por Pbro. Gustavo Irrazábal

La situación sin precedentes que hemos vivido este año a raíz de la pandemia, con sus profundas repercusiones en nuestro entorno y en nosotros mismos, somete a dura prueba nuestra vida cristiana y, de un modo especial, nuestra esperanza. Y éste es un desafío que debemos encarar con toda firmeza y coraje, porque la virtud de la esperanza es la aspiración profunda que nos abre y nos orienta a Dios, y es la fuente de nuestra energía interior para seguir caminando, confiados en que nuestra perseverancia tiene un sentido. Este Adviento tendrá para nosotros un significado muy especial, porque es un tiempo de gracia para renovarnos en la esperanza. 

El Adviento es, precisamente, un llamado a la esperanza. Pero ese llamado, a lo largo de las cuatro semanas que nos separan de la Navidad, reviste dos formas distintas, aunque complementarias. En una primera etapa, el Adviento nos exhorta a una profunda conversión para disponernos a recibir la visita del Señor. Debemos entrar en nosotros mismos, entender cuál es nuestra verdadera situación y cuánto necesitamos de Dios. Es una etapa que podemos llamar ascética, porque nos llama a un esfuerzo personal de purificación interior. Es comprensible que la figura central de estos primeros días sea Juan el Bautista.  

“Como está escrito en el libro del profeta Isaías: «Mira, yo envío a mi mensajero delante de ti para prepararte el camino. Una voz grita en el desierto: Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos», así se presentó Juan el Bautista en el desierto, proclamando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Toda la gente de Judea y todos los habitantes de Jerusalén acudían a él, y se hacían bautizar en las aguas del Jordán, confesando sus pecados. (…) Juan estaba vestido con una piel de camello y un cinturón de cuero, y se alimentaba con langostas y miel silvestre.” (Marcos 1,2-6) 

Juan es un hombre del desierto, solitario, duro, áspero, esencial, como se refleja en este retrato, obra de El Greco (1597-1607). Él nos exhorta a adentrarnos en nuestro desierto interior, y volver a tomar contacto con nuestro anhelo más profundo: nuestro deseo de Dios. Sus palabras evocan las del profeta Isaías: 

Una voz proclama: ¡Preparen en el desierto el camino del Señor, tracen en la estepa un sendero para nuestro Dios! ¡Que se rellenen todos los valles y se aplanen todas las montañas y colinas; que las quebradas se conviertan en llanuras y los terrenos escarpados, en planicies! (Isaías 40, 3-4) 

Para entender el sentido concreto de este llamado, la Tradición de la Iglesia lo ha interpretado en un sentido alegórico. Las montañas y colinas representan nuestro orgullo, que debe ser abajado; los valles son imagen de nuestras depresiones, nuestra indiferencia, nuestra cobardía, que deben ser superados por una nueva actitud enérgica y valiente; los terrenos escarpados, difíciles de transitar, pueden representar la tortuosidad de nuestros sentimientos y pasiones, que deben ser transformados por la simplicidad y la pureza de corazón. Entonces sí que nuestro corazón podrá abrirse y permitir que el Señor llegue a nosotros. 

Pero ésta, por importante que sea, es sólo la primera etapa, aquella que pone en primer plano nuestro esfuerzo por preparar los caminos del Señor. Es, como dijimos, la etapa ascética de nuestra esperanza. Pero ella no podría llevarnos por sí misma a Dios. Si no desembocara en algo nuevo y superior, nuestro esfuerzo quedaría en la nada, la esperanza se transformaría en impotencia. Pero el Adviento, desde la tercera semana, nos invitará a ingresar en una nueva etapa, en la cual la esperanza deja de estar centrada en nuestro esfuerzo y se transforma en la apertura al don y a la alegría. Es la etapa contemplativa del encuentro con Dios, que finalmente se nos hace visible y accesible, naciendo como uno de nosotros, del seno de María. La figura de Juan el Bautista deja lugar, consiguientemente, a la de María.  

