23 de marzo de 2017
Fuente: Revista Criterio
Por Gustavo Irrazábal
Tanto para la ética como para el derecho somos responsables ante todo por las acciones que elegimos llevar a cabo, y no por nuestras intenciones o motivaciones. Si yo infiero deliberadamente un daño físico a un rival para ganar la competencia, nadie discutirá que dicha acción se llama “lesionar” y no “competir”. Si yo le quito dinero a mi vecino con el fin de comprarme entradas para un recital, dicha acción se llama “robar” y no “conseguir entradas”. Porque en tales casos “lesionar” o “robar” es exactamente lo que elijo hacer, más allá de que mis propósitos últimos puedan agravar o atenuar mi responsabilidad. Si cada uno pudiera describir sus propias acciones en términos de sus motivaciones subjetivas y no de lo que libremente elige y en concreto hace, sencillamente desaparecerían tanto la ética como el derecho.
De la misma manera, cuando un grupo de personas se congrega en el espacio público para dar a conocer públicamente sus quejas y reclamos, su acción puede denominarse “manifestar”, aunque sus desplazamientos puedan provocar problemas de tránsito. Pero cuando un grupo de personas se reúne para cortar una calle o una autopista, esa acción ya no se puede llamar “manifestar”, porque lo que eligen hacer en modo directo es privar a los demás de su legítimo derecho de circular libremente. Es cierto, su motivación es dar a conocer su reclamo, pero la acción que realizan es el bloqueo de la vía pública con el fin de causar trastornos a los demás ciudadanos y por ese medio llamar la atención de las autoridades o presionarlas. En una palabra, quienes practican cortes perpetran una maniobra extorsiva tomando al resto de la ciudadanía como rehén. Está fuera de lugar el intento de justificar su conducta aduciendo que son las víctimas de una sociedad injusta y desigual. Precisamente, prohibir o sancionar estas conductas significa respetar a sus agentes como ciudadanos responsables, mientras que por el contrario, la condescendencia ante estos ilícitos es tratar a los (no siempre) pobres no como personas sino como vacas sagradas, “intocables” no por respeto a su dignidad, sino como objetos de un tabú alimentado por la mistificación de unos y el sentimiento de culpabilidad de otros.
Los piquetes fueron primero reacciones espontáneas de pequeños grupos de desesperados en zonas sumergidas del Norte argentino. De ahí pasó a ser rápidamente algo muy distinto: un instrumento de acción política, de pobres y no pobres por igual, sin que nadie se atreviera a alzar la voz para advertir sobre la diferencia con el fenómeno original. Finalmente se convirtió en una actitud cultural firmemente instalada en todas las clases sociales, un signo claro no sólo del poco respeto que nos queda por la ley, sino del poco respeto que tenemos los unos por los otros. Y hoy, por supuesto, organizado en escala, puede convertirse en una invalorable herramienta de desestabilización institucional.
Cuando el lenguaje jurídico o ético se desentiende de la realidad de las cosas, y sobre todo de la realidad de las acciones humanas, los problemas no tardan en multiplicarse. Manifestar y cortar una calle son dos acciones realmente distintas, y el derecho a lo primero de ninguna manera incluye o implica el derecho a lo último. Mientras no se llamen las cosas por su nombre, será imposible encontrar una solución compatible con el imperio de la ley y aceptable para todos.