Fuente: Revista Criterio, año 2021, nº 2473. 

Por P. Gustavo Irrazábal

Marzo de 2021

 

Entre el lunes 30 de noviembre y el martes 1º de diciembre tuvo lugar una conferencia internacional virtual de los Comités Panamericano y Panafricano de Juezas y Jueces por los Derechos Sociales y la Doctrina Franciscana, bajo el título “Construcción de la nueva justicia social – Hacia la plena vigencia de los derechos fundamentales de las personas en condiciones de vulnerabilidad”.

Uno de sus organizadores fue el conocido magistrado argentino Roberto Andrés Gallardo, juez de primera instancia en lo contencioso administrativo y tributario de la ciudad de Buenos Aires, y presidente del mencionado Comité Panamericano. Además, en la segunda jornada, dedicada a los informes de los capítulos nacionales, habló como coordinador del grupo argentino el juez Carlos Balbín, presidente de la Sala I de la Cámara de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo de la Ciudad de Buenos Aires. También participó como expositor el doctor Eugenio Raúl Zaffaroni, exjuez de la Corte Suprema y miembro de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

El Papa Francisco inauguró el encuentro con una videoconferencia, en la cual enunció las cinco bases sobre las que debe construirse la “nueva justicia social” que auspicia. La primera es atender a la realidad de que “una pequeña parte de la humanidad vive en la opulencia, mientras que a una cantidad cada vez más numerosa le es desconocida dignidad y son ignorados o violados sus derechos más elementales”. La segunda es responder a este desafío con una gesta colectiva en favor de la justicia. La tercera consiste en seguir la senda del Buen Samaritano haciéndose cargo del dolor del otro, para no caer en la “cultura de la indiferencia». La cuarta base es la idea de «la historia como eje conductor», como invitación a dejarse inspirar por las experiencias del pasado para repensar la justicia social. Y la quinta y última, es la idea de pueblo, verdadero sujeto de la historia: “lo que a nosotros creyentes Dios nos pide es ser pueblo de Dios, no elite de Dios”. Sólo “sintiéndonos pueblo” (y no elite) podremos alcanzar la justicia social.

Llamó luego a los participantes a ser solidarios en la lucha contra las causas estructurales de la pobreza y la desigualdad, que lleva a la falta de trabajo, tierra y vivienda (las tres “T”), y contra “quienes niegan los derechos sociales y laborales”. Y en ese contexto, recordó algunas afirmaciones contenidas en su última encíclica, Fratelli Tutti (FT), sobre la propiedad privada: «Cuando resolviendo en el derecho, damos a los pobres las cosas indispensables, no les damos nuestras cosas, ni la de terceros, sino que les devolvemos lo que es suyo”, (cf. FT 119). Esta afirmación sería conforme a la tradición cristiana que “nunca reconoció como absoluto e intocable el derecho a la propiedad privada y subrayó siempre la función social de cualquiera de sus formas», ya que se trata de “un derecho natural secundario derivado del derecho que tienen todos, nacido del destino universal de los bienes creados” (cf. FT 120). “No hay justicia social –concluyó– que pueda cimentarse en la inequidad, que supone la concentración de la riqueza».

En su saludo, además, Francisco llamó a los jueces a ser “poetas” en su función. “Ustedes en cada decisión, en cada sentencia, están frente a la feliz posibilidad de hacer poesía: una poesía que cure las heridas de los pobres, que integre el planeta, que proteja a la madre tierra y toda su descendencia”. Para Francisco, “ninguna sentencia puede ser justa, ni ninguna ley legítima si lo que producen es más desigualdad, si lo que producen es más pérdida de derechos, indignidad o violencia».

En cuanto a la repercusión de las palabras del Papa, fueron las referidas a la propiedad privada las que desataron más polémicas. ¿Qué decir al respecto? Por un lado, las afirmaciones recordadas pertenecen, en efecto, a las enseñanzas constantes de la tradición de la Iglesia. Lo que sí se podría objetar, es que esta enseñanza es presentada por el Papa de un modo parcial, generando la posibilidad de malos entendidos. Como en Fratelli Tutti, Francisco se refiere a los límites de la propiedad privada omitiendo un principio lógicamente anterior: el de su legitimidad, defendida de modo constante por la doctrina de la Iglesia.

