Por: P. Gustavo Irrazábal*

Fuente: La Nación

11 de junio de 2021

 

Tradicionalmente, la Iglesia ha dirigido su enseñanza social no solo a los creyentes, sino también “a todos los hombres de buena voluntad”, expresando así la esperanza de contribuir a un diálogo verdaderamente universal e inclusivo. Pero ¿quiénes son “los hombres de buena voluntad”? No son simplemente los “bienintencionados”, sino quienes asumen un compromiso firme con los valores éticos básicos de la vida social. Aquellos que no poseen una “buena voluntad” así entendida se excluyen a sí mismos del diálogo. No tiene sentido, por ejemplo, pretender que la víctima de un delito dialogue con su victimario antes de que este último muestre al menos una disposición inicial a reconocer el mal perpetrado y responsabilizarse por sus consecuencias. Tampoco sería razonable, en tal caso, repartir por partes iguales la culpa por el “fracaso del diálogo”, poniendo al honesto y al deshonesto en pie de igualdad y lamentando la “grieta” que los separa.

En el diálogo público, la “buena voluntad” consiste especialmente en el respeto de las instituciones. Este respeto no excluye la capacidad de sana crítica y de prudente innovación, pero sí reclama la fidelidad a los valores fundamentales que en esas instituciones toman cuerpo. En tal sentido, la buena voluntad supone algo muy preciso: participar del consenso republicano. Este es el mensaje del documento político más importante de la Iglesia argentina, Iglesia y comunidad nacional (1981), del cual se ha cumplido recientemente el 40º aniversario. En aquel momento, en pleno gobierno de facto, los obispos de nuestro país por primera vez formularon una decidida adhesión a la democracia política: el Estado de Derecho; el respeto de la Constitución, los derechos fundamentales y la división de poderes; una amplia publicidad de los actos de gobierno y su fiscalización pública; el respeto de las minorías; el rechazo del autoritarismo, que enmascara la dominación de un solo grupo social sobre el resto de la sociedad; la condena de la corrupción, de los privilegios indebidos, etc. Al recordar estos principios, los obispos se pusieron a la vanguardia de una sociedad que comenzaba a recuperar su voz y dieron un impulso inicial al proceso de transición democrática.

En este último tiempo, se multiplican desde distintos sectores de nuestra sociedad, incluida la Iglesia, las apelaciones al “diálogo”, al “encuentro” y a deponer las “diferencias y conflictos”, para enfrentar unidos el desafío de la pandemia y la crisis económica. Estos llamados son indispensables, y no deberíamos dudar de su importancia. Pero para que sean relevantes deben estar acompañados por una clara reafirmación de los valores republicanos, más allá de los cuales el “diálogo”, el “encuentro” y la superación de las “diferencias” corren el riesgo de convertirse en meras formas de complicidad y claudicación ética por acción u omisión. En el actual contexto, Iglesia y comunidad nacional cobra una impensada actualidad: es testimonio de aquel admirable coraje que sentó las bases para el retorno a la democracia y que hoy es necesario recuperar para defenderla.

El llamado a un auténtico diálogo social es para todos, pero no para cualquiera. Solo las personas de buena voluntad pueden tomar parte en él. Nada se gana reduciendo un conflicto de carácter ético a una mera “grieta” ideológica. Entre las personas de buena y mala voluntad no hay encuentro posible, y señalar con claridad la diferencia entre unos y otros es una responsabilidad insoslayable de la Iglesia y de la sociedad en su conjunto. Si la ignoramos, la exhortación al diálogo corre el riesgo de volverse tan inútil como el ladrido de los perros a la luna o, peor aún, puede transformarse en un intento vano de tapar con el ruido de las palabras un silencio demasiado evidente, por tímido e inoportuno.

*Pbro. Miembro del Consejo Académico del Instituto Acton