La opción benedictina. Una reflexión*

Primera parte

“Sólo quien se da a sí mismo crea futuro. Quien sólo quiere enseñar,
quien sólo desea cambiar a los otros, permanece estéril”.
Joseph Ratzinger, “El futuro de la Iglesia” (1969)

 “Escuchemos la voz de San Benito: de la soledad interior,
del silencio contemplativo, de la victoria
sobre el rumor del mundo exterior,
de este «habitar consigo mismo», nace el diálogo consigo y con Dios”.
Juan Pablo II, “Alocución en la Abadía de Montecassino
(18 de mayo de 1979)

 

Recientemente, está habiendo un intenso debate entre varios intelectuales en los Estados Unidos sobre el rol que deben desempeñar los creyentes en la vida pública. Esto adquiere especial relevancia en un entorno social marcado por la secularización, el relativismo e incluso la persecución de baja intensidad a los creyentes[1], por no mencionar las legislaciones que avanzan en líneas contrarias a la ley natural y el respeto a la libertad religiosa.
Esta discusión se ha intensificado durante los últimos meses con motivo de la publicación por parte de Rod Dreher, de un libro titulado The Benedict Option: A Strategy for Christians in a Post-Christian Nation (La opción Benito: Una estrategia para cristianos en una nación post-cristiana). Mucho se ha hablado sobre la “opción benedictina”. El origen de esta expresión la toma Dreher de un famoso libro del filósofo moral escocés Alasdair MacIntyre, publicado en 1981, titulado After Virtue (Tras la virtud, la cita específica y un comentario se pueden leer aquí). Rod Dreher, editor de The American Conservative, es un conocido periodista y blogger. Su viaje interior le ha llevado por diversas situaciones vitales, primero pasó del protestantismo al agnosticismo, y posteriormente al catolicismo. En la actualidad es ortodoxo. La tesis de su libro ha sido contestada por otros autores y ha sufrido varias interpretaciones y reinterpretaciones. Incluso le han preguntado al propio MacIntyre en una conferencia por el libro de Dreher. MacIntyre discrepa de la obra. Considera que el libro de Dreher “utiliza una línea de su libro” pero que “no se apoya en sus ideas” (véase aquí, el minuto 1:07:00).
Publicados con pocos meses de diferencia, se suman al libro de Dreher, la obra de uno de los obispos católicos más respetados de los Estados Unidos, Charles J. Chaput, que publicó Strangers in a Strange Land: Living the Catholic Faith in a Post-Christian World (Extraños en una tierra extraña: viviendo la fe católica en un mundo post-cristiano), y el libro del profesor católico en el Providence College, reconocido traductor de la obra de Dante, Anthony Esolen, Out of Ashes: Rebuilding American Culture (De las cenizas: reconstruyendo la cultura americana). La tesis compartida por los tres autores consiste en asumir que los cristianos ya constituyen una minoría moral. En concreto, la propuesta de Dreher no es tanto perseguir una nueva huida al desierto ni apostar por la vida monacal sino apelar a la figura de San Benito, en virtud de cierto paralelismo histórico que constata entre la época en la que vivió padre del monacato occidental y la nuestra. Dreher quiere poner de manifiesto cómo la figura, testimonio y enseñanza de San Benito pueden iluminar nuestro mundo y darnos pistas para actuar en el presente.
En realidad, la tesis no es nueva, y va mucho más allá de la obra de MacIntyre. De hecho, la figura de San Benito, ha ido adquiriendo cada vez más importancia a lo largo del siglo XX, siendo declarado Padre de Europa, por Pío XII (1947), y Patrono Principal de Europa por Pablo VI (1964). Juan Pablo II añadió como patronos a los Santos Cirilo y Metodio, a Santa Catalina de Siena, Santa Brígida y Santa Edith Stein, todos pertenecientes al estado monástico. Sin embargo, un lugar especial en la referencia a la opción benedictina debe ser reservado para Joseph Ratzinger/Benedicto XVI, quien en innumerables ocasiones mencionó la figura de San Benito como una figura de referencia para volver a dar cimientos sólidos a la cultura cristiana no solo europea sino occidental, e incluso universal. Por ejemplo, en la última conferencia que el entonces cardenal ofreció antes de ser elegido Sumo Pontífice, Joseph Ratzinger dijo:
“Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo. El testimonio negativo de cristianos que hablaban de Dios y vivían contra Él, ha oscurecido la imagen de Dios y ha abierto la puerta a la incredulidad. Necesitamos hombres que tengan la mirada fija en Dios, aprendiendo ahí la verdadera humanidad. Necesitamos hombres cuyo intelecto sea iluminado por la luz de Dios y quienes Dios abra el corazón, de manera que su intelecto pueda hablar al intelecto de los demás y su corazón pueda abrir el corazón de los demás.
