Por Samuel Gregg
20 de noviembre de 2018
La fe y la razón asaltadas por la idolatría de los sentimientos
Cada vez que imparto seminarios de posgrado, establezco una regla para los participantes. Si bien son libres de decir lo que piensan, no pueden comenzar una oración con las palabras «Me siento. . .» O hacer una pregunta que inicie con «¿No sientes que…?» Las expresiones burlonas aparecen inmediatamente en las caras de algunos estudiantes. Luego les informo que nada me importa lo que ellos sientan acerca del tema.
En ese momento, hay al menos un jadeo de asombro. Pero antes de que alguien pueda siquiera pensar en algo, digo, «Quizás se pregunten por qué no me interesan sus sentimientos acerca nuestro tema. Bueno, pues quiero saber qué piensan sobre el tema. No estamos aquí para emocionarnos unos a otros. Estamos aquí para razonar críticamente juntos».
Las miradas desconcertadas desaparecen. Resulta que los estudiantes comprenden que una discusión razonada no puede tratarse de una descarga mutua de sentimientos. Y eso es tan cierto para la Iglesia como para los graduados.
El catolicismo siempre ha atribuido gran valor a la razón. Por ‘razón’ no me refiero solo a las ciencias que nos dan acceso a los secretos de la naturaleza. También a la razón que nos permite saber cómo usar esta información correctamente; los principios de lógica que nos dicen que 2 por 2 nunca puede ser igual a 5; nuestra capacidad única de conocer la verdad moral; y la racionalidad que nos ayuda a entender y explicar la Revelación.
Tal es el respeto de la razón por parte del catolicismo que este énfasis se ha derrumbado ocasionalmente en hiperracionalismo, del tipo que Tomás Moro y John Fisher pensaron que caracterizó gran parte de la teología escolástica en los veinte años anteriores a la Reforma. Sin embargo, el hiperracionalismo no es el problema que enfrenta el cristianismo en los países occidentales en la actualidad. Nos enfrentamos al desafío opuesto. Lo llamaré Affectus per solam.
«Solo por sentimientos» captura gran parte del ambiente presente dentro de la Iglesia en todo Occidente. Afecta a cómo algunos católicos ven no solo al mundo, sino a la fe misma. En el centro de este amplio sentimentalismo se encuentra la exaltación de los sentimientos intensos, el desprecio de la razón y la posterior infantilización de la fe cristiana.
Entonces, ¿cuáles son los síntomas del affectus per solam? Uno es el uso generalizado de lenguaje, en la predicación y enseñanza cotidianas, que es más característico de tratamientos terapéuticos que de las palabras utilizadas por Cristo y sus apóstoles. Palabras como ‘pecado’ se desvanecen y son reemplazadas por ‘dolor’, ‘arrepentimiento’ o ‘triste error’.
El sentimentalismo también asoma su cabeza cuando se les dice a los que ofrecen defensas razonadas de la ética sexual o médica católica que sus posiciones son «hirientes» o «sentenciosas». Parece que la verdad no debe ser articulada, ni siquiera amablemente, de poder herir los sentimientos de alguien. Si eso fuera cierto, Jesús debería haberse abstenido de contarle a la mujer samaritana los hechos sobre su historia matrimonial.
El Affectus per solam también nos ciega a la verdad de que hay, como afirma Cristo mismo, un lugar llamado infierno para aquellos que mueren sin arrepentirse. El sentimentalismo simplemente evita el tema. El infierno no es un asunto que deba tomarse a la ligera, pero hágase esta pregunta: ¿cuándo fue la última vez que escuchó, mencionada en misa, la posibilidad de que cualquiera de nosotros pudiera terminar eternamente separado de Dios?
Sobre todo, el sentimentalismo se revela en ciertas presentaciones de Jesucristo. El Cristo, cuyas duras enseñanzas conmocionaron a sus propios seguidores y que rechazó cualquier concesión al pecado cada vez que hablaba de amor, se derrumba de alguna manera formando un amigable rabino progresista. Este Jesús inofensivo nunca nos anima a transformar nuestras vidas abrazando la integridad de la verdad. En su lugar, recicla trivialidades sedantes como «todos tienen su propia verdad», «haz lo que sientas que es mejor», «sé fiel a ti mismo», «¿quién soy yo para juzgar?”, etc. Y nunca tengas miedo: este Jesús garantiza el cielo, o lo que sea, para todos.
Ese no es, sin embargo, el Cristo revelado en las Escrituras. Como Joseph Ratzinger escribió en su libro de 1991, Mirar a Cristo:
«Un Jesús que está de acuerdo con todo y con todos, un Jesús sin su santa ira, sin la dureza de la verdad y sin el verdadero amor, no es el Jesús real como lo muestra la Escritura, sino una caricatura mezquina. Una concepción del «evangelio» en la que la seriedad de la ira de Dios está ausente nada tiene que ver con el evangelio bíblico».
La palabra ‘seriedad’ es importante aquí. El sentimentalismo que infecta a gran parte de la Iglesia tiene que ver con la disminución de la seriedad y de la claridad de la fe cristiana. Eso es especialmente cierto con respecto a la salvación de las almas. El Dios plenamente revelado en Cristo es misericordioso, pero también es justo y claro en sus expectativas de nosotros porque nos toma en serio. ¡Ay de nosotros si no le devolvemos el elogio!
