Por P. Gustavo Irrazábal

Instituto Acton

23 de agosto de 2019

 

Las palabras del Génesis arriba citadas fueron el título elegido por el reciente documento de la Santa Sede destinado a orientar el diálogo sobre la cuestión del gender en la educación.[1] En la siguiente reflexión no pretendo exponer de modo sistemático los contenidos de este texto, pero bajo su inspiración me propongo referirme a algunos aspectos de esta problemática.

 

“Diversidad sexual”. ¿Respetarla o celebrarla?

Muchos lectores recordarán seguramente la iniciativa del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires de organizar por primera vez la Semana “Orgullo BA” desde el 27 de octubre al 3 de noviembre de 2018.  Los porteños, al igual que los habitantes de otras grandes metrópolis como Nueva York, Londres y Berlín, tuvimos la oportunidad de ver grandes banderas con el arcoíris (símbolo del “colectivo LGBT”) engalanando muchas plazas y edificios y toda clase de “intervenciones artísticas” en el espacio público con imágenes de parejas del mismo sexo, dispusimos de la oferta de un amplio programa cultural en torno a ese tema, y circulamos por calles atravesadas por grandes pancartas invitando a “celebrar la diversidad”.

Pero no es lo mismo respetar que “celebrar”. El respeto de la “diversidad sexual” es sin dudas indispensable en una sociedad democrática y pluralista, en la cual debemos aceptar aun aquellas opciones que no compartimos o que se oponen a nuestra ética personal, en la medida en que no inflijan perjuicios injustos para nosotros o para terceros. Pero entre “respetar” y “celebrar” hay un abismo, que las autoridades de la Ciudad pasaron por alto de modo temerario. Porque “respetar” las decisiones de los otros es un deber; “celebrarlas”, no.

La “diversidad” no es por sí misma algo para valorar o promover. Depende a qué diversidad se refiera. Se puede cuidar y promover la bio-diversidad, es decir, la variedad de especies animales y vegetales, como expresión de la riqueza de la vida del planeta y la garantía de su continuidad. Pero la diversidad de opciones de los seres humanos no genera una diversidad de “especies”, ni es un valor en sí mismo ya que hay opciones buenas y malas. Dentro de ciertos límites (el principio de daño) deben ser respetadas como condición que hace posible la pacífica convivencia social, pero nadie puede estar obligado a alegrarse de lo que considera opciones malas o perjudiciales. Pretender obligar a celebrar cualquier opción por el mero hecho de serlo no es pluralismo, sino la supresión del pluralismo a favor de un pensamiento único.

Pero la política ha descubierto –hace poco tiempo, reconozcámoslo– el potencial de la actual tendencia cultural a la exaltación indiscriminada de la diversidad, y ha decidido surfear el tsunami sin reparar en el límite de sus facultades o las consecuencias de sus decisiones. Quien se detenga a hojear unos minutos la Guía de Buenas Prácticas en Derechos Humanos y Diversidad Sexual en Espacios de Educación en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires,[2]  podrá constatar cómo la nueva élite iluminada ha asumido con un fervor cuasi-religioso la misión de eliminar todas las “pautas culturales” provenientes de “la educación, la familia, los medios y la comunidad” respecto al “deber ser”, “lo normal”, lo que “está bien”, porque se trataría de meros “mandatos culturales que un sesgo sexista y heteronormativo que naturaliza y normativiza la desigualdad”, y se propone sustituirlos por un único criterio válido: el de ser “libres”, de modo que todas las opciones en materia de género están abiertas y disponibles, todas tienen el mismo valor, todas son una riqueza en su misma “diversidad”.

Ahora bien, si todo lo anterior eran meras pautas culturales, ¿por qué lo nuevo ha de ser distinto, y no más bien otro conjunto más de meras pautas culturales? Pero es característico de toda ideología no reparar tanto en la lógica cuanto en la resonancia de las grandes palabras. La ideología es un aparato verbal que no busca la verdad, sino el poder.

 

Incluir, ¿en dónde?

Uno se pregunta cómo es posible que un discurso tan endeble desde el punto de vista científico, lógico y conceptual pueda recabar un éxito tan notable. Este pensamiento se ha infiltrado incluso en los ámbitos pastorales y en universidades católicas, donde no es extraño hoy encontrar quienes afirman y enseñan que es preciso que la Iglesia deje de hablar de “ideología de género”, que admita y valore todo tipo de opciones en este campo, como modo de mostrarse auténticamente “inclusiva”. “No existe la ideología de género” es una consigna recurrente en parroquias, aulas, conferencias y congresos católicos. Una frase extremadamente curiosa (e ideológica) ya que cualquier materia, tratada ideológicamente, se convierte en una ideología. No hay motivo para considerar al género como una excepción.

La explicación última de la repercusión de estas ideas en la Iglesia puede deberse a que hoy la preocupación por la verdad es superada por el temor de no ser suficientemente “inclusivos”. Pero así como la “diversidad” no es algo bueno en sí mismo, la “inclusión” tampoco lo es. Depende de quién, y en qué. Dejando de lado qué se entiende por “exclusión” (¿la no celebración de una determinada forma de vida?), es evidente que si para incluir a una persona en la vida de la comunidad eclesial ésta debe aceptar sin más sus propios criterios de conducta aunque no sean compatibles con el mensaje cristiano, en realidad no es esa persona la que es incluida en la Iglesia, sino la comunidad eclesial la que es incluida en el mundo de esa persona. El imperativo de la inclusión es una consigna vacía y carente de sentido si no está fundada en la verdad.