Sólo a través de hombres que hayan sido tocados por Dios, Dios puede volver entre los hombres. Necesitamos hombres como Benito de Nursia, quien en un tiempo de disipación y decadencia, penetró en la soledad más profunda logrando, después de todas las purificaciones que tuvo que sufrir, alzarse hasta la luz, regresar y fundar Montecasino, la ciudad sobre el monte que, con tantas ruinas, reunió las fuerzas de las que se formó un mundo nuevo. De este modo Benito, como Abraham, llegó a ser padre de muchos pueblos. Las recomendaciones a sus monjes presentadas al final de su «Regla» son indicaciones que nos muestran también a nosotros el camino que conduce a lo alto, a salir de la crisis y de los escombros.” (Joseph Ratzinger, “Europa en la crisis de las culturas”, Subiaco, Italia, 1 de abril de 2005, Libreria Editrice Vaticana).
*  *  *
¿Cuáles son las referencias que ofrece Joseph Ratzinger/Benedicto XVI de la figura de San Benito y en qué consistiría su relevancia para el contexto de crisis que vive la cultura cristiana occidental? Responder esta pregunta nos permitirá ofrecer un juicio más riguroso sobre las virtualidades y puntos débiles presentes en la propuesta de Rod Dreher.


Segunda parte
“No sabemos cómo seguirá Europa su camino (…) Hay que dar la razón a Toynbee en que
el destino de una sociedad depende una y otra vez de minorías creadoras.
Los creyentes cristianos deberían verse a sí mismos como una minoría creadora,
 y contribuir a que Europa recupere lo mejor de su herencia y así sirva a toda la Humanidad.”
Joseph Ratzinger, “Conversaciones sobre Europa” (2000)[2]
 
“Las civilizaciones no mueren asesinadas sino que se suicidan.”
Arnold J. Toynbee, A Study of History, (1947)[3]
 
Hablar de opciones vitales mirando hacia el pasado suele ser una tendencia –¿o tentación? muy común. Como era de esperar, buena parte del debate en los Estados Unidos sobre la “opción benedictina” se redujo a una interpretación superficial del tema. La discusión se circunscribió, en buena medida, a modos de vida que supondrían una estrategia más “exitosa” para enfrentar los problemas sociales contemporáneos. Surge así un debate sobre si “vida monástica” o si “vida laical”, que pierde el foco sobre cuál sería el mejor modo de abordar los desafíos que enfrentan los cristianos en la vida contemporánea. En cierta medida era de esperar. En efecto, apelar a un nombre específico –en este caso, San Benito– conduce casi inevitablemente a este tipo de comparaciones, que resultan algo burdas.
Es evidente que cuando el Santo Padre Benedicto XVI mencionaba la figura de San Benito no lo hacía simplemente por señalar que deberían aumentar las vocaciones a la vida contemplativa –lo cual, obviamente, sería algo muy bueno–. Es indudable, no obstante, que la figura de San Benito ocupa un sitio muy especial en la vida espiritual de Benedicto XVI. En el libro “Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald”, el entonces Cardenal Joseph Ratzinger apela en varias ocasiones a la figura de San Benito. Es sintomático, además, que la obra es fruto del diálogo que pudo mantener el entrevistador, Peter Seewald, con Ratzinger, que tuvo lugar en un sitio cargado de simbolismo, la Abadía benedictina de Montecassino, a lo largo de cinco días de oración y reflexión.
