LA LIBERTAD Y LA VERDAD EN LA VIDA DEL CANDIDATO AL SACRAMENTO[1]

Por S.E.R. Lazzaro You Heung-Sik[2]

  1. La libertad y la verdad. Conjugar y no oponer libertad y verdad

Con alegría he escrito este prólogo al libro que recoge las intervenciones de la VII Semana de Estudio para Formadores de Seminario promovida por el Centro de Formación Sacerdotal, al que agradezco muy sinceramente la amable y grata invitación, así como el precioso trabajo que realiza diariamente para la actualización de tantos formadores empeñados en la delicada misión de acompañar el camino de los candidatos al sacerdocio.

El tema identificado para este libro parece de gran importancia para una adecuada formación de los futuros sacerdotes, pastores del Pueblo de Dios. En efecto, conjugar y no oponer libertad y verdad es el objetivo fundamental de todo hombre que alcanza la madurez aceptando la llamada de Dios. En efecto, demuestra la conciencia en sí mismo de esa relación de connaturalidad que existe entre nosotros, criaturas, y nuestro Creador, entre nosotros, hijos adoptivos, y nuestro Padre, entre nosotros, que nos sentimos amados, y las Personas que componen la Trinidad, fuente del amor eterno.

La íntima sintonía en el itinerario formativo de las dimensiones humana, espiritual, intelectual y pastoral, y de las etapas propedéutica, discipular, configuracional y de síntesis vocacional, permite a los seminaristas ser cada vez más conscientes de la sana relación que existe entre la fe cristiana y la capacidad inscrita en cada hombre de abrirse a lo divino y expresar así plenamente el potencial presente en cada persona.

La libertad, para ser verdaderamente ella misma, tiene sed de Verdad, siempre capaz de saciar la sed de quien la busca con corazón sincero. Este dinamismo encuentra su fundamento sólido en el Evangelio cuando presenta la relación del Hijo de Dios, hecho hombre, con las personas que encontró, como sucedió con los primeros Discípulos o con la Samaritana junto al pozo.

Esta contribución mía no puede pretender, ni pretende, desarrollar y agotar las múltiples implicaciones contenidas en tal diálogo que une libertad y verdad. Más bien, pretendo simplemente ofrecer y compartir con vosotros algunas enseñanzas que podríamos definir como «joyas» tomadas del Magisterio de los Sumos Pontífices, para que iluminen el trabajo de estos días.

  1. La configuración con Cristo, riqueza del hombre

La primera joya, tomada del gran tesoro del Concilio Vaticano II, se compone de un díptico:

a) El pasaje inicial del número 22 de la Constitución pastoral Gaudium et spes: «En realidad, sólo en el misterio del Verbo encarnado encuentra verdadera luz el misterio del hombre»[3];

b) La formulación expresada en la Declaración sobre la libertad religiosa, Dignitatis Humanae, en los números 1 y 10: «La verdad se impone sólo por la fuerza de la verdad misma, que se difunde suave y al mismo tiempo vigorosamente en las mentes. […] En efecto, el acto de fe es, por su propia naturaleza, un acto voluntario, ya que los seres humanos, redimidos por Cristo Salvador y llamados (cf. Ef 1,5) en Cristo Jesús a ser hijos adoptivos, no pueden adherirse a Dios que se les revela, a menos que el Padre los atraiga (cf. Jn 6,44) y a menos que paguen una obediencia de fe razonable y gratuita»[4].

Estas dos afirmaciones indican las vías por las que debe discurrir toda relación eclesial, en particular la que se establece entre un maestro y un discípulo, entre formadores y seminaristas en nuestro caso.

El primer texto indica un principio fundador: el hombre, el joven, se descubre y llega a ser plenamente él mismo cuanto más se entrega por entero a Dios. Por eso, cuando en plena libertad el seminarista se confía a la Iglesia como referencia objetiva, para ser acogido y redimido por el Hijo de Dios, su humanidad, enriquecida por la gracia y bajo la acción del Espíritu Santo, se transforma cada vez más en imagen de Cristo.

