(Homilía. Domingo 29. Ciclo A. Mateo 22,15-21.) 

Por Pbro. Gustavo Irrazábal

 (Tiziano, El Tributo al César, 1516)

Como en tantas otras ocasiones, los fariseos le plantean a Jesús una pregunta buscando “sorprenderlo en alguna de sus afirmaciones”. En este caso, primero lo adulan por su coraje para “enseñar el camino de Dios” sin tener en cuenta “la condición de las personas” (una manera de inducirlo a responder sin medir las consecuencias de sus palabras), y luego le plantean un interrogante: “¿es lícito pagar impuesto al César?” 

No se trataba sólo de una cuestión de odio nacionalista hacia el César (el Emperador romano) por ser el conquistador de Israel, sino sobre todo del hecho de que el César se autoproclamaba dios y se hacía dar culto como tal. En esas circunstancias, pagar el impuesto, ¿no constituía un acto de idolatría, es decir, un reconocimiento de su sacrílega pretensión de ser un dios? El interrogante comportaba una trampa aparentemente sin salida: si Jesús respondía que era lícito pagar el impuesto al César lo acusarían de idólatra y blasfemo; si respondía que no era lícito, lo acusarían ante los romanos de rebelde. 

Pero Jesús, antes de responder, pide que le presenten la moneda con que se pagaban los impuestos, y les pregunta de quién era la imagen y la inscripción (en este caso, la imagen del emperador Tiberio, “hijo del divino Augusto”). Ellos respondieron: “Del César”. El César era, pues, el gobernante. 

Entonces Jesús concluye: “Den al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”. 

 

¿Qué significa esta respuesta? Ante todo, que pagar impuestos no es acto de culto sino un acto civil, el cumplimiento de lo que (al menos en principio) es un deber del súbdito o del ciudadano hacia el Estado. Por lo tanto, significaba reconocer sólo la autoridad civil del César, no su divinidad. De ahí que los israelitas podían pagar el impuesto sin temor a caer en la idolatría, y sin verse confrontados con la terrible disyuntiva entre realizar un acto supuestamente idolátrico o afrontar el peligro de muerte por rebelarse contra la autoridad romana. 

Y de este modo también, Jesús desarma la trampa que le habían tendido: no podía ser acusado ni de blasfemo (porque no proponía dar culto al César) ni de rebelde (porque no objetaba el pago del impuesto). 

Pero en este evangelio, la Iglesia ha percibido un principio más amplio que el tema puntual de los impuestos. Por primera vez en la historia, surge la distinción entre lo civil y lo religioso: el ámbito civil (social, económico, político) que incluye los asuntos referidos al bien común temporal (como los impuestos), y a cuyo servicio, está el Estado; y el ámbito religioso, referido a la salvación, a su servicio está la Iglesia. 

En esto se funda la sana relación entre el Estado y la Iglesia, que consiste en dos aspectos: 

  • La autonomía recíproca. Teniendo fines distintos, el Estado no se inmiscuye en la vida interna de la Iglesia y garantiza las condiciones para que ésta cumpla con libertad su misión evangelizadora. La Iglesia, a su vez, no interfiere en el funcionamiento de las instituciones del Estado. 
  • La colaboración. La Iglesia y el Estado buscan el bien del mismo sujeto, aunque bajo diferentes aspectos. Pero existen temas que son de interés común (tradicionalmente llamados “mixtos”). Tal es el caso de la educación, asistencia social, la defensa de la vida, la familia, etc. En estas cuestiones ambas comunidades (la política y la eclesial) están llamadas a trabajar juntas, sin comprometer la propia especificidad. 

Jean Valentin de Boulogne (1591-1632) The Tribute Money

Cuando existe esta sana distinción entre lo civil y lo religioso, entre el Estado y la Iglesia, se hace posible el pluralismo, tanto en la sociedad en general como en el interior de la Iglesia, ya que sobre los asuntos sociales no hay dogmas, generalmente dan lugar a una legítima diversidad de opiniones, incluso entre los creyentes. El respeto de este pluralismo incluye el ejercicio diálogo, la búsqueda de consensos operativos, y cuando sea necesario (dentro de ciertos límites éticos) la disposición a hacer concesiones. Todo ello contribuye a la paz social. 