Al hilo del diálogo entre el periodista y el cardenal surgen varias ideas dignas de consideración. A la pregunta sobre cuál es la labor de las órdenes monásticas en la Iglesia del futuro, Ratzinger ofrece una reflexión de gran agudeza. El cardenal considera que: “tiene que haber diferentes niveles de imitación (de Cristo), no todo el mundo tiene encomendada la misma tarea. También son formas esenciales e insustituibles de la imitación vivir adecuada y plenamente la fe en la respectiva profesión, ya sea la política, las ciencias, el oficio, las profesiones más sencillas. Pero también son necesarios los que ofrecen su vida entera a la fe, y constituyen la reserva interna de la fe para anunciar, para espiritualizar la Iglesia. Creo que esta estructura heterogénea será muy importante para el futuro de la Iglesia. Siempre habrá lugares a los que puedan retirarse las personas, que les permitan vivir una vida de oración durante todo el día, donde la oración marque el ritmo de la jornada”[4].
La figura de San Benito también tiene su importancia por las analogías que pueden trazarse entre el contexto cultural que vivió el santo de Nursia y la situación actual. La Abadía de Montecassino se construye el mismo año en que se produce el cierre de la Academia platónica de Atenas. Una coincidencia de gran simbología. Un mundo cultural se desvanece al hilo que uno nuevo –asumiendo lo mejor de la tradición antigua– empieza a surgir. Este hecho histórico y su significado son analizados por Ratzinger del siguiente modo: “Creo que esta coincidencia temporal fortuita entre el cierre de la Academia de Atenas, que había sido el símbolo de la cultura de la antigüedad y el comienzo del monasterio de Montecassino, que se convierte, como quien dice, en la Academia de la cristiandad, tiene enorme importancia. Es ciertamente el ocaso del mundo. El Imperio romano se ha derrumbado, Occidente se desmembra en múltiples fragmentos y prácticamente deja de existir en cuanto tal. Lógicamente, esto supone una amenaza de ruina para toda una cultura, pero San Benito la pone a salvo y la hace renacer. Y con ello responde por completo a una directriz de los benedictinos, succisa virescit (‘con la poda, reverdece’). El daño se convierte, en cierto modo, en un renacimiento”[5].
La tradición benedictina no supone un cambio meramente intelectual o en el modo de pensar. Su impacto va mucho más allá, contribuyendo a una renovación total del modo de situarse el hombre en el mundo, la fe se encarna en la vida, y transforma el ethos cultural. No se debe perder de vista el ordo (orden) de esta transformación. El benedictino no es que desea cambiar el mundo y para ello orienta su vida hacia Dios. Este movimiento implicaría instrumentalizar la fe para lograr un objetivo secular o intrahistórico. Puede haber muy buena intención en ello, pero es una empresa, a la larga, condenada al fracaso porque violenta el recto orden del amor (ordo amoris) de la caridad cristiana. De algún modo, los benedictinos intentando directamente la imitación de Cristo en la escuela del servicio divino generaron, como consecuencia no directamente buscada, la transformación el ethos cultural europeo. Este movimiento es radicalmente inverso al de las ideologías –que se presentan como un entramado teórico-intelectual para darle sustento, a modo de justificación, a una posición práctico-vital previamente adquirida en la que se presenta el deseo de aumentar poder e influencia; y todo esto es el principal motor que incentiva la acción. Al contrario de ello, “en principio, los benedictinos querían crear sencillamente un ámbito de oración siguiendo la tradición monástica. Lo importante era que allí el trabajo manual, el transformar la tierra en un jardín y el servicio a Dios se imbricasen convirtiéndose en un todo. El lema ora et labora (‘reza y trabaja’), expresa con claridad meridiana esta estructura de la comunidad benedictina. El servicio a Dios siempre tiene prioridad. Es esencial porque Dios es lo más importante. Recorre el día y la noche, acuña y forma el tiempo, haciendo madurar así una cultura elevada y pura. Pero a la vez hay que reconstruir y renovar la tierra a partir del ethos del culto divino”[6].
