Por Sandro Magister para Religión en Libertad

1 de mayo de 2014

Es la encíclica que ha cogido como modelo, a pesar de ser la más contestada del último siglo. Bergoglio suscita grandes expectativas de cambio en materia de matrimonio. Pero también él, como Pablo VI, podría al final decidir «contra la mayoría”.

Cuatro Papas de golpe ante los ojos del mundo es un espectáculo único, escenificado el domingo 27 de abril. Dos en el cielo, el italiano Angelo Giuseppe Roncalli y el polaco Karol Wojtyla. Y dos en la tierra, el alemán Joseph Ratzinger y el argentino Jorge Mario Bergoglio. Tan cercanos, tan distintos. El pastor, el combatiente, el teólogo… ¿Y el último? Un enigma. A más de un año de su elección, aún hay que descifrar todo acerca de él.

Lo que es seguro es que el Papa Francisco habla una lengua nueva. En las homilías matutinas de Santa Marta, en las entrevistas, cuando se dirige a la multitud, simplifica drásticamente su lenguaje. En él la palabra hablada tiene primacía sobre la escrita, aún a costa de ser malinterpretado. Le basta que todos entiendan que la conciencia tiene una autonomía inviolable, que la Iglesia no quiere entrometerse en la vida espiritual de las personas ni condenar a los homosexuales, que el proselitismo es una «tontería».

Entre los católicos observantes muchos se sienten en dificultad por estas declaraciones cortadas con el bisturí; pero gracias a ellas su éxito entre los de fuera está asegurado. «Extra ecclesiam», Francisco es el Papa más popular de la historia. 

Y sin embargo Bergoglio no es nada tierno con lo que él llama el «pensamiento único» dominante, ateo y «libertino», el «nuevo opio del pueblo». Su visión del mundo es apocalíptica, un combate cósmico en el que el diablo es el gran adversario. Habla de él a menudo, especialmente en las homilías matutinas. No oculta su aversión a la llegada de las nuevas presuntas familias que no tienen «la masculinidad y la feminidad de un padre y de una madre». Es inflexible definiendo el aborto como un «delito abominable».

Pero es muy hábil evitando que sus denuncias se crucen explícitamente con las leyes, los actos de gobierno, las sentencias judiciales, los hechos de crónica, las campañas de opinión que, diariamente, en muchos países, confirman el avance precisamente de ese «pensamiento único» que él detesta. Y esto basta para que se le permita benévolamente hacer todo, siempre que quede en la abstracción.

En cambio, el Papa Francisco es muy concreto con otras categorías de la realidad que generan consenso, no polémicas.

Fue a la isla de Lampedusa, puerto de llegada de emigrantes, fugitivos y náufragos de toda África para gritar: «¡Vergüenza!». Pronto irá a Cassano all´Jonio, para condenar a los mafiosos, que tienen allí una guarida. Y después a Campobasso, donde es obispo ese Giancarlo Maria Bregantini al que pidió la redacción de los textos del Via Crucis del viernes santo en el Coliseo, llenos de compasión por los pobres, los prófugos, los parados. Ha telefoneado al líder político anticlerical Marco Pannella para darle su apoyo en la campaña por el trato justo a los encarcelados.

Pero dónde Francisco ha revelado más su estilo fue en la basílica de San Pedro el 27 de marzo, en la misa que celebró ante más de quinientos ministros, diputados y senadores italianos. Ni una sonrisa, ni un saludo. Y una homilía llena de reproches en la cual la palabra clave era «corrupción». Palabra que en el léxico de Bergoglio indica el endurecimiento del pecador en su pecado, sea éste el que sea, que le impide acoger el perdón de Dios. Pero que fue entendida prácticamente por todos, incluidos los políticos presentes, en su significado corriente, como el crimen concreto que se realiza bajo ese nombre.

En una opinión púbica que no sólo en Italia, sino en todas partes, es bastante hostil a los políticos, esta diatriba de Francisco ha aumentado su popularidad. Los objetivos contra los que él lanza sus flechas son los mismos contra los que muchísimas personas se lanzan, al menos con palabras. Es impensable que alguien critique al Papa cuando éste condena la mafia o la guerra.

El «¿quién soy yo para juzgar?», convertida en la clave de narración de este pontificado, vale ciertamente, como dijo él, para el homosexual que busca a Dios y es una persona de buena voluntad, pero también para muchas otras cosas y personas que Francisco ciertamente juzga, alineándose en pro y en contra y dando nombres y apellidos.

No se ha frenado y ha dirigido contra el Nuncio Scarano, el monseñor de curia arrestado por crímenes de índole financiera, aún en espera de juicio, un duro comentario: «No se parece a la beata Imelda».

Ni permanece callado cuando hay que apoyar las necesidades de los trabajadores, como hizo el miércoles después de Pascua cuando defendió a los cuatro mil obreros de la acerería de Piombino, en riesgo de cierre.

Es una habilidad muy sutil, de jesuita de la vieja escuela, esa con la que Francisco selecciona y afina los tiempos, los lugares y las referencias de lo que dice. También su modo de actuar es así. Se puede encontrar de todo, también las cosas más contrastantes, como en el caso del IOR, donde a la limpieza de las cuentas confiada a los carísimos mastines de la multinacional Promontory se une el mantenimiento en la silla, en el consejo de sobreintendencia, de los titulares de la oscura gestión anterior. Pero la habilidad de Francisco consiste precisamente en hacer que surja, de esta aproximación de sonidos, una música que atrae y que está perennemente suspendida, a la espera de un final que se desea siempre más.