 

La Iglesia y el género

La enseñanza de la Iglesia parte de un dato verificable: varón o mujer son las dos únicas formas de existencia del ser humano en el mundo, que antes de reflejarse en sus características exteriores están ya inscritas en sus cromosomas y en sus gónadas, y que no sólo informan el aspecto físico, sino que caracterizan de modo transversal todas las demás dimensiones de su vida: su psicología, sus afectos, su espíritu, su relación con los demás. Ser varón y mujer no es un caso de “diversidad”, ya que no se trata de dos especies distintas, sino de diferencia y complementariedad entre dos formas de ser recíprocamente orientadas dentro de la misma especie. Por eso tal diferencia posee una profundidad antropológica insoslayable.

La negación de la diferencia sexual en su real trascendencia es lo que caracteriza la ideología de género, que la Iglesia distingue cuidadosamente de la perspectiva y los estudios de género. El concepto de género, agrega hoy al sexo en primer lugar la asignación de los roles sociales. Culturalmente dicha asignación varía de modo significativo, pero siempre existe una determinada asignación de roles diversos. La doctrina de la Iglesia no sostiene que tales roles sean enteramente naturales y exentos de toda crítica en nombre de la justicia y la igualdad, pero tampoco pueden ser artificialmente equiparados volviendo irrelevante la diferencia sexual.

Finalmente, el concepto de género incorpora el nivel de la identidad sexual (reconocerse como varón o mujer) y el de la orientación sexual (por ej., aun quienes se identifican con su propio sexo biológico pueden tener inclinaciones homosexuales). Pero cuando la identidad sexual y/o la orientación sexual no condicen con el sexo biológico, ello comporta un problema de ajuste con la propia realidad. Una persona puede recurrir a la cirugía, a las hormonas, al cambio de vestimenta, pero seguirá teniendo su propio sexo, aunque sea negado y rechazado. Si esto es así, no todas las opciones en materia de género pueden tener el mismo valor. Muchas de ellas, lejos de ser caminos de madurez y plenitud, pueden ser una mera regresión al mundo de la fantasía y la ilusión.

 

Caridad en la verdad

Afirmar esto no significa rechazar la inclusión. Pero una sociedad no se hace más inclusiva renunciando a los criterios que forman parte de los fundamentos mismos de su existencia. La heterosexualidad debe seguir siendo la sexualidad “modélica”, porque es la que permite desplegar adecuadamente la diferencia sexual en todas las dimensiones indicadas, y constituye la base de la familia y la continuidad de la sociedad.  

Es cierto que habrá muchas personas que por diversas razones no pueden hacer propia la riqueza de la diferencia sexual. Esa situación impone límites a sus posibilidades, y dentro de la Iglesia deberán ser acompañadas con cercanía y misericordia en el discernimiento responsable de su propio camino, en la búsqueda de la realización posible. Pero estas personas deben ser llamadas a preservar el vínculo con su realidad personal. En nada las ayudaría el llamado vacío a “ser ellas mismas”, partiendo de la idea equivocada de que todas las opciones poseen el mismo valor y son igualmente realizables, como si ser varón o mujer fuera indiferente, y el cuerpo fuera sólo la materia informe, indefinidamente maleable, que el sujeto puede modelar a su arbitrio.

Y por más relevancia que se dé a cada caso, que en cierto sentido es único, no se puede dejar de pensar en las consecuencias sociales y eclesiales de seguir la lógica de la ideología del gender hasta el final, que lleva inexorablemente a la destrucción de las bases mismas de la convivencia social, cuando en nombre de esa fantasía de la indiferenciación sexual se redefinen (y vacían) instituciones básicas como el matrimonio y la familia.

 

Ideología de género y derechos humanos

Finalmente, es una paradoja y una ironía que la imposición de la ideología de género se efectúe en nombre de los derechos humanos. Son precisamente éstos últimos los que son vulnerados cuando el Estado desconoce el derecho de los padres a educar a sus hijos en sus propias convicciones, catalogadas arbitrariamente como resabios oscurantistas; cuando las aulas se convierten en laboratorios de esta nueva ortodoxia revolucionaria; cuando todo atisbo de crítica se vuelve pasible de escraches, denuncias, sanciones, que recortan caprichosamente la libertad de expresión.

Esto no es “celebrar la diversidad” sino imponer la uniformidad. No es inclusión, sino exclusión del que no se allane a los nuevos dogmas. Lo que surge de aquí no es una sociedad más libre, sino una sociedad más adolescente e inmadura que entiende cada vez menos su propia sexualidad y su propio cuerpo. Que juega eufórica a la omnipotencia y termina ahogada en la frustración y el aislamiento.

Los estudios de género han puesto de manifiesto la desafiante complejidad de este tema, que nos llama a la apertura de mente y a la humildad. Pero ello no significa que estemos privados de toda referencia firme. Dice el Génesis: “Dios los creó varón y mujer”. En la Biblia, esa diferencia es la cumbre de la Creación. Negarla es deshacer la obra de Dios, y entrar en el camino de la regresión simbólica que desemboca en un solo lugar: el caos primordial.

 

[1] Congregación para la Educación Católica, Varón y mujer los creó. Para una vía de diálogo sobre la cuestión del gender en la educación, 2 de febrero de 2019.

[2] https://www.buenosaires.gob.ar/sites/gcaba/files/guia_de_buenas_practicas_-_derechos_humanos_y_diversidad_sexual_en_espacios_de_educacion_0.pdf