En todo caso, si hay algo en lo que la tradición benedictina puede servir de enseñanza para los distintos movimientos laicales contemporáneos es en la claridad respecto del orden de fines, y en la necesidad de mantener una sana independencia respecto de las estructuras gubernamentales para conservar en el centro la búsqueda del Rostro y la vida de la Gracia. La transformación de la cultura circundante no debe ser el fin primeramente buscado en la vida cristiana. De hecho, esa transformación puede acontecer –y de hecho así sucede la mayoría de las veces– largos años después de la existencia de quien la ha inspirado. Además, no se debe perder de vista que aparentes éxitos hoy en la expansión de la cultura cristiana (que uno puede observar en la propia vida), pueden engendrar en paralelo, la semilla de la propia autodemolición de esa cultura –si esta no estaba arraigada sobre suelo firme–, mañana. Un ejemplo histórico clásico se produce con la conversión de Constantino y el cese de la persecución de los cristianos. Por un lado, ello permitió terminar con el martirio que sufrían los cristianos de los primeros siglos del cristianismo, pero al mismo tiempo se produjo una transformación en la relación entre el cristianismo y el poder político, que no estuvo exenta de problemas[7].
En efecto el cristianismo en sus inicios se opone al poder político, y en nombre de la verdad, sostiene el primado y la libertad de la conciencia (de ahí la contemplación del martirio como opción vital más acorde con ese primado de la libertad y la conciencia). Sin embargo, una vez que el Imperio se convierte al cristianismo se produce un nuevo modo de ver la relación entre la conciencia y el poder político, como señala Martin Rhonheimer, en este nuevo período “en nombre de la verdad e incluso con la ayuda del poder político, se tiende simultáneamente a uniformar las conciencias, procurando que se considere ilegal todo intento de criticar la integridad de la fe cristiana”[8].
Al mismo tiempo, “el enorme éxito y la extraordinaria rapidez con que se cristianizó la sociedad y cultura antiguas”, ocasionaron –de modo indirecto– “una presión hacia el conformismo social, al que difícilmente podían sustraerse sobre todo los intelectuales y las capas dirigentes de la sociedad, si no querían acabar ‘socialmente muertos’, discriminados en sus perspectivas sociales y profesionales. Esta misma razón puede asimismo explicar el difundido decaimiento del fervor cristiano con respecto al de los primeros tiempos, en buena parte debido también a una cristianización a menudo esquemática y superficial”[9].
Benedicto XVI/Joseph Ratzinger, en su obra Jesús de Nazaret (Del bautismo en el Jordán a la transfiguración, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2007), conecta las tentaciones de Jesucristo con esta búsqueda de instrumentalizar el poder político para extender el bien sobre la tierra, y la amenaza que ello supone para una auténtica vida de fe. Se trata de una idea de fuerte impronta escatológica: “Pero volvamos a la tentación. Su auténtico contenido se hace visible cuando constatamos cómo va adoptando siempre nueva forma a lo largo de la historia. El imperio cristiano intentó muy pronto convertir la fe en un factor político de unificación imperial. El reino de Cristo debía, pues, tomar la forma de un reino político y de su esplendor. La debilidad de la fe, la debilidad terrena de Jesucristo, debía ser sostenida por el poder político y militar. En el curso de los siglos, bajo distintas formas, ha existido esta tentación de asegurar la fe a través del poder, y la fe ha corrido siempre el riesgo de ser sofocada precisamente por el abrazo del poder. La lucha por la libertad de la Iglesia, la lucha para que el reino de Jesús no pueda ser identificado con ninguna estructura política, hay que librarla en todos los siglos. En efecto, la fusión entre fe y poder político siempre tiene un precio: la fe se pone al servicio del poder y debe doblegarse a sus criterios[10].
Finalmente, Benedicto advierte en qué medida esta tentación sigue presente en la actualidad: “El imperio cristiano o el papado mundano ya no son hoy una tentación, pero interpretar el cristianismo como una receta para el progreso y reconocer el bienestar común como la auténtica finalidad de todas las religiones, también de la cristiana, es la nueva forma de la misma tentación. Esta se encubre hoy tras la pregunta: ¿Qué ha traído Jesús, si no ha conseguido un mundo mejor? ¿No debe ser éste acaso el contenido de la esperanza mesiánica? (…) En el Antiguo Testamento se sobreponen aún dos líneas de esperanza: la esperanza de que llegue un mundo salvado, en el que el lobo y el cordero estén juntos (cf. Is 11, 6), en el que los pueblos del mundo se pongan en marcha hacia el monte de Sión y para el cual valga la profecía: “Forjarán de sus espadas azadones y de sus lanzas podaderas” (Is 2, 4; Mi 4, 3). Pero junto a esta esperanza, también se encuentra la perspectiva del siervo de Dios que sufre, de un Mesías que salva mediante el desprecio y el sufrimiento”[11].
