Por P. Gustavo Irrazábal
19 de marzo de 2018
Instituto Acton
 
El concepto de justicia social tiene una historia relativamente reciente en la enseñanza de la Iglesia, ya que fue introducido por Pío XI en su encíclica social Quadragesimo anno en 1931. Su origen, sin embargo, se remonta a la primera mitad del s. XIX, donde al parecer fue utilizado por primera vez por el jesuita Luigi Taparelli D’Azeglio (1793-1862),[1] y difundido años más tarde por Antonio Rosmini (1797-1855).[2] Sin embargo, yendo más atrás en el tiempo, la idea de justicia social acredita profundas raíces históricas, ya que constituye una actualización de la doctrina católica tradicional sobre la justicia, adaptada a las condiciones históricas del s. XIX.
La difusión de esta expresión ha sido tan notable, que no sólo se ha convertido con el paso del tiempo en el símbolo y síntesis de toda la doctrina social de la Iglesia (DSI), sino que ha trascendido los límites de la Iglesia católica, y ha sido adoptada por casi todo el espectro político de los países occidentales. Se podría pensar que este hecho constituye un éxito rutilante de la enseñanza católica, la cual en lo social tiene hoy una repercusión claramente superior y más favorable que cuando aborda cuestiones morales o religiosas. ¿Pero es así? La recepción tan extendida del concepto de justicia social, ¿es signo de su triunfo o de su vaciamiento? ¿Es todavía una idea con potencial transformador o una cáscara vacía capaz de contener y prestigiar las más variadas ideologías?
Para responder a estas preguntas podemos partir de una constatación. En general, tanto dentro como fuera de la Iglesia, por justicia social se suele entender: 1) un modelo social de igualdad económica; 2) que para los miembros de la sociedad comporta un conjunto de derechos sociales exigibles ante el Estado; 3) de modo que éste último es el sujeto primero del deber de impulsar dicho proyecto y de dar respuesta a los correspondientes reclamos. La forma de Estado correspondiente a este ideal es todavía hoy el Estado de Bienestar, que se arroga la tarea de construir una sociedad igualitaria a través de la acumulación y distribución de recursos públicos, por medio de una imponente y expansiva estructura burocrática, con el objetivo de subvenir virtualmente todas las necesidades de los ciudadanos.
Pero, por sorprendente que parezca, la idea originaria de justicia social no está relacionada con ninguno de los tres componentes apuntados. Ante todo, para la enseñanza de la Iglesia la justicia no es un modelo de sociedad concebido de antemano, sino una virtud de cada persona: la voluntad firme y constante de dar a cada uno lo suyo. La justicia social quiso adaptar a las condiciones de principios del s. XIX −época de profundos cambios sociales en Europa debidos a la revolución industrial y a las corrientes democráticas− la tradicional justicia del bien común (llamada “general” o “legal”). Así, en una cultura crecientemente marcada por el individualismo, esta nueva forma de justicia resaltaba la importancia del bien común (que no se confunde con la sumatoria de bienes particulares), y ya no sólo consideraba como sujeto de esta virtud al gobernante, sino a cada ciudadano. Los trabajadores se veían así invitados a trascender la sola búsqueda del bien individual para involucrarse en objetivos comunes, y adquirir así un rol protagónico, que estaban llamados a ejercer no sólo individualmente sino sobre todo asociándose unos con otros.
Por esta razón, el sujeto de la justicia social no era en esta visión el Estado, sino los ciudadanos, que ejercitaban esta virtud asociándose en la consecución de objetivos comunes. Es más, aún aquellos representantes del catolicismo social que eran más críticos del capitalismo fueron convencidos opositores a la intervención directa del Estado a través de la redistribución de la propiedad, incluso bajo el argumento de tutelar a los trabajadores. Uno de los más prestigiosos, el obispo W. Von Ketteler, en su famoso libro La cuestión del trabajo y el cristianismo (1863), criticaba duramente a “un sistema fiscal y coercitivo cada vez más desarrollado que casi hunde a todos los Estados y en el que la libre autodeterminación y la libre actitud interior pasan por completo a segundo plano”.
Finalmente, la idea de justicia social no tenía en su origen ninguna relación con lo que hoy denominamos “derechos sociales”, si se los entiende como títulos contra el Estado o, lo que es lo mismo, contra la sociedad en su conjunto, con independencia de las propias capacidades, actuación y méritos. La justicia social estaba vinculada fundamentalmente con lo que Taparelli denominaba “derechos de humanidad”, los derechos que corresponden a cada ser humano en virtud de su dignidad esencial. En otras palabras, se refería a la existencia de un orden constitucional que garantice no la igualdad económica, sino la igualdad ante la ley y la igualdad de oportunidades para todos, que no establezca diferencias injustificadas ni privilegios, de modo que todos cuenten con las condiciones básicas para poder realizar sus propios proyectos de vida.
Como puede apreciarse, la noción original de justicia social nada tenía que ver con “modelos sociales”, “derechos sociales” o “Estados sociales”. Era una virtud destinada a potenciar la capacidad asociativa de los ciudadanos para contribuir, como primeros responsables, al bien de todos. Pero esta inspiración inicial sufrió un giro estatista a partir de una interpretación unilateral de la mencionada encíclica de Pío XI, y quedó asociada al Estado del bienestar desde Juan XXIII (Mater et magistra, 1961). Juan Pablo II (Centesimus annus, 1991) intentó equilibrar este desafortunado sesgo, señalando claramente los peligros de dicho modelo de Estado, que fácilmente deviene en Estado asistencial, costoso y burocrático, que “provoca la pérdida de las energías humanas” (CA 48), no sólo drenando la sociedad de su vitalidad, sino neutralizando sus fuerzas morales: la virtud de los ciudadanos es sustituida por la ingeniería social de los burócratas, y la solidaridad libre cede a la “solidaridad” compulsiva de la exacción tributaria y la permanente redistribución.
Las advertencias de Juan Pablo II estaban ya suficientemente avaladas por la realidad. En Estados Unidos, por ejemplo, la reducción del índice de pobreza se estancó en los años ’60, precisamente cuando dio comienzo la implementación masiva de programas sociales. No otra cosa sucedió en la Argentina en años recientes, cuando luego de una década de aumento del gasto social las cifras de pobreza permanecieron prácticamente inalteradas. Y no parece posible que esta situación pueda solucionarse desde las mismas premisas, porque mientras el crecimiento de las demandas sociales es virtualmente ilimitado, los recursos de los que dispone el Estado son cada vez más reducidos.
Pero además de demostrarse ineficiente para alcanzar sus fines, el Estado del bienestar convertido por su dinámica intrínseca en Estado asistencial, ha creado toda suerte de estímulos negativos para la iniciativa empresaria, el trabajo, la solidaridad, e incluso, el matrimonio y la familia. Más aún, (y esto no lo pudo prever Juan Pablo) merced a la acción muy organizada de minorías “intensas”, se ha convertido en un poderoso instrumento de penetración ideológica (como sucede con la imposición educativa y legal de la ideología de género).
Rescatar la idea original de justicia social de sus sucesivas contaminaciones históricas es hoy una tarea apremiante de la DSI. El pensamiento social católico a fines del s. XIX tenía una idea más clara de la importancia de la virtud social y la libertad frente al Estado que muchos de nuestros contemporáneos. Este pensamiento todavía puede brindarnos una importante contribución en la búsqueda de caminos que devuelvan a los ciudadanos su lugar pleno como sujetos de la vida social.
 
[1] Ensayo teórico del derecho natural fundado sobre los hechos (1840-1843).
[2] En su célebre libro La Constitución según la Justicia Social (1848).