Y tal vez la obra más adecuada para comprender el sentido de esta etapa es La Anunciación de Fra Angelico (1426-1428), el maravilloso retablo fue realizada para el altar derecho de la iglesia del convento de Santo Domingo en Fiesole, Florencia, y que se exhibe en el Museo del Prado. 

Guido di Pietro, más conocido como Fra o Fray Angélico, (1395 – 1455) fue un fraile dominico que supo combinar la vida religiosa con su actividad como pintor eximio ( En 1418 ingresó en un convento dominico en Fiesole y alrededor de 1425 se convirtió en fraile de la orden con el nombre de Juan da Fiesole.)  El sobrenombre de Fra Angelico le fue dado de forma póstuma, por la religiosidad que irradió en su vida y en su arte. Fue beatificado por Juan Pablo II en 1982. 

En esta obra, Fra Angelico representa dos escenas distintas, pero íntimamente ligadas. Por un lado, en la parte derecha, ocupando la mayor parte de la tabla, encontramos a la Virgen María y el arcángel Gabriel, en una escena inspirada en el Evangelio de San Lucas. La Virgen, había estado sentada en silencio, leyendo, meditando, orando, un silencio que no es vacío, sino deseo de saber, de aprender, de recibir, de contemplar. 

Al llegar el ángel abandona sorprendida el libro de las Sagradas Escrituras en su regazo, y con las manos cruzadas sobre su pecho se inclina para realizar una reverencia a su visitante, mientras baja su mirada con timidez, modestia y turbación. El arcángel, con una expresión seria, ocupa el centro de la escena y en respuesta está iniciando su genuflexión.  

La túnica del ángel es rosa, es decir, del mismo color de nuestra carne, cuya apariencia ha tomado para cumplir su misión, pero por el pliegue abierto de su túnica asoma su verdadera naturaleza: una camisola larga azul cielo denota quien es y de dónde viene. Los colores del atuendo de María están invertidos: una túnica rosa representa su humanidad, pero el manto azul que la envuelve, simboliza el modo en que ha sido “arropada” por la divinidad del Verbo. 

En la parte izquierda de la tabla está representada la expulsión de Adán y Eva del Paraíso. Ellos aparecen saliendo de un jardín maravilloso, donde han sido pintadas escrupulosamente más de 300 variedades botánicas, incluida la palmera símbolo de la inmortalidad. Ambos están ya vestidos con pieles, reflejo de su condición caída, y se muestran profundamente avergonzados mientras se alejan del Paraíso bajo la mirada del ángel. Eva dirige una mirada furtiva a su abogada (María). Adán no, mira al suelo ensimismado en su culpa.  

La situación de ambos es trágica, y su contemplación suscita la compasión del espectador. Pero hay en esta escena un detalle significativo. A los pies de Adán y Eva, el Beato Angélico ha colocado tres rosas, que constituyen una clara alusión a María. San Bernardo 

ya había popularizado por ese entonces el título de “Rosa mística” aplicado a María. En medio de la oscuridad del pecado y sus consecuencias, late ya el germen de la esperanza. 

Por encima de ellos, en la esquina superior derecha, las manos de Dios asoman resplandecientes enviando un haz de luz, y dentro de él, en forma de una paloma blanca, al Espíritu Santo, el cual, atravesando todo el recorrido de la historia de la Salvación, apunta al corazón de María. El significado de la obra surge con claridad: con Adán y Eva, nuestros primeros padres, se produce la caída del hombre y comienza la historia del pecado. En María, en cambio, se inicia el tiempo del cumplimiento de las promesas divinas, cuando acepta ser la Madre del Salvador por obra del Espíritu Santo. 