Los escándalos, que de modo recurrente suelen dañar el testimonio de vida cristiana que movimientos laicales deberían ofrecer, muchas veces son fruto de esta tentación por la que se quiere influir, “para bien” obviamente, en la sociedad; y para ello se intenta acceder a puestos de influencia y de poder (sea a nivel eclesiástico, político, mediático, cultural, artístico, etc.), intentando con ello evangelizar, pero casi de modo implícito, mediante un ejercicio “de excelencia” de la actividad profesional en cuestión. Paradójicamente, se suele asociar esa excelencia con la adquisición de mayores cotas de poder. Gusta decir que en estos ambientes se debe aplicar lo que Cristo parece enseñar al decir “sed, pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas” (Mt., 10, 16). Es sintomático de esta actitud el modo como se interpreta la enseñanza de Cristo, como si se tratara de una cita del Príncipe de Maquiavelo, que habilitaría a los cristianos a comportarse como si fueran maestros opacos del marketing. Sin embargo, si todo esto se hace con la intención de aumentar cotas de poder “en nombre de la evangelización y de defender la cultura cristiana”, estaría legitimado. Sin embargo, la tradición de la Iglesia ha interpretado esas palabras en otra perspectiva bien opuesta. Las distintas glosas que compendia Tomás de Aquino, de esta cita evangélica, en su obra la Catena aurea lo ponen bien de manifiesto: “la dulzura es lo que se debe desplegar en medio de los lobos” (San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 33, 1). “Es preciso no olvidar que es contra éstos, contra quienes somos enviados como ovejas, en medio de los lobos, a fin de que nos preservemos de la mordedura del mal, conservando el sentido de inocencia” (San Gregorio, in Mathaeum, 17, 4). “A fin de evitar con la prudencia las emboscadas y con la sencillez el mal. Y pone por ejemplo a la serpiente, porque este animal, con objeto de defender su cabeza, donde tiene la vida, la oculta con todo su cuerpo; de la misma manera debemos nosotros proteger aun con peligro de todo nuestro cuerpo a nuestra cabeza, que es Cristo, esto es, debemos conservar pura y sin mancha nuestra fe” (San Jerónimo).
En síntesis, más allá de las coyunturas concretas, el testimonio de San Benito sirve como antídoto para no degradar a la “ética cristiana”, convirtiéndola en una especie de “estrategia espiritual”, de fuerte componente manipulador. Este modo de proceder siempre será indigno del obrar cristiano y contrario al sentido más genuino de la enseñanza cristiana, aunque se haga esto viviendo con misa diaria, encomendándose al Espíritu Santo y en nombre del bien de la Iglesia. Que ya es sabido que el camino al infierno está lleno de buenas intenciones (Pascal).
En efecto, caer en una techné de la evangelización, algo que a veces parece subyacer a los intereses por generar “estrategias” para el apostolado y la evangelización (como si la transmisión de la Buena Noticia se pudiera compendiar en una especie de libro de autoayuda del tipo “Cómo convertir a su vecino o conocido a la fe católica. Hágalo en 7 pasos”), tal vez termine suponiendo un paso más en la visible implosión de los modos meramente humanos de expandir cuotas de influencia social de la fe católica en la vida pública. De hecho, no hace falta observar más que a los santos. En efecto, cada vez que un santo arriba en la historia humana, realiza un carisma particularmente necesario y fundamental en la vida de la Iglesia, haciendo esto en la época concreta en la que le toca vivir. Son los santos quienes introducen nuevos tipos de vida –y de comprensión de la Fe, en un tiempo histórico concreto. Cada santo crea, en cierta medida, un nuevo modo de vivir la vida cristiana, que no tiene precedentes en la historia anterior, y que no es una copia o reciclaje artificial de modos de vida anteriores; piénsese por ejemplo en San Benito, en San Francisco de Asís, en Santo Domingo de Guzmán, en San Ignacio de Loyola, en Santa Teresa de Jesús, en Santa Teresa de Calcuta, y en tantos otros). Sin embargo, estas personas no estaban muy preocupadas por “el estado del mundo”, simplemente respondían a una llamada vocacional personal, en la que encontraban su realización y sentido, y de la que no especulaban sobre los eventuales frutos que podría dar; de hecho muchos de ellos ni siquiera veían los frutos en vida.
