Por Peter Kwasniewski
Fuente: Adelante la Fe
El filósofo francés Gabriel Marcel dijo: «La mujer que espera un hijo está habitada ni más ni menos que por la esperanza».
¿Qué esperan los hombres? Esperamos el amor de los demás, plenitud de vida, amistad, alegría. En el fondo, esperamos la felicidad; no entendida como una vaga sensación agradable, sino como la realización de todos nuestros anhelos y la culminación de nuestros esfuerzos, el vendaje de nuestras heridas, la recuperación de nuestras fuerzas, el descubrimiento del sentido de cuanto hemos sido, hecho o padecido.
El hombre prefiere vivir sin pan a vivir sin esperanza. Con esperanza se pueden soportar las más inhumanas torturas, como se puede observar en la vida de los mártires. Sin esperanza, hasta las cosas buenas de la vida diaria se agrian y pierden atractivo.
El cristianismo irrumpió en un mundo que se tambaleaba como un borracho a causa de la superstición y el esoterismo, oscilando entre la desesperación y el hartazgo de todo y un hedonismo imposible de satisfacer, y trajo una vía elevada, luminosa y liberadora. Llegó como una bocanada de aire fresco, como una buena noticia que aporta nuevo sentido a la existencia y una razón para vivir. Los cristianos se hicieron conocidos por su amabilidad y hospitalidad. Y, ante todo, como indican los documentos más antiguos, porque no tenían la costumbre de abandonar a los niños para que se murieran, como hacían los paganos. Gracias al cristianismo, valía nuevamente la pena vivir; hasta tal punto que también merecía la pena transmitir la vida a otros, a la prole. Al contrario que los paganos, los cristianos no procuraban evitar los embarazos ni interrumpirlos, ni tampoco se deshacían de criaturas no deseadas. Los que sabían que Dios los había contemplado con amor, deseándolos para Él, adquirieron la facultad de contemplar a los demás con amor.
Tal es la fuerza del amor que trae al mundo la religión de Cristo. No hay otra religión igual. Ninguna otra promete lo mismo. Ninguna confirma sus promesas con incontables amadores que aman hasta el heroísmo y tantas maravillas (tantos santos y milagros). Bajo el imperio del cristianismo, se vio que la vida era de por sí valiosa; es más, tenía un valor poco menos que infinito, porque con los sacramentos brindaba al hombre la posibilidad de adquirir la naturaleza divina y los llevaba a la vida eterna.
Y como la gracia perfecciona la naturaleza, podemos afirmar también que es una verdad fundamental que la vida es buena, que es bueno vivir. Toda la humanidad siente un apego esencial e indiscutible hacia la vida, y si se le preguntase, toda persona respondería que la vida es el más elemental de los bienes y que sin ella ningún otro bien sería posible. Es más, el corazón de quien de veras ama anhela crecer y vivir, y lo mismo se puede decir de la criatura que resulta naturalmente de su amor.
De ahí que hundirse hasta el extremo de evitar la vida como quien huye de la peste o de desecharla como si no significara nada ni valiera nada; como si tuviéramos derecho a decidir si una vida es digna de vivirse y cuándo, y no sólo la propia sino la ajena (!), llegar a semejante extremo, es haber cortado el vínculo con el mundo, haberse desligado del bien que es el ser, engañados con la idea de que tenemos la última palabra sobre la vida.
No habiendo cometido ningún delito que merezca la muerte, nosotros mismos negaríamos a los demás todo supuesto derecho sobre la propia vida. Pero luego caemos en una tremenda contradicción erigiéndonos en tiránicos jueces qué deciden qué niños deben o no deben nacer, futuras personas como nosotros que no han hecho nada para que se les prive de la existencia.
En la batalla por el matrimonio, la procreación y la defensa de la vida tenemos que comprender que nos enfrentamos a una combinación de nihilismo metafísico y egoísmo espiritual mucho más poderosa que ningún ejército ni sistema político humanos; a una diabólica perversión de la mente y el corazón que no se puede ahuyentar sino con la oración, el ayuno y el martirio, al igual que los errores y delitos a los que se enfrentaron y superaron los primeros cristianos.
(Traducido por Bruno de la Inmaculada/Adelante la Fe. Artículo original)
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