Por Carolina Riva Posse*
Fuente: La Nación
13 de octubre de 2021

La figura de Fray Mamerto Esquiú, religioso y protagonista en la aprobación de la Constitución Nacional, puede resultar llamativa para muchos. Esquiú vio la importancia de sancionar la carta magna de nuestro país como salvaguarda contra el despotismo y para ordenar la convivencia bajo el imperio de la ley, y se mostró a favor de la libertad de culto, en contra de los católicos, que no querían promulgarla en el texto de la Constitución.

No debería sorprendernos esta apuesta católica a la libertad personal. Pertenece a la tradición cristiana la expresión de Tertuliano: “No es de la religión el obligar a la religión”, que concibe la adhesión religiosa como un acto libre de la persona, incompatible con toda coerción. La vida religiosa y su expresión deben ser respetadas como parte de la dignidad humana.

Al igual que Esquiú, fueron muchos los católicos que dialogaron con la modernidad, y que con frecuencia sufrieron la incomprensión de otros creyentes e incluso la desaprobación de pontífices. El intento de una recepción crítica de la modernidad, para rescatar en ella elementos novedosos y valiosos, en lugar de rechazarla en bloque como subjetivista y ateizante, tiene varios representantes.

Augusto Del Noce (1910-1989), filósofo político italiano, dedicó gran parte de su obra intelectual a señalar dos filones de la modernidad: uno inmanentista, llegando a Hegel, y otro abierto a la trascendencia. Este último, mucho menos conocido, con autores como Vico, Malebranche y Rosmini. Antonio Rosmini, un coloso de la filosofía y a la vez fuertemente activo en asuntos del mundo, la fundación de una nueva congregación religiosa y la participación también en proyectos de Constitución italiana. Rosmini fue un estudioso de la Revolución Francesa, buscando discernir en los revolucionarios, a menudo violentos y totalitarios, ciertas intenciones legítimas que podían ser corregidas. Es clara la intención de limitar el poder y asimismo la búsqueda de la subsidiariedad. En este filón de una modernidad no iluminista se constata una valoración de la interioridad, de la libertad, de la subjetividad personal.

Del Noce rescató la lección de Jacques Maritain de criticar la alianza reaccionaria entre el catolicismo y los movimientos fascistas. En esta alianza encajaban ciertos sectores tomistas cerrados y también otros creyentes que apoyaban el fascismo pensando que se abría así una restauración católica por destruir el socialismo y el liberalismo.

¿Podría haber ocurrido algo análogo en la Argentina? Rocco Buttiglione, discípulo de Del Noce, dice que la filosofía de este, puede leerse como una “filosofía de las instituciones”. Buttiglione explica que no existe sistema institucional que funcione bien sin virtud. Sin embargo, las mejores instituciones son las que menos virtud necesitan. Así como los mejores autos son los que necesitan menos combustible, el sistema institucional que menos virtud requiera de sus ciudadanos será el mejor diseñado. Para evitar el totalitarismo, o al menos para minimizarlo, será necesario acordar o mantener la vigencia de acuerdos que respeten a las personas en su dignidad. Un acuerdo básico a ser respetado es la libertad religiosa, que podemos llamar también libertad de conciencia.

No será suficiente, sin embargo, el buen diseño institucional. El combustible de la virtud surge de la educación del pueblo desde la educación de las familias, los valores compartidos en comunidad, una cultura con toda su multifacética riqueza, y que además une a los que van a nacer con quienes nos precedieron. Dice Del Noce que el hombre de la mens momentanea, escindido de pasado y futuro, no puede tener una vida política razonable. En el mundo de hoy se vuelve imprescindible reconocer que nada conquistado por nuestros padres garantiza que perdure hoy. Habrá que hacerse cargo de lo heredado para sostenerlo y no darlo por supuesto. Las convicciones que sostienen las instituciones deben ser conquistadas comunitariamente siempre de nuevo.

El legado de Esquiú nos interpela para volver a hacer su trabajo de involucrarse en lo común para custodiar lo recibido. “Las buenas estructuras ayudan, pero por sí solas no bastan. El hombre nunca puede ser redimido solamente desde el exterior”, decía Benedicto XVI.

Es una alegría que merece celebrarse el encontrar un testimonio como el de Esquiú para la Argentina. Se ha distorsionado muchas veces el aporte de la fe a la política, cuando se ha trocado la esperanza cristiana en optimismos basados en la visión soteriológica de la praxis política. Incluso se ha llegado a identificar a la Iglesia como una promotora de un desmantelamiento de las instituciones liberales y dueña de una postura autoritaria. Esquiú nos trae una valiente defensa de la sana laicidad y un llamado a la unidad en contra de la creencia de que estar con el pueblo implica oponerse a un supuesto “anti-pueblo”, que encarnaría un enemigo que hay que combatir.

Temas tan amplios tan concentradamente condensados obligan a una posterior explicitación. Tenemos en Esquiú, que es ante todo un hombre de Dios y no confunde la primacía de lo espiritual, una motivación para proseguir estudio y reflexión.

 

*Miembro del Consejo Consultivo del Instituto Acton