En cuanto a su insistencia en la “función social” de este derecho, la expresión misma induce a ciertos equívocos. Santo Tomás justifica la propiedad privada sosteniendo que garantiza el buen cuidado de los bienes, su ordenada administración, y contribuye a la paz social al dejar en claro los derechos de cada uno. Eso es ya una verdadera “función social”, a la cual podríamos agregar hoy el estímulo insustituible que constituye este derecho para la iniciativa empresarial y la creación de nueva riqueza.

Pero lo que se suele entender hoy como función social, en un sentido demasiado restrictivo, es la cuestión distributiva. Al respecto, la enseñanza constante de la Iglesia ha sido que dicha función no está referida a la titularidad de la propiedad, autorizando al Estado o, peor aún, a otros particulares, a privar al propietario de sus derechos por razones “sociales”. La función social afecta, más bien, al uso de dicho derecho, que debe tener en cuenta las necesidades del prójimo. Pero, en principio, se trata de un deber de carácter moral, no jurídico, y el discernimiento de su alcance concreto debe ser facultad del mismo propietario, que no está obligado a privarse de lo “necesario” (entendido –aclara S. Tomás– según “las exigencias normales de su condición”). A esto se agrega hoy el deber de contribuir a través de los impuestos a que el Estado garantice ciertos derechos sociales básicos a todos los habitantes de la nación. Pero este mecanismo pierde legitimidad cuando se vuelve confiscatorio y se convierte en una manera de mantener indefinidamente a quienes no trabajan a expensas de los que sí lo hacen (muchas veces con propósitos demagógicos y clientelísticos).

Es cierto que los Padres de la Iglesia consideraban que dar a los pobres era, en cierto modo, “devolverles lo suyo”, pero su perspectiva no era jurídica (como si afirmaran un derecho exigible judicialmente) sino teológica: se refiere al proyecto de Dios de que todos sus hijos puedan acceder a lo necesario para una vida digna. Este “destino universal de los bienes” es el principio fundamental respecto del cual la propiedad privada es “subordinada” y “secundaria”, pero sólo en el sentido de que es el modo ordinario de hacerlo efectivo. Pero la propiedad privada no se agota en esta función “instrumental” de carácter social, sino que tiene ante todo una función personal: es un derecho que corresponde a la dignidad humana, ya permite al hombre desarrollar su iniciativa y su responsabilidad, y asegurarse una esfera de autonomía frente a la intromisión del Estado.

En síntesis, el Papa no dice nada que no forme parte de la Tradición de la Iglesia. El problema es que, afirmando unas verdades, silencia otras que son indispensables para dar equilibrio al conjunto. Él mismo cae presa de su sesgo cuando, por momentos, parece contraponer la propiedad privada a su función social, promoviendo una limitación indefinidamente amplia de este derecho, como si su debilitamiento favoreciera a los pobres. Este planteo distributivista, demasiado material y estático, en el cual la inequidad se identifica con el mero hecho de que unos tengan más y otros menos, no se ajusta al funcionamiento de la economía moderna, donde la riqueza no se encuentra “acumulada” en algún lado lista para ser repartida, sino que se produce favoreciendo el ahorro, la inversión y la innovación tecnológica, que mejoran la productividad y elevan los salarios reales y el nivel de vida de la población. Lo importante es promover este proceso y garantizar las oportunidades de todos para participar en él.

Estas debilidades doctrinales ya presentes en FT se tornan más inquietantes cuando –como sucede la breve videoconferencia comentada– se insertan en el contexto de una visión social confrontativa entre pueblo oprimido y “elites” que se empeñan en negar sus “derechos sociales y laborales” (nótese la falta de referencia a los derechos civiles y políticos), y cuando se distorsionan y confunden las funciones de los poderes del Estado. Los jueces no son “poetas”, ni siquiera en sentido metafórico, porque su función no se rige por la libre creatividad artística, sino por la aplicación rigurosa de la ley al caso concreto. La arbitrariedad del Estado y de los jueces, aun motivada por la búsqueda de “resultados justos”, termina tarde o temprano perjudicando a toda la sociedad y, de un modo especial, a los pobres y vulnerables.