Como detalle exquisito, vemos posada, por encima de la cabeza del Ángel y de la Virgen, una golondrina, que durante el Renacimiento fue un símbolo habitual de la Encarnación de Cristo. Pero hay también otro significado en la intención de este pintor dominico: 

“La golondrina, con su cuerpo negro azulado por encima, y blanco por debajo, recuerda el hábito dominico. Fray Juan la ha puesto ahí, contemplando como único testigo el acontecimiento de los siglos. Cumpliendo el lema dominico Contemplata tradere (“llevar a los demás lo contemplado”). Sí, parece una golondrina dominica. ¿Habrá querido representarse en ella a sí mismo y a sus hermanos del convento de Fiesole?” (J. M. SALAVERRI, La Anunciación. Conversaciones con Fray Angélico. Madrid, PPC, 1998, 216-217. )

La Anunciación de Fra Angelico nos ayuda no sólo a contemplar la Historia de la Salvación en una mirada panorámica, sino que nos invita a descubrir nuestra vida actual, reflejada en las escenas que representa. Podemos sentirnos identificados con la primera pareja humana, que es expulsada del Paraíso. Nosotros, si bien hemos sido liberados en el bautismo del pecado original, seguimos cargando en nuestra vida con muchas de sus consecuencias. Por eso mismo, podemos reconocernos en la vergüenza y la culpa de nuestros primeros padres; en la tristeza de haber arruinado por nuestros actos y omisiones la posibilidad de vivir en la amistad y la intimidad con Dios, representada en ese jardín exuberante que hubiera debido ser nuestro hogar, y hoy es sólo una dolorosa nostalgia. Sin embargo, a nuestros pies, en el mismo camino del destierro, encontramos esas tres rosas, los signos discretos de que no estamos abandonados a nuestra suerte. Por encima de nuestras cabezas, y de nuestra comprensión, el rayo del amor misericordioso de Dios atraviesa nuestra historia para redimirla y brindarnos el don de su Espíritu. 

María encarna la actitud del creyente esperanzado. Ella ha preparado pacientemente su corazón en el silencio, creyendo y confiando en la Palabra de Dios, esperando en las promesas dirigidas a su Pueblo, aun sin conocer todavía el llamado de Dios, pero dispuesta a dar su “sí” cuando Dios se lo requiriera. Así nosotros debemos velar atentos en este tiempo disponiendo nuestro corazón para un acontecimiento que es puro don y, por lo tanto, no podemos producir por nosotros mismos, pero al cual nos podemos preparar. En otras palabras, nos disponemos para recibir la Visita del Señor, que en cada Navidad toma para nosotros una forma nueva, y tenemos que estar en condiciones interiores de reconocerla, acogerla y vivirla con gratitud. 

Y esa gracia para nosotros, lo es también para el mundo. El Ángel nos anunciará que Cristo quiere venir a nuestro corazón y nacer en él de un modo nuevo por el Espíritu, para hacernos instrumento de su redención. Depende de mí, de mi libertad, creer o no. Es mi oportunidad de superar la historia de mi pecado que me aleja de Dios por una historia de gracia; de dejar atrás la culpa, la vergüenza y el desencanto, para abrir el corazón a la alegría, la acción de gracias y la fecundidad del amor.  

Como decíamos al principio, la primera etapa del Adviento junto a Juan el Bautista tiene un carácter ascético, es un llamado al esfuerzo por convertirnos y preparar “el camino del Señor”. La segunda etapa que vivimos, en cambio, unidos a María es contemplativa, porque reclama de nosotros la capacidad de abrir los ojos del corazón, alegrarnos, recibir, agradecer, comunicar la vida que recibimos. Ambas etapas son necesarias. La primera es el presupuesto, que apela a nuestra libertad, la segunda es la coronación, que es pura obra de la gracia.  

Pidamos que en estos tiempos difíciles, lejos de bajar los brazos desalentados, sepamos dar un testimonio de nuestra esperanza inquebrantable, fundada en la fidelidad y la misericordia de Dios, que ha querido hacerse hombre “y poner su morada entre nosotros” (Juan 1,14). 

  

Para meditar: 

¿He sabido vivir este difícil año en la esperanza? 

¿He logrado mantener mi confianza en las promesas de Dios? 

¿Estoy preparando activamente el camino para que el Señor venga a mi corazón? 

¿Creo en la Navidad no sólo como un acontecimiento pasado sino como la Venida del Señor en el “hoy” de mi vida y la vida del mundo? 

 

Para orar: