Por Gabriel Zanorri para Filosofía para mí.
Octubre 2013
He “atendido” a muchos chicos y chicas entre sus 18 y 25 años, como profesor y confidente. Los he visto sufrir al extremo su búsqueda del amor sincero, sus expectativas frustradas, sus problemas vocacionales, sus peleas con sus padres, sus angustias, sus obsesiones, sus fobias, sus corazones abiertos, heridos y anhelantes, y su escepticismo, su desencanto, su rabia, su llanto.
Diez o veinte años después, los veo, a muchos de ellos, felices, radiantes, colocando las fotos de sus hijos en Facebook. Es como si todo hubiera sido curado, redimido, por esos dos ojitos indescriptiblemente bellos. Y no es que nacieran de una primera relación perfecta. Muchos de ellos nacieron cuando no eran deseados, de la pareja odiada o repentina, de la situación difícil, del imbécil con el que no sé cómo me casé, de la loca esa, etc. Otros nacen de una mejor relación, pero después de muchos años de frustración y búsqueda en todo sentido.
Pero nacen.
La vida se abre paso. Allí, en el medio de todos nosotros, los neuróticos woodyallinescos que lo trajimos al mundo, está él, el divino perverso polimorfo, poli-morfando todo J y mirando divertido a estos locos adultos que constituyen su insólito mundo. Allí, en medio del abuelo con pañales, de la tía soltera e histeroide que dice “suerte que no me casé”, del padre que no entiende nada, de la madre que abraza desesperadamente a su niño, su único hombre confiable; en medio de tíos con cara de poker y sobrinos mirando todo el día a su celular, en medio de todo ellos, en medio de todos nosotros, con nuestro presente pintoresco y nuestro pasado angustioso, está el. El niño. El nació. Y con su vida, con sus llantos, sonrisas y miradas, con el pipí que sale para cualquier lado y su olorosa y adorable caquita, con sus gu-gu, ga-ga, gue-gue, que anuncian el habla que está aprendiendo, con su fiebre que sube y que baja, con su quedarse dormido en nuestros brazos, derritiendo nuestras entrañas, con todo eso, parece decirnos que… Basta. Que la vida sigue, que no hay tiempo para angustias. El bebé parece redimir nuestro aferramiento a la neurosis. El pone las cosas en su lugar y le da a todo su justa importancia. Ya no hay tiempo para nuestros pequeños odios, rencores y pases de factura; algunos parientes que parecían ser una molestia de repente dejarán de serlo y otros se borrarán de golpe, y sabremos apreciar la diferencia entre ayudar y molestar, entre hablar y decir sandeces, entre tomar decisiones o vivir paralizados en duelos no resueltos. No, ya no hay tiempo: ellos mandan y si somos neuróticos normales sabremos obedecer.
Pero cuidado, no es automático, y no es mágico. Si nos distraemos, puede ser un parche que dure un buen tiempo, pero cuando el último pájaro del nido voló, volveremos a lo de siempre. ¿No era un tiempo para recomenzar? Cuando ese bebé tenga 40 y sea igual de tonto que nosotros, ¿no habremos pasado nuestra amargura de una generación a otra? Ese nacimiento, ¿no era un momento para crecer nosotros también? Y de ese crecimiento, ¿no saldrá acaso un diálogo cotidiano, diario, permanente, al principio como canción de cuna y luego como la mirada verdaderamente adulta que el hijo necesita? Y de ese crecimiento, de ese haberse dejado transformar por la vida, ¿no saldrán años con más sabiduría? También he visto amigos de mi edad que han convertido su paternidad en una ofrenda y aunque estén más gordos, J su mirada ha aligerado el peso de sus neurosis juveniles. Y sus hijos, aunque humanos, tienen la mirada hacia adelante.
Los niños nacen. Como la luz del sol en una mañana de verano, ellos limpian y cauterizan las heridas de nuestro corazón: sus ojos limpian los nuestros. Pero no mágicamente. Cuando nazca tu niño, hazte niño y crece con él. Es una segunda vida, una segunda oportunidad, una bendición, una verdadera redención.
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