Por P. Gustavo Irrazábal

Instituto Acton

3 de diciembre de 2019

 

En cierta ocasión, San Alberto Magno (+1280) −maestro de Santo Tomás de Aquino y reconocido experto en teología, filosofía y ciencias− recibió por parte de sus hermanos dominicos el pedido de escribir un libro sobre física. Consciente de que los solicitantes esperaban un texto que combinara las afirmaciones científicas con ideas teológicas, Alberto rechazó explícitamente la idea de una física deducida de la Biblia como una pretensión absurda y apta para mover a risa a los no creyentes. De la misma manera, ese gran sabio hubiera rechazado la pretensión de una “sociología católica” o una “economía católica”.

Sin embargo, entre muchos católicos contemporáneos se ha difundido una visión de la economía que se presume directamente derivada del Evangelio y que por lo tanto no admite cuestionamientos ni matices, sino que constituye a los ojos de sus promotores la auténtica “economía católica”, aunque −significativamente− nunca se la llame así de modo explícito.

Para esta visión, la economía en el fondo es algo simple: su desafío es uno solo, la pobreza, y su solución es una sola, la solidaridad. Los bienes que Dios ha creado son suficientes para que todos podamos vivir con dignidad. Bastaría con que los que tienen más compartieran con los que tienen menos. Pero como, debido al pecado, tal disposición libre no se verifica en la medida necesaria, el Estado debe intervenir ejercitando en nombre de los ciudadanos el deber de solidaridad que a estos les incumbe, a través de la redistribución de los bienes, que consiste en tomar de los que tienen “demasiado” para dar a los que tienen “demasiado poco”, realizando así la “justicia social”.

Esto no significa necesariamente eliminar el mercado (quizás un mal necesario), pero sí exige corregir los resultados de su funcionamiento cuando no coincidan con la idea preconcebida de la distribución “justa”. De este modo sería posible superar el “capitalismo salvaje” (hoy reciclado como “neoliberalismo”), y encuadrar la competencia económica dentro de límites verdaderamente “humanos”. Para lograr este objetivo resultaría indispensable, además, establecer un “pacto social”, bajo la tutela conjunta del Estado y la Iglesia, en el cual los diferentes sectores sociales y económicos puedan acordar el modo de armonizar sus intereses para ponerlos al servicio del bien común.

Por este mecanismo se haría innecesaria (además de imposible) cualquier reforma estructural, se trate del régimen laboral, previsional o tributario, el empleo público, los subsidios o los gastos sociales de toda clase. Todo ajuste podrá ser condenado sin distinción, salvo, claro está, que vaya dirigido contra “los que más tienen” a fin de que el Estado cumpla con sus (prácticamente ilimitadas) responsabilidades “solidarias”.

Al mismo tiempo, los partidarios de esta visión no ven contradicción en criticar la inflación, el estancamiento económico, el endeudamiento, el asistencialismo, el clientelismo, la falta de trabajo genuino y muchos otros males, ya que la presencia de estos fenómenos sería la confirmación irrefutable de los efectos perversos del “neoliberalismo”, el único verdadero causante de la pobreza y sus dramáticas secuelas.

¿Es compatible este pensamiento económico con la Doctrina Social de la Iglesia (DSI)? Depende. Si por DSI se entiende un repertorio heterogéneo de citas de la Biblia, de santos, teólogos y papas, selectivamente invocados, siempre será posible encontrar algún apoyo para las propias opiniones. Pero si se reconoce la DSI como la disciplina que brinda el marco conceptual para que dichos textos puedan ser interpretados coherentemente, la confrontación de la DSI con la pretendida economía “católica” pone de manifiesto la profunda inconsistencia de esta última.

Por empezar, la DSI se basa no sólo en la fe sino también en el respeto de la autonomía de la razón y de las ciencias. La economía es un ámbito que tiene sus propias leyes, las cuales deben ser conocidas y asumidas como punto de partida para la reflexión ética. Y la primera realidad con la cual debe confrontarse quien se involucre en tal reflexión es el fenómeno de la escasez. Los bienes creados por Dios no son suficientes para cubrir todas las necesidades humanas y nunca lo serán. Por eso la pobreza no es exclusivamente producto de la injusticia, sino que es ante todo la condición natural del hombre. La primera pregunta no debería ser entonces por qué hay pobreza, sino cómo puede ser que por primera vez en la historia una parte sustancial de la humanidad se haya liberado de ella. Y la raíz de este hecho es la inédita explosión productiva que comenzó en el norte de Europa a fines del s. XVIII y hoy se extiende al mundo entero: el desarrollo.

La economía trata precisamente de eso: de cómo asignar eficientemente recursos escasos para producir cada vez más bienes y servicios, permitiendo al ser humano liberarse de la lucha por la mera subsistencia, elevar su estándar de vida material y lograr más fácil el acceso a los bienes superiores del espíritu. La única manera de alcanzar este fin es a través del mercado, el cual surge y se expande cuando sus actores cuentan con propiedad privada, división del trabajo y la posibilidad del libre intercambio, dentro de un marco institucional garantizado por el Estado. Dadas estas condiciones, de modo espontáneo, es decir, sin necesidad de planificación central, el mercado coordina la actividad de sus actores y el conocimiento fragmentario que cada uno posee, y los pone al servicio del bien de todos, como una consecuencia que no es intentada directamente por nadie en particular.

Juan Pablo II, haciendo honor a la creciente comprensión por parte de la Iglesia de la racionalidad económica, puso fin a los posibles equívocos sobre este tema al afirmar en su encíclica Centesimus annus (1991) la opción de la Iglesia por la “economía de mercado”, la “economía de empresa”, o simplemente, la “economía libre” (n. 42), no sólo por su eficacia innegable, sino por su consistencia con la visión cristiana del hombre, su vocación, su libertad y su creatividad. Se trata de una opción muy amplia, que se presta a muy variadas implementaciones según los diferentes contextos sociales, pero es claro que excluye la posibilidad de una “economía católica”, entendida como “tercera vía” alternativa al capitalismo y al socialismo.

Del 26 al 28 de marzo de 2020 tendrá lugar en Asís un evento denominado “La economía de Francisco”. El encuentro contribuirá seguramente al redescubrimiento y actualización de la rica tradición franciscana en el campo económico como iluminación para los desafíos éticos de la actualidad. Pero no debería esperarse del mismo un nuevo modelo económico, otra versión más del solidarismo ingenuo que hoy −como temía San Alberto− provoca no poco descrédito para la Iglesia entre creyentes y no creyentes.