Muchas de las discusiones actuales sobre el mejor modo de vida cristiana en el mundo pierden de vista todo esto y se deslizan en la peligrosa pendiente que les lleva a convertirse en meros “programas para la reforma”. Sin embargo, la reforma genuina, en la Iglesia especialmente, no proviene de “programas” sino a través de nuevas formas de vida generadas por nuevos tipos de santos. La lógica de los programas de reforma, en temas de fe, amenaza con cristalizar las minorías morales creativas, convirtiéndolas en grupos que terminan siendo una especie de guarderías para adultos. Me refiero a que se con ello se corre el peligro de generar instituciones o ámbitos donde conviven personas aniñadas, adultos con psiquis dependientes, donde entregan el criterio propio por el seguimiento de reglamentos y normas, que no terminan de interiorizarlas, porque no son más que una estructura de criterios formales, y coyunturales, de acción. Seguir criterios de este modo no da paz y energía genuina al alma, y ello a pesar de que sean presentados como si fueran la voluntad de Dios.
En suma, conviene no hay que olvidar lo obvio, son los santos –no los programas– los que dan Vida (sobrenatural) al mundo, porque son ellos quienes se constituyen en canales de la Gracia entre la vida de los hombres. Son los santos quienes dan testimonio vivo mediante la vida sacramental, la oración y la adoración, de la presencia del Señor entre los hombres.
Conclusión: ¿Cómo interpretar los signos de los tiempos?
¿Cómo identificar las auténticas amenazas a la vida cristiana en el mundo de hoy? ¿Vienen estas amenazas principalmente desde la aparente “anarquía” de la libertad y la vida social o provienen de la omnímoda presencia de las estructuras estatales avanzando sobre todas las esferas de la vida social? De alguna manera estas son las preguntas centrales sobre las que pivotan las distintas posiciones enfrentadas entre los pensadores cristianos envueltos en el debate. En buena medida, existen muchos cristianos en los países desarrollados que parecen no terminar de asumir que algo así como una “re-cristianización” de la vida política es una empresa, en las actuales circunstancias, condenada al fracaso. Incluso aunque pudiera constituir una estrategia de éxito, desde el punto de vista de la ética cristiana, no considero que sea moralmente legítimo embarcarse en la tarea. Todavía está muy presente la idea de que hace falta aumentar cuotas de poder político para hacer más fácil (y respetuosa con sus convicciones) la vida de los cristianos en la sociedad[12].
No se trata de dar una respuesta a modo de receta universal porque a pesar de la globalización, afortunadamente, las realidades eclesiales y de la sociedad civil son muy distintas, no solo entre regiones o continentes. Incluso entre países que conforman regiones culturales y económicas muy integradas, como es el caso de Europa o en algunos países de Sudamérica, las realidades socioculturales son muy diferentes. No obstante, creo que se puede dar una pista que sirva de orientación si observamos los marcos de libertad que se ofrecen en los distintos contextos socio-culturales. El sacerdote y filósofo suizo, Martin Rhonheimer, en un estudio sobre la relación del cristianismo y el estado secular, utiliza el concepto de “sistema de Iglesia del Estado social” como diagnóstico de un marco institucional problemático donde la relación entre política e Iglesia queda difuminada fruto de la elevada dependencia de las distintas instituciones eclesiales de los presupuestos gubernamentales. Cito en extenso al autor mencionado: “Asumiendo el riesgo de atentar contra la “corrección política” –también la intraeclesial–, quisiera ilustrar esto como sigue (este mismo problema se da también mutatis mutandis en otros casos): se suele justificar la cercanía de la Iglesia a la política y al Estado mencionando la importancia de su misión social y caritativa, la denominada “diaconía eclesial”. En Alemania, por ejemplo, la organización oficial Caritas es de hecho hoy en día, con aproximadamente 500.000 empleados en ese campo, el mayor empleador no estatal, con diferencia sobre el siguiente, de todo el país (en conjunto la burocracia del bienestar alemana cuenta con aproximadamente 1,5 millones de trabajadores, cuya profesión consiste en repartir enormes sumas de dinero procedente de los impuestos y con ese dinero hacen que se les paguen también los salarios de los que viven). Ahora