20 de mayo de 2018
Por Berny Prieto Villafuerte
 
La reciente lectura de un precioso libro: “Bajo la mirada de Hidelgarda, abadesa de Bingen” de Azucena Adelina Fraboschi –principal responsable e iniciadora del proyecto que tradujo a nuestro idioma la obra de Santa Hidelgarda– y más específicamente, el extracto de una carta dirigida al papa Anastasio, propiciaron este pequeño comentario. Aquí que la vida y el magisterio de Santa Hidelgarda puedan interpelarnos enérgicamente sobre nuestro compromiso con la Iglesia. En un mundo dividido por la confrontación y el deseo por el poder ¿Cómo es posible ser plenamente cristianos?
Ya Benedicto XVI, en la Carta Apostólica de proclamación como Doctora de la Iglesia a Santa Hidelgarda, resaltó un rasgo distintivo del magisterio de la “Sibila de Rin”: “La Iglesia misma es el primer sacramento que Dios sitúa en el mundo para que comunique a los hombres la salvación”. Es decir que, Santa Hidelgarda cultivó, dentro la obediencia de la regla de San Benito, una constante comunión entre su vida y la Iglesia: cultivó una vida plenamente cristina.
Es importante, por lo tanto, situar la vida de Santa Hidelgarda dentro del difícil –y a la vez estimulante– contexto de la Iglesia en el siglo XII. En este tiempo la Iglesia no solo se enfrentó a la creciente herejía albigense –Santa Hidelgarda cumplió un rol importante como la primera mujer predicadora– sino que, principalmente, se encontró en medio de una serie de conflictos jurídico-políticos (las cruzadas, pero, y principalmente, la “querella de las investiduras”) que habrían de culminar –al menos idealmente– en la separación de poderes (mundano/celeste) –tan característica de Occidente– figurada en el Concordato de Worms.
Sin embargo, como tristemente sabemos ni el Concordato de Worms o el primer Concilio de Letrán terminaron con la tentación (para la Iglesia) de ejercer el gobierno de este Mundo. No obstante, este tiempo turbulento propicio una respuesta propiamente evangélica a través de la vida y palabra de los Santos. Respuesta que interpelo éticamente a toda la sociedad de su tiempo (papas, reyes, civiles y sacerdotes, todos incluidos), señalando el verdadero misterio –y misión– de la Iglesia: la vida en Cristo.  Esta carta de Santa Hidelgarda nos muestra su valentía y libertad; que dirigiéndose a un papa –aquí es importante resaltar su condición de simple abadesa sin estudios teológicos propios– le reclama su compromiso en Cristo:
“Oh hombre, que en lo que se refiere al conocimiento lúcido y vigilante estás demasiado cansado como para refrenar la jactanciosa soberbia de los hombres puestos en tu seno, bajo tu protección; ¿por qué no rescatas a los náufragos que no pueden emerger de sus grandes dificultades a no ser que reciban ayuda? (…) Tu descuidas a la hija del rey, esto es a la Justicia -que vive en los abrazos celestiales y que te había sido confiada-, pues permites que esta hija del rey sea arrojada a tierra, y que su diadema y su hermosa túnica sean destrozadas por la grosería de las costumbres de aquellos hombres hostiles que a semejanza de los perros ladran y que, como las gallinas que en las noches a veces tratan de cantar, dejan escapar la necia exaltación de sus voces. (…) Tú no haces esto, porque no erradicas el mal que desea sofocar al bien, sino que permites que el mal se eleve soberbio, y lo haces porque temes a quienes traman los peores engaños en las asechanzas nocturnas, amantes más del dinero de la muerte que de la hermosa hija del rey, esto es, la Justicia.”
Solo una vida ejemplar y sencilla podría escribir estas palabras sin un rastro de soberbia y llena de una dulce preocupación por el mundo y sus almas. Esta carta, que es en realidad una interpelación a nosotros y a nuestro tiempo, nos exige obrar con Justicia para evitar el mal de los hombres, del cual somos responsables. La Iglesia, por lo tanto, no es una estructura jurídica que debe ejercer gobierno sobre el mundo, sino el cuerpo místico de todos los creyentes que –contra todo reino y gobierno, contra toda injusticia y violencia– depone el poder y busca una forma de vida inseparable del evangelio. La vida plenamente cristina es comunión con la Iglesia.
Esta interesante carta me hizo recuerdo, ya en ultima instancia, a la famosa carta escrita por Lord Acton y dirigida al obispo Creighton. En un gesto similar al de santa Hidelgarda, Lord Acton se encontró, a finales del siglo XIX, alarmado por la relativización ética del obispo (que componía su famosa “Historia del Papado”) que, deliberadamente, disolvía sin juicio estos “descuidos de la hija del Rey” por parte de los papas y poderosos; Lord Acton escribió:
“No puedo aceptar su doctrina de que no debemos juzgar al Papa o al Rey como al resto de los hombres con la presunción favorable de que no hicieron ningún mal. Si hay alguna presunción es contra los ostentadores del poder, incrementándose a medida que lo hace el poder. La responsabilidad histórica tiene que completarse con la búsqueda de la responsabilidad legal. Todo poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente. Los grandes hombres son casi siempre hombres malos, incluso cuando ejercen influencia y no autoridad: más aún cuando sancionas la tendencia o la certeza de la corrupción con la autoridad”.
Aquí que el espíritu y la tradición evangélica tan viva en Santa Hidelgarda, y menor medida en Lord Acton, nos animen nuevamente, a buscar eso que Aristóteles llamo el fin de la política: la felicidad. No por medio del poder, sino a través de una vida ética que invite a la conversión.