al mercado.
Alemania puede encontrar el remedio y la salvación a sus males en un pasado no muy lejano. Pero ¿hay algún político por allí que tenga el coraje de librar esa batalla? Quizá sea necesaria la intervención divina…
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*Publicado el 2 de Julio de 2008.
Fuente: http://www.fundacionburke.org/2008/07/02/no-hubo-milagro-aleman/
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