bien, Caritas forma parte desde hace largo tiempo del sistema social estatal que se nutre de los impuestos y es corresponsable del endeudamiento estatal, que también en Alemania es cada vez mayor, más preocupante y a la larga inasumible. De esa forma, por falta de distancia política la diaconía eclesial –y la Iglesia– se han convertido ellas mismas en parte de un grave problema político y económico. Pero este impide a la Iglesia llamar a ese problema por su nombre. Para no minar su propia actividad y no desacreditar a sus propios trabajadores tiene que nadar a favor de la corriente política. Se ha desarrollado así –por analogía con el “sistema de Iglesia imperial”– de la Alta Edad Media– un “sistema de Iglesia del Estado Social”. La Iglesia se encuentra tan inmersa en las estructuras del Estado fiscal y social redistribuidor que ya no es libre para cuestionar un sistema que cada vez contradice más un principio esencial de la doctrina social de la Iglesia: el de subsidiariedad. En efecto, debido a su entrelazamiento con el Estado y la política, la Iglesia apoya en realidad el sistema del Estado de bienestar con sus burocracias, que a causa de la inmensa carga fiscal y de la socavación de la autorresponsabilidad y de la previsión del futuro privada que comporta es corresponsable de la erosión, es más, de la paulatina destrucción de la familia, y al mismo tiempo impide el surgimiento de redes de solidaridad de la sociedad civil de base privada y voluntaria que son más humanas y eficientes que las burocracias estatales”[13].
¿Qué se sigue de todo esto para el futuro? Un marco ciudadano en el que será cada vez más necesario un cristianismo vivido, y un claro fin de la relación opaca entre Estado e “Iglesia del Estado” –incorporo la traducción del concepto que propone Rhonheimer para describir ese entrelazamiento mundanizante entre Estado e Iglesia–. A cambio de esto, conviene potenciar más liberta y autorresponsabilidad de las personas, familias y sociedad civil. De este modo, un estado solo podrá tener una identidad cristiana en la medida en que sus ciudadanos puedan hacer eso realidad mediante el testimonio encarnado de una vida cristiana. Solo de podrá decir que un estado es cristiano, en la medida en que en ellos haya una mayoría social de cristianos convencidos y que vivan su fe de modo coherente. Solo de este modo, coincido con Rhonheimer, seguirá siendo posible la presencia de la religión en el espacio público, porque sería expresión de fe de una sociedad civil resiliente donde ciudadanos comprometidos viven efectivamente su fe en la sociedad. Nuevamente, al pensar sobre lo que nos depara el futuro, Joseph Ratzinger apela al testimonio de Benito y su regla:
“En cierto modo, Benito también fue considerado un Moisés, alguien que proporciona pautas de conducta. Aunque las de Benito proceden de Cristo, que ha llevado la ley mosaica a su culminación definitiva de forma que puede convertirse en una regla de conducta muy concreta. En este sentido, se convirtió en el legislador de Occidente, y a partir de este personaje civilizador surgió finalmente un nuevo continente –Europa–, una cultura que transformó el mundo.
Si hoy, como vemos, nuestra cultura amenaza con perder el equilibrio, se debe también a que, con el paso del tiempo, nos hemos alejado mucho de ello. Y eso que nuestro mundo podría encontrar muy fácilmente su correctivo en esta regla benedictina, pues ofrece las actitudes y virtudes humanas fundamentales para el equilibrio interno de una vida, las necesarias para posibilitar la comunidad y, en consecuencia, para la maduración individual. (…)
Y quizás empecemos también a comprender de nuevo que necesitamos la libertad del trabajo que regala el culto divino, el salir del mero pensamiento productivo. Que el escuchar –porque el culto divino consiste sobre todo en dejar entrar a Dios y en escuchar– forma parte de la existencia. Al igual que la disciplina y la mesura y el orden, la obediencia y la libertad se pertenecen mutuamente; el soportarse mutuamente desde el espíritu de fe no sólo es la regla fundamental de una comunidad monástica, sino que en el fondo todas estas cuestiones son elementos esenciales para la génesis de cualquier comunidad. Es una regla que emana de lo que es auténticamente humano y el que la formuló lo hizo porque miraba y escuchaba más allá de lo humano y percibía lo divino, pues la persona se vuelve humana cuando es tocada por Dios”[14].
