Por P. Gustavo Irrazábal

16/8/2020

Fuente: La Nación

Desde hace ya muchos años se ha naturalizado en el ámbito público -y más recientemente en los más altos círculos de la Iglesia Católica– un discurso político-social de carácter binario, que analiza la realidad del mundo, y especialmente de la Argentina, en términos de contraposición entre ricos y pobres. Dicho análisis parecería gozar, a primera vista, de una evidencia incuestionable, pero esta se resquebraja ante los cálculos más elementales.

Imaginemos que a raíz de la crisis económica sin precedente generada por el Covid-19 la pobreza en la Argentina esté camino de alcanzar al 50% de sus habitantes. Supongamos que, en el otro extremo de la escala de ingresos, un 10% de la población puede ser calificada todavía de rica o de clase media alta. Ello significa que, aun en medio de tamaña catástrofe, un 40% de la población seguiría perteneciendo, en diferentes grados, a la llamada «clase media». Sin embargo, este dato de la realidad no hace mella en los promotores de aquella visión, que persisten en ignorar una porción tan sustancial de la sociedad. ¿Cómo se explica este curioso fenómeno?

A mi juicio, la razón es clara: para ellos, la clase media «no existe». Por supuesto, no me refiero a que no exista desde el punto de vista económico, como bien redescubren los gobiernos cada vez que deben ejercitar su imaginación en busca nuevas fuentes para la extracción de recursos. Pero niegan la existencia de esta clase desde el punto de vista ideológico. En efecto, según su modo de ver, los ricos están cohesionados por su propósito de explotar a los pobres, y los pobres están unidos por la desgracia de ser explotados por los ricos. Pero la clase media representa un fenómeno residual, sin identidad propia: se afana por tomar distancia de la humildad de sus orígenes (los pobres) y se ilusiona con la emulación del estilo de vida de sus superiores sociales (los ricos). De este modo, renuncia a su integridad moral para convertirse en simple espectadora del verdadero drama social de fondo: la lucha de clases entre ricos y pobres. Por acción o inacción, pues, la clase media puede considerarse enrolada en la parte de los primeros, aunque de un modo vergonzante y ficticio.

De aquí surge la convicción de que la clase media no tiene auténticos valores para aportar a la vida social ya que, pese a no ser rica, se encuentra alienada por el materialismo, el individualismo y el consumismo propios de los ricos, generando así la «cultura urbana». Por la misma razón, sus intereses carecen de legitimidad. Son espurios en algunos casos, triviales en otros, insolidarios en todos. Como declaraba recientemente un grupo de sacerdotes junto a su obispo: ellos (los de clase media) usan las cacerolas para golpear (en protesta por la liberación indiscriminada de presos) mientras los pobres aspiran a usarlas para cocinar.

Quienes dentro de la Iglesia promueven estas ideas están profundamente convencidos de encontrarse muy lejos de la ideología de la lucha de clases. Después de todo no abogan por un triunfo violento del proletariado, sino que alientan un objetivo más espiritual: la «conversión a los pobres», por la cual las demás clases sociales reconocerían finalmente que sus intereses y valores están equivocados, y que el verdadero sentido de su existencia consiste en abrazar la sabiduría de los pobres y ponerse a su servicio. Pero es de temer que esta presunta diferencia entre el camino de la violencia y el de la conversión masiva durará tanto como la paciencia de quienes esperan el advenimiento de semejante prodigio.

Todos aquellos que continúan fijados en la idea de que tanto el empresario como el capitalista son parásitos del trabajo asalariado, en un juego cruel de «suma cero» en que la ganancia de unos es la pérdida de otros, afirman el carácter ineluctable de la lucha de clases, aunque se resistan a reconocerlo. Y si están en lo cierto, quien no quiera ser un mero espectador cínico de la lucha por la justicia, sea la encarnizada puja distributiva o la acción revolucionaria, deberá tomar «parte» por una clase en contra de las demás. Esto no lo advierten quienes confunden la «opción preferencial por los pobres» (principio inclusivo: no dejemos a los pobres de lado) con «ponerse de la parte de los pobres» (principio excluyente, que los enfrenta con «la otra parte»).

Esto último está muy alejado de la Doctrina Social de la Iglesia, cuyo método de análisis no es clasista, sino que privilegia la responsabilidad personal, y para la cual cada sector social tiene algo específico que aportar al conjunto. La «conversión» (si no cedemos a la manía de jugar con las palabras) es siempre, en sentido propio, conversión a Jesucristo, no a los pobres, aunque estos requieran de una solicitud especial. Y la repercusión social de dicha conversión no es nunca unidireccional, sino recíproca: todos los miembros de la sociedad nos enriquecemos (y nos corregimos) unos a otros a través del diálogo y de la cooperación social. Ricos, pobres y clase media tienen intereses y anhelos legítimos que perseguir, responsabilidades que absolver, valores que comunicar, egoísmos y desvalores que corregir. Declarar a una clase determinada prescindible y carente de rol histórico propio y subordinarla a los intereses y valores de otra es la fórmula más segura para el enfrentamiento y la parálisis social.

En julio de 2015, el papa Francisco, tras su visita a los Estados Unidos, en la conferencia de prensa a bordo del avión que lo llevaba de regreso a Roma, recibió la siguiente pregunta: «Santo Padre, en este viaje hemos escuchado muchos mensajes fuertes para los pobres y muchos, a veces severos, para los ricos y poderosos. Pero algo que hemos escuchado poquísimo son los mensajes sobre la clase media. ¿Por qué en el magisterio del Santo Padre existen tan pocos mensajes sobre la clase media?». El Papa respondió con desarmante franqueza: «Es una buena corrección. Tengo que pensarlo». Francisco tiene mucha razón: tenemos que pensarlo.

Consejo Consultivo. Instituto Acton (Argentina)