La aventura del próximo sínodo de los obispos, convocado para tratar el tema de la familia, responde perfectamente a este esquema.

Sobre la cuestión que ya se ha convertido en el tema central del debate, la comunión a los divorciados vueltos a casar, Francisco continuamente alterna aperturas y clausuras. Cuando llegan señales desde Alemania, por parte de obispos de primer plano, de un “rompan filas” en favor de la comunión, el Papa hace que otro alemán, el prefecto de la congregación para la doctrina de la fe Gerhard Ludwig Müller, publique un firme “alto ahí” en «L´Osservatore Romano».

Pero después, manda delante de nuevo, como relator único en el consistorio llamado a debatir la cuestión, a otro alemán, el cardenal y teólogo Walter Kasper, que lucha desde hace treinta años para aflojar la prohibición a la comunión. Y se pone de su parte, elogiándolo calurosamente, incluso cuando otros cardenales se habían declarado en contra.

Bergoglio aplica a sí mismo este doble registro.

Ama confirmar su fidelidad a la doctrina de siempre, en este caso la indisolubilidad del matrimonio: «Ya conocemos la opinión de la Iglesia y yo soy hijo de la Iglesia».

Pero después parece alejarse de ella cuando se convierte en médico de cada alma individual, en ese desastrado «hospital de campaña» que es para él el mundo, lleno de heridos que hay que curar con urgencia. Como cuando telefonea a una mujer de Buenos Aires, casada civilmente con un divorciado, angustiada por la prohibición de la eucaristía, para decirle que comulgue «sin problemas» y que «vaya a tomarla en otra parroquia» si el párrocos se la niega.

«Hay que evitar sacar conclusiones en lo que se refiere a la enseñanza de la Iglesia» de las llamadas telefónicas del Papa, ha tenido que precisar el portavoz vaticano Federico Lombardi. Pero esto no atenúa su impacto sobre la opinión pública. En conjunto, el efecto de la estrategia de Francisco es un apremiante aumento de expectativas de cambio, que se harán más fuertes cuando en octubre el sínodo de los obispos se reúna con la tarea de recoger más propuestas que serán examinadas un año después en una segunda sesión del sínodo, que luego resumirá y ofrecerá al Papa las hipótesis de solución. Porque será Francisco, sólo él, quien tendrá la última palabra y decidirá si dar o no la comunión a los divorciados vueltos a casar, como también el cuándo y el cómo.

Por tanto, la decisión llegará a finales del año 2015 o inicio del siguiente, no antes, bajo la formidable presión ejercida por una opinión pública que, previsiblemente, estará casi toda ella a la espera de un sí.

Una similar y masiva presión para un cambio tuvo lugar en los años sesenta, cuando el Papa de entonces tenía que decidir sobre la licitud de los anticonceptivos con teólogos, obispos y cardenales alienados en una gran parte a favor. Pero en 1968 Pablo VI decidió en contra con la encíclica «Humanae vitae». Una encíclica que fue agriamente contestada por parte de enteros episcopados y con la desobediencia de innumerables fieles. Pero que hoy el Papa Francisco, como siempre también aquí sorprendente, ya ha dicho que quiere asumir como su proprio parámetro de referencia.

Efectivamente, hay que volver a leer con atención lo que ha dicho Bergoglio sobra esa encíclica en la entrevista al «Corriere della Sera» del 5 de marzo:

«Todo depende de cómo sea interpretado el texto de ´Humanae Vitae´. El propio Pablo VI, hacia el final, recomendaba a los confesores mucha misericordia y atención a las situaciones concretas. Pero su genialidad fue profética, pues tuvo el coraje de ir contra la mayoría, de defender la disciplina moral, de aplicar un freno cultural, de oponerse al neomalthusianismo presente y futuro. El tema no es cambiar la doctrina, sino ir a fondo y asegurarse de que la pastoral tenga en cuenta las situaciones de cada persona y lo que esa persona puede hacer».

El enigma Francisco está todo él contenido en este formidable elogio de la «Humanae vitae». Porque de este Papa «que viene del fin del mundo» nos podemos ciertamente esperar de todo, también que sobre la cuestión de los divorciados vueltos a casar tome al final una decisión «contra la mayoría»: es decir, una decisión que reconfirme de manera intacta la doctrina del matrimonio indisoluble, aunque esté dulcificada por la misericordia de los pastores de almas antes situaciones concretas.

Cuando el 27 de abril Bergoglio ha proclamado santo a Juan Pablo II, sabía con seguridad lo que el Papa emérito había dicho unas semanas antes sobre este gran predecesor suyo:

«Juan Pablo II no pedía aplausos y tampoco miraba a su alrededor preocupado por cómo serían acogidas sus decisiones. Él actuó partiendo de su fe y de sus convicciones y estaba dispuesto a asumirse los golpes. El coraje de la verdad es un criterio sobresaliente de la santidad».

Aunque experto en cultivar la opinión pública, el Papa Francisco no es persona que se deje encarcelar por ella.


Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España