Así se cumple, aquí y ahora, la promesa de Jesús para quienes le siguen: tendréis el céntuplo aquí abajo (cf. Mt 19,29), es decir, una humanidad hecha «cien veces más humana», marcada por los rasgos de la ternura y de la parusía, como recuerda el Papa Francisco.

El segundo texto, por tanto, presenta el modo en que se lleva a cabo el autodescubrimiento del seminarista. En efecto, es tarea de los formadores proponer, con constancia y paciencia, la razonabilidad de la fe, ayudando así a madurar la inteligencia, el corazón y la libertad. El seminarista es llamado así a una verificación personal concreta, asimilando lo que se le ofrece, para construir sólidamente su propia persona. Con una fórmula sintética: «gratia non tollit sed perficit naturam«[5]. El camino de la formación debe, por tanto, entenderse y proponerse como configuración con Cristo, verdad que hace libres, según lo que se contiene en la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis.

3. Sacerdotes expertos en humanidad

La segunda joya se extrae del Magisterio del Papa Francisco que, en muchas ocasiones, ha intervenido pidiendo que el camino de la formación no se proponga ni se reciba de manera formalista, a través de una mera enunciación de reglas exactas o sufridas con un asentimiento pasivo, sin que el candidato sea conducido con la totalidad de su ser a la plenitud de toda la Verdad. Encontrándose con la comunidad del Seminario Regional «Pío XI» de las Marcas, el Santo Padre dijo: «Un sacerdote puede ser muy disciplinado, puede ser capaz de explicar bien la teología, incluso la filosofía y muchas cosas. Pero si no es humano, no sirve para nada. Que salga y sea profesor. Pero si no es humano, no puede ser sacerdote: le falta algo. ¿Le falta lenguaje? No, puede hablar. Le falta el corazón. Expertos en humanidad»[6].

La forma externa asumida por el seminarista puede ser irreprochable, pero la atención de la Iglesia se dirige al asentimiento interior: «El Señor respondió a Samuel: ‘No te fijes en su aspecto ni en lo impresionante de su estatura. Yo lo he descartado, porque no miro lo que mira el hombre. El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón'» (1 Sam 16,7).

Generalmente, en las personas la voluntad que se manifiesta externamente (la forma) se corresponde con la voluntad interna (el fondo), pero no siempre es así. El camino formativo debe prestar siempre mucha atención a este hecho.

Puede suceder, en efecto, que la obediencia a la verdad surja sólo de un miedo psicológico. Una relación formativa que no sea completamente libre hace un flaco favor a la Verdad e impide una educación sana en el ejercicio de la libertad. A este propósito, podría ser conveniente llamar vuestra atención, además de la Ratio Fundamentalis Institutionis Sacerdotalis, números 35-43, también la Instrucción El servicio de la autoridad y de la obediencia de la Congregación para los Institutos de vida consagrada y las Sociedades de vida apostólica, del 11 de mayo de 2008.

Queridos hermanos, sólo en la libre relación personal, amistosa y familiar con Cristo, sólo en la docilidad educativa a los formadores atentos a los pasos interiores de los candidatos, sólo a través de la oración personal, la vida sacramental, la caridad pastoral y el estudio teológico, en una auténtica fraternidad, los ordenandos ven florecer gradualmente su humanidad «desde dentro».

En este terreno, sin embargo, sucede también que arraigan algunos parásitos, que hay que saber reconocer, vigilando pacientemente para que no ahoguen el pleno desarrollo de la persona. Pienso en particular, y con respeto, en las posibles heridas personales que deben aceptarse según la totalidad de la propia historia, para ser «purificadas» a lo largo del camino formativo, sin tener prisa por seguir un calendario preestablecido para llegar cuanto antes a la ordenación sacerdotal.

