Por P. Gustavo Irrazábal

11 de abril de 2020

Fuente: La Nación

La reconocida especialista en historia económica D. McCloskey cita, en una reciente colección de ensayos de su autoría, una vieja y filosa humorada: «Quien a los dieciséis años no es socialista, no tiene corazón; quien a los veintiséis todavía es socialista, no tiene cabeza». Y la razón de este aserto no es difícil de entender. La primera es la edad en la que muchos adolescentes de clase media descubren la existencia de personas mucho más pobres que la propia familia y experimentan indignación y un intenso deseo de justicia. Pero no siendo ellos mismos todavía trabajadores con ingresos propios, el primer remedio que imaginan es recurrir a la billetera de papá, que sí trabaja.

Dicho en otras palabras, lo más natural para un joven en su tierna edad es imaginar el país como una gran familia. Y así como en casa mamá y papá reparten igualitariamente entre sus hijos, por su sola condición de tales (el mérito, en todo caso, es una consideración secundaria y, habitualmente, solo pedagógica), del mismo modo el Estado, como Gran Papá, tendría la misión de repartir con idénticos criterios, tomando de la billetera de los «ricos» para dar a los «pobres», de modo que todos posean «lo mismo» (con las molestas comillas quiero llamar la atención sobre la indeterminación de estas expresiones).

Pero un país no es una familia, porque a diferencia de esta, que vive de la billetera de papá o de mamá, o de los dos, los ingresos en una sociedad provienen de una miríada de transacciones sobre bienes y servicios entre extraños. Apoderarse coactivamente de tales ingresos o de una parte de ellos para repartirlos «igualitariamente», como se haría con las porciones de una pizza en una cena familiar, podría beneficiar (en una modesta medida) a los que menos tienen, pero lo haría por única vez. En la siguiente oportunidad, nadie en sus cabales se tomará el trabajo de emprender o invertir sabiendo que las eventuales ganancias le serán arrebatadas. Por ese camino, tanto el tamaño de la pizza como el de las porciones que de ella se extraigan será cada vez más exiguo. La sociedad entera saldría perdiendo.

En el mensaje de convocatoria al encuentro denominado «La economía de Francisco», que tendrá lugar en Asís (y que fue postergado a causa del coronavirus para el 21 de noviembre de este año), el Papa dirige sobre todo a jóvenes economistas y empresarios el llamado «a poner en marcha un nuevo modelo económico» fundado en la preocupación por la persona y la ecología integral. Es cierto que en muchas ocasiones describe este «nuevo modelo» en términos de una «justa» distribución de la riqueza (o sea, una re-distribución) que elimine la desigualdad entre «ricos» y «pobres», lo cual, interpretado literalmente, solo puede significar la sustitución de la economía de mercado por alguna variante de socialismo. Sin embargo, no es este el camino que sigue en el mensaje citado, en el cual propone, en cambio, «un pacto común» que una a todos los hombres de buena voluntad en un ideal de fraternidad atento sobre todo a los pobres y a los excluidos. No es lo mismo.

De modo similar, en un reportaje, el presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, monseñor Oscar Ojea se refirió a la réplica del evento de Asís que tendrá lugar en Luján (en nueva fecha a definir), utilizando también este doble registro. Como Francisco, monseñor Ojea imagina la «humanización de la economía» en términos de «una distribución más equitativa de los bienes». Pero a continuación, hablando ya específicamente de este encuentro, deja de lado el plano de las afirmaciones genéricas e imprecisas, para destacar el rol que tendrán en la organización del evento los Hogares de Cristo, dedicados a auxiliar a jóvenes adictos y a generar un sentido de solidaridad y ayuda recíproca en las comunidades.

En síntesis, tanto el Papa como monseñor Ojea recurren a dos tipos de consideraciones, el primero referido a la distribución igualitaria, y el segundo, a la acción solidaria, temas que son muy distintos entre sí: distintos los sujetos (en un caso el Estado; en el otro, la comunidad o la sociedad civil); distinta la naturaleza de las acciones (en el primer caso, la repartición coactiva; en el segundo, la acción voluntaria); distintos los objetivos (en el primer caso, la utopía de la sociedad «igualitaria»; en el segundo caso, la ayuda personal y solidaria). ¿Cuál de estas dos es entonces la verdadera respuesta a la necesidad de una «nueva economía», «economía con rostro humano»?

La primera, que considera a la sociedad como una Gran Familia y al Estado como el Gran Padre y Distribuidor, desemboca fatalmente, como advertía ya Juan Pablo II, en un Estado asistencial, burocrático e ineficiente, que absorbe la energía vital de la sociedad. La segunda, mucho más apropiada, es la de generar en la sociedad una cultura solidaria que supere los límites del individualismo egoísta, sin por ello destruir los estímulos para que las personas desarrollen su autonomía y responsabilidad, y participen activamente en la búsqueda del bien común.

El Estado no puede amar, ni ser, en sentido propio, generoso ni solidario (a menos que se pueda ser tal con el dinero ajeno, la billetera de papá). Las personas sí. Cuando el Estado remeda aquellas virtudes y promueve la ficción de la Gran Familia, termina ciego ante los más elementales criterios de justicia y destruye la vida económica del país. En cambio, cuando la sociedad civil y sus miembros desarrollan una preocupación sincera por el bien de los demás, la vida comunitaria florece y se crean condiciones de cooperación social esenciales para una economía pujante en beneficio de todos.

Es posible que los encuentros mencionados hagan más de una concesión al utopismo adolescente, pero estoy convencido de que no es un proyecto económico, sino una cultura de la solidaridad lo que sigue estando realmente en el centro de la solicitud de la Iglesia, y lo que refleja más fielmente el espíritu de San Francisco de Asís.

Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton (Argentina)