P. Gustavo Irrazábal

20 de mayo 2020

En una carta titulada “Llamamiento para la Iglesia y para el mundo”, del 8 de mayo de este año, dirigida a los fieles católicos y a los hombres de buena voluntad, los cardenales Pujats, Mueller y Zen, junto a numerosos obispos, sacerdotes y académicos denuncian el avance de determinadas prácticas totalitarias aprovechando la situación creada por la pandemia del Covid19.

Esta carta quiere ser un llamado a defender los derechos individuales frente a las injerencias indebidas del Estado, que puede verse tentado a aprovecharse del comprensible temor social generado por la presente emergencia sanitaria. En este sentido, sería un motivo de profunda satisfacción poder celebrar sin reservas esta iniciativa, máxime teniendo en cuenta que proviene de altas autoridades de la Iglesia, la cual en estos días tiende a soslayar la vital importancia de este tipo de preocupaciones. Lamentablemente, sus buenas intenciones, a las cuales no podemos menos que adherir, son puestas en peligro por el tenor general del texto.

En efecto, la carta comienza diciendo:

“Los hechos han demostrado que, bajo el pretexto de la epidemia de Covid-19 se ha llegado en muchos casos a vulnerar derechos inalienables de los ciudadanos, limitándose de forma desproporcionada e injustificada sus libertades fundamentales, entre ellas el ejercicio de las libertades de culto, de expresión y de movimiento. La salud pública no debe ni puede convertirse en excusa para conculcar los derechos de millones de personas en todo el mundo, y menos aún para que las autoridades civiles eludan su obligación de obrar con prudencia en pro del bien común. Esto es tanto más cierto cuanto más aumentan las dudas planteadas por muchos en torno a la verdadera capacidad de contagio, peligrosidad y resistencia del virus. Muchas voces autorizadas del mundo de la ciencia y de la medicina confirman que el alarmismo que han manifestado los medios informativos al Covid-19 no parece totalmente justificado.”

Es llamativo que la primera línea del texto dé ya por sentada la evidencia indiscutible de lo que postula, sin haber dado todavía ningún argumento. La “desproporción” o “falta de justificación” de la limitación de libertades fundamentales y su contradicción con el bien común, dependen de la evaluación de los fundamentos de tales decisiones. El hecho de que, de acuerdo a “muchas voces autorizadas” (y sin embargo, minoritarias), el alarmismo “no parece totalmente justificado”, es una afirmación muy débil para probar la denuncia que se está presentando.

Con este endeble inicio, que de ninguna manera confirma la denuncia presentada, los autores no se conforman con llamar al lector a la reflexión crítica, sino que se lanzan a postular nada menos que una confabulación mundial, sin presentar prueba alguna:

“En base a los datos oficiales sobre la incidencia de la epidemia en el número de fallecimientos, tenemos motivos para creer que hay fuerzas interesadas en generar pánico entre la población con el único fin de imponer de modo permanente formas inaceptables de restricción de las libertades, control de las personas y vigilancia de sus movimientos. Esta forma de imposiciones antidemocráticas preludian de manera inquietante un Gobierno Mundial que escapa a todo control.”

Siguiendo la misma línea de dar por supuesto y evidente lo que no se argumenta, la carta hace una inferencia temeraria que alcanza a la mayoría de los gobernantes, en la mayoría de los países del mundo, que estarían unidos en un único y malévolo designio:

 

“La criminalización de las relaciones personales y sociales debe considerarse asimismo una parte inaceptable del proyecto de quienes promueven el aislamiento de las personas para manipularlas y dominarlas mejor.”

Es más, los gobiernos nacionales no serían sino testaferros, ocupados en “respaldar turbias intenciones de entidades supranacionales que albergan marcadísimos intereses comerciales y políticos en este proyecto”.

De esta manera, los redactores de la carta restan credibilidad a advertencias que son siempre válidas (la razonabilidad de las medidas sanitarias, la preservación de la privacidad, la veracidad de la información, el respeto del disenso, etc.). Las crisis son habitualmente oportunidades para que determinados sectores traten de impulsar sus propias agendas e intereses en perjuicio del bien común. Pero aun en este punto el texto genera extrañeza. Por ejemplo:

“No es razonable penalizar remedios que se han revelado eficaces, en muchos casos de bajo costo, para privilegiar curas o vacunas no tan eficaces pero que garantizan ingresos mucho mayores a las empresas farmacéuticas, aumentando los costos de la sanidad pública.”

La carta no presenta ningún dato que avale la afirmación de que ya hay remedios eficaces y de bajo costo, o de que ya se estén privilegiando curas y vacunas más costosas “y no tan eficaces”.

En lo referido específicamente al culto, los autores hablan no sólo de una “plena autonomía” de la Iglesia frente al Estado, sino de la ausencia de cualquier facultad del Estado para limitar el culto público. Con ello se ignora que la declaración sobre la libertad religiosa del Concilio Vaticano II, Dignitatis humanae, reconoce que la libertad religiosa está sujeta a justos límites (n.7) cuando se trata de componer los derechos de los ciudadanos. En este caso, las normas que limitan excepcionalmente y de modo provisorio el culto público no se pueden presumir animadas por un espíritu antirreligioso, sino dirigidas a evitar que encuentros multitudinarios se conviertan en focos de infección no sólo para los participantes, sino incluso en perjuicio del resto de la ciudadanía.

Finalmente, tratándose de una situación de enorme complejidad, en que las autoridades civiles se ven obligadas a adoptar medidas de carácter prudencial e incluso tentativo, tratando de equilibrar innumerables necesidades y demandas, los firmantes del texto resuelven todo en una tajante disyuntiva: “estar con Cristo o contra Cristo”. ¿Acaso están invocando a partir de su fe alguna ciencia superior que los pone por encima de los incontables dilemas en que las sociedades del mundo entero se están debatiendo en estos momentos?

“No permitamos que con la excusa de un virus se borren siglos de civilización cristiana para instaurar una odiosa tiranía tecnológica en que personas sin nombre y sin rostro decidan la suerte del mundo confinándonos a una realidad virtual”, terminan exhortando los autores en tono exaltado. Es cierto, estemos bien atentos y no lo permitamos. Pero tampoco permitamos que llamados como éste, agitando medias verdades y muchos fantasmas, nos inoculen el virus de la paranoia en nombre de la fe.

 

Gustavo Irrazábal

20-5-2020