Entonces, ¿cómo fue que gran parte de la Iglesia terminó hundiéndose en una marisma de sentimentalismo? He aquí tres causas principales.
Primero, el mundo occidental se está ahogando en el sentimentalismo. Como todos los demás, los católicos son susceptibles a la cultura en la que vivimos. Si desea una prueba de Affectus per solam occidental, simplemente encienda su navegador web. Pronto se dará cuenta del puro emotivismo que impregna a la cultura popular, los medios de comunicación, la política y las universidades. En este mundo, la moralidad tiene que ver con su compromiso con causas particulares. Lo que importa es cuán «apasionado» (atento al idioma) es usted acerca de su compromiso y el grado de corrección política de la causa, no si la causa en sí es razonable de apoyar.
Segundo, consideremos cómo muchos católicos entienden hoy la fe. Para muchos, parece ser un «sentimiento de fe». Con eso, quiero decir que el significado de la fe cristiana se juzga principalmente en términos de sentir lo que hace por mí, de mi bienestar y mis preocupaciones. ¿Pero sabe qué? Yo, mí y yo mismo no son el centro de la fe católica.
El catolicismo es, después de todo, una fe histórica. Nos involucra a decidir que confiamos en aquellos que dieron testimonio de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, en quienes transmitieron lo que vieron a través de textos escritos y tradiciones no escritas y en quienes, hemos concluido, dijeron la verdad sobre lo que vieron. Eso incluye los milagros y la resurrección que atestiguan la divinidad de Cristo. El catolicismo no los ve como «cuentos». Ser católico es afirmar que realmente sucedieron y que Cristo instituyó una Iglesia cuya responsabilidad es predicar esto hasta los confines de la tierra.
La fe católica no puede, por lo tanto, tratarse de mí y de mis sentimientos. Se trata de la Verdad con mayúscula. La realización y la salvación humanas implican, en consecuencia, elegir libremente conformarme constantemente con esa Verdad. No se trata de subordinar la Verdad a mis emociones. Realmente, si el catolicismo no se tratara de la Verdad, ¿qué caso tendría?
Tercero, la omnipresencia del sentimentalismo en la Iglesia debe algo a los esfuerzos por degradar y distorsionar la ley natural desde el Concilio Vaticano II. La reflexión de la ley natural se desarrolló de forma mixta en todo el mundo católico en las décadas anteriores a los años sesenta. Pero sufrió después un eclipse en gran parte de la Iglesia. Eso se debe en algo a que la ley natural era parte integral de la enseñanza de Humanae Vitae. Muchos teólogos decidieron posteriormente que cualquier cosa que sustentara a Humanae Vitae debía ser vaciada de contenido sustantivo.
Si bien el razonamiento de la ley natural se recuperó en partes de la Iglesia a partir de la década de 1980, hemos pagado un precio por la marginación de la ley natural. Y el precio es este: una vez que se relega la razón a la periferia de la fe religiosa, comienza a imaginarse que la fe es de alguna forma independiente de la razón; o que la fe es inherentemente hostil a la razón; o que las convicciones religiosas no requieren explicación a otros. El resultado final es la disminución de la preocupación por la sensatez de la fe. Esa es una manera segura de terminar en el pantano del sentimentalismo.
Podrían mencionarse otras razones del arrastre del sentimentalismo en la Iglesia de hoy: la desaparición de la Lógica de los currículos educativos, la deferencia excesiva a la (mala) psicología y la (mala) sociología de algunos clérigos formados en la década de 1970, las inclinaciones a ver la labor del Espíritu Santo como algo que podría contradecir las enseñanzas de Cristo, las almibaradas liturgias al estilo de Disney, etc. Es una lista larga.
La solución no es rebajar la importancia de las emociones de las personas como el amor y la alegría, o la ira y el miedo. No somos robots. Los sentimientos son aspectos centrales de nuestra naturaleza. En su lugar, las emociones humanas deben integrarse en un relato coherente de la fe cristiana, la razón humana, la acción humana y el florecimiento humano, algo realizado con gran habilidad por figuras del pasado como Aquino y pensadores contemporáneos, como el fallecido Servais Pinckaers. Entonces necesitaremos vivir nuestras vidas en consecuencia.
Escapar del Affectus per solam no será fácil. Es simplemente parte del aire que respiramos en Occidente. Además, algunos de los más responsables hoy en día de la formación de personas en la fe católica parecen altamente susceptibles a las maneras sentimentalistas. Pero a menos que señalemos y impugnemos el desenfrenado emotivismo que actualmente compromete el testimonio de la Iglesia sobre la Verdad, corremos el riesgo de resignarnos a ser una mera ONG en el futuro cercano.
Es decir, a la verdadera irrelevancia.
Nota
El artículo «A Church drowning in sentimentalism» fue publicado antes por Catholic World Report el 29 de octubre de 2018. Agradecemos al Acton Institute el amable permiso de publicación. La traducción es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que sostienen el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas, fundado en 1995.
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