Una y otra vez, la Iglesia debe recordar que la radicalidad del Evangelio es la auténtica fuerza de la que vive y que necesita, y ninguna eficacia política puede darla. “La esperanza de la Iglesia es que cuando se banaliza y amenaza con hundirse, surjan en su interior nuevas salidas gracias a la fuerza del Espíritu Santo. Unas salidas que nadie ha planeado, sino que brotan de personas agraciadas y que proclaman de nuevo lo fructífero del Evangelio”[15].
 

Mario Šilar

Senior researcher Instituto Acton

msilar@institutoacton.com.ar

mario.silar@deusto.es

 
* Una versión de la Primera parte se puede leer aquí. Una versión del a Segunda parte se puede leer aquí.
[1] Es preciso señalar que están aumentando progresivamente los casos de agresiones y violencia por el solo hecho de profesar una creencia religiosa en varios países de Europa. Véase: http://www.elmundo.es/andalucia/2017/06/23/594cf2c4ca4741b96b8b45eb.html.
[2] Se trata del texto de una conferencia que el Cardenal Joseph Ratzinger pronunció el 28 de noviembre del año 2000, con ocasión del ciclo «Conversaciones sobre Europa» que tuvo lugar en la Delegación de Baviera en Berlín. Una parte sustantiva del mismo fue publicada en el Nº 50 del semanario Die Zeit, el 7 de diciembre de 2000.
[3] Cito por la paráfrasis que se ha hecho más conocida. En rigor, la autoría del texto citado corresponde no estrictamente de Arnold J. Toynbee sino de la editora Dorothea Grace Somervell (esposa del historiador David Churchill Somervell). Además, la traducción literal es algo distinta: “In other words, a society does not ever die ‘from natural causes’, but always societies always die from suicide or murder rather than from natural causes, and nearly always from suicide” dies from suicide or murder –and nearly always from the former, as this chapter has shown”. Referencia completa: Arnold J. Toynbee, A Study of History: Abridgement of Volumes I to VI, Oxford, Oxford University Press, 1946, p. 273.
[4] Ratzinger, Joseph, Dios y el mundo. Una conversación con Peter Seewald, Barcelona, Círculo de Lectores, 2005, p. 368.
[5] Ibid., p. 369.
[6] Ibid., pp. 368-369.
[7] Véase Marrou, Henri-Irénée, Décadence romaine ou antiquité tardive?, III-VI siècle, Paris, Éditions du Seuil, p. 153; citado en Rhonheimer, Martin, Cristianismo y Laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 35.
[8] Rhonheimer, Martin, Cristianismo y Laicidad. Historia y actualidad de una relación compleja, Madrid, Rialp, 2009, p. 34.
[9] Ibid., pp. 34-35
[10] Joseph Ratzinger / Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Ciudad del Vaticano, Libreria Editrice Vaticana, 2007, pp. 64-65.
[11] Ibid., p. 68.
[12] Existen sobrados elementos para señalar que esta no es la vía. Por la brevedad del espacio sirva al menos de advertencia el reconocimiento de que no es esta la vía que ha enseñado durante su largo magisterio de servicio a la Iglesia, Joseph Ratzinger, Papa emérito Benedicto XVI. Además, a tenor de innumerables mensajes del Papa Francisco, me animo a interpretar que tampoco se trata de la vía que contemple el actual Santo Padre.
[13] Rhonheimer, Martin, “Christendum und säkularer Staat: Geschichte und Zukunft einer komplexen Beziehung”, en Philipp W. Hildmann & Johann Christian Koecke (eds.), Christendum und politische Liberalität, Frankfurt am Main, Peter Lang, 2017, pp. 21-68. Me he servido de la traducción de José Carlos Mardomingo.
[14] Ratzinger, Joseph, Dios y el mundo, pp. 371-373.
[15] Ibid., p. 374.