Pero cuando se mezclan la política y la religión, las opiniones opuestas se convierten en problemas dogmáticos, en cuestiones de ortodoxia, y quien discrepa es visto como un hereje, un heterodoxo, un enemigo a descalificar, ignorar o incluso eliminar (por lo menos del ámbito público). Ésa es la pretensión del “unanimismo”, o dicho de un modo más simple, del “fanatismo”. Por ejemplo, para ser un buen católico sería necesario adherir a tal o cual visión partidaria. En vez del camino del diálogo, se abre el abismo de la violencia: primero, violencia verbal; después, violencia gestual; y finalmente, la violencia física. (En la Argentina hemos vivido más de una vez esta triste secuencia).  

La excesiva cercanía de la Iglesia y el Estado contribuye a ese clima potencial de violencia: no sólo avala el dogmatismo político en nombre de la fe, sino que lleva a un “choque de expectativas”: el Estado busca servirse de la Iglesia para sus propios fines (por ejemplo, reforzar su legitimidad); y la Iglesia busca servirse del Estado para los suyos (por ejemplo, imponer sus ideas de cómo debe ser la sociedad). Tarde o temprano esa aparente armonía (o más bien, promiscuidad) “explota”, siendo la Iglesia la parte más débil y más perjudicada. 

El Evangelio de hoy nos ayuda a comprender que cuando el país se encuentra en una situación de “grieta” como el nuestro, la Iglesia jerárquica debe iluminar un camino superador. Este camino superador no debe ser una engañosa posición “intermedia”, ecléctica (una “Corea del Centro” imaginaria, como diría un periodista), sino que debe consistir en testimoniar, a la luz de la fe, los grandes valores que deben inspirar la vida social.  

Por supuesto que la preocupación por los pobres debe ocupar un lugar preferente. Pero esa opción, como enseña la Iglesia no es “ni exclusiva ni excluyente”, y no puede hacerse efectiva sino en el contexto de muchos otros valores: el respeto de los derechos individuales, de las minorías, de la libertad de expresión y de prensa, de la propiedad privada y su adecuada garantía; el respeto de la Constitución y las leyes, la división de poderes, su adecuado funcionamiento y la independencia del Poder Judicial; la condena clara y expresa de la corrupción, sobre todo la corrupción estatal, la denuncia de la impunidad, del desvío de recursos del Estado para el proselitismo partidario, y de tantos otros males que ponen en peligro la paz social, impiden el progreso y benefician a unos pocos a expensas de todos, en especial los más pobres. 

Éstos son los valores en los que no sólo los católicos, sino todos los miembros de la sociedad debemos estar de acuerdo, y a la luz de los cuales deben ser evaluadas las distintas opciones partidarias. La verdadera “grieta” no es entre el partido tal y el partido cual, sino entre quienes aceptan estos valores fundamentales y quienes no. 

Jacques Louis David (1748-1825), La Consagración del emperador Napoleón

En cambio, cada vez que Iglesia jerárquica, en vez de ponerse por encima de la “grieta”, toma partido por un determinado sector político, deja de cumplir su función de orientar la vida social y poner límite a la arbitrariedad, fomenta el autoritarismo, el fanatismo, así como el clima social exasperado y potencialmente violento. En síntesis, deja de comportarse como Iglesia para convertirse en una corporación más, es decir un grupo de interés que compite por el poder, aunque sea con las mejores intenciones. 

La Palabra de hoy nos dice que el camino para superar estos peligros lo marcó Jesús hace mucho tiempo, y todavía podemos y debemos aprenderlo. Procuremos inspirar la vida social con el mensaje evangélico, pero no mezclemos, ni permitamos que otros mezclen, la religión y la política. “Al César lo que es del César, y a Dios, lo que es de Dios”.  

 

  1. Gustavo Irrazábal