De hecho, en situaciones tan delicadas, en las que la Verdad es acogida por una libertad ya marcada por experiencias incluso negativas, se necesitan mayor atención y más tiempo para alcanzar la adecuada madurez personal, necesaria para la idoneidad al sacerdocio, que, a veces, puede ni siquiera alcanzarse, sugiriendo convenientemente el abandono del camino formativo.

La Verdad, en efecto, no actúa de modo «mágico» curando repentinamente las heridas, sino que debe ser continuamente propuesta, comprendida y recompuesta por el seminarista para formar una personalidad revigorizada que haya podido experimentar «en su propia piel» la resurrección de Cristo.

El camino en el seminario no debe estar marcado por ningún formalismo. Hay que vigilar cómo se propone el camino formativo, cómo se recibe, prestando siempre atención a la persona individual. El Papa Francisco, en una visita a la archidiócesis de Milán, se dirigió así a los educadores, proponiendo un método sólido y prometedor: «Yo recomendaría una educación basada en el pensar-sentir-hacer, es decir, una educación con el intelecto, con el corazón y con las manos, los tres lenguajes. Educar en la armonía de los tres lenguajes, hasta el punto en que los jóvenes, los chicos, las chicas puedan pensar lo que sienten y hacen, sentir lo que piensan y hacen, y hacer lo que piensan y sienten. No separar los tres, sino los tres juntos. No eduquéis sólo el intelecto: eso es dar nociones intelectuales, que son importantes, pero sin el corazón y sin las manos, no sirve de nada. La educación debe ser armoniosa’[7].

4. La belleza de la razón humana cuando comprende la verdad

La tercera joya, por último, estrechamente vinculada a las dos anteriores, muestra la belleza de la razón humana cuando comprende la verdad, respetando las diferentes pertenencias culturales y étnicas o las sensibilidades y corrientes de pensamiento subjetivas a las que pueden pertenecer los educadores o los candidatos.

Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in Veritate, dice: «La verdad, en efecto, es «logos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, al sacar a las personas de las opiniones y sentimientos subjetivos, les permite ir más allá de las determinaciones culturales e históricas y encontrarse en la evaluación del valor y de la sustancia de las cosas»[8]. Esta afirmación se refleja en muchos ámbitos de la vida de la Iglesia y del mundo.

Cuando la libertad, en virtud de una pertenencia cultural o étnica, de una sensibilidad humana o de una ideología, asume una actitud de impermeabilidad a la Verdad, se encamina rápidamente hacia la pérdida de sí misma. Cuando un formador o un candidato no se deja alcanzar y enriquecer por la verdad natural o revelada, exigiendo más bien que se ajusten a su propia visión, entonces su libertad está vagando hacia el abismo de la soberbia. La verdad, en efecto, sólo puede buscarse y encontrarse con humildad.

Jesús, a este respecto, amonestó a Pedro: «¡Quítate de delante de mí, Satanás, que piensas según los hombres y no según Dios!» (Mc 8,33). Este encuentro entre verdad y libertad puede aplicarse, por ejemplo, en dos situaciones concretas: el don del celibato eclesiástico y la sinodalidad.

La enseñanza de la Iglesia latina sobre los eunucos por el Reino de Dios (cf. Mt 19, 12) es siempre favorable a la potenciación afectiva del hombre que recibe este don y lo acepta conscientemente, para superar visiones étnicas y culturales, sensibilidades e ideologías ciertamente legítimas, pero no por ello menos parciales.

El celibato, por tanto, debe ser presentado por los formadores con la debida adecuación a los seminaristas, que pueden entenderlo no de manera reductiva como una «renuncia», teniendo así que suprimir una parte de sí mismos, sino, por el contrario, acogerlo como un don que asimila aún más el futuro ministerio sagrado a Jesús Sumo Sacerdote. La totalidad de la propia vida, entregada a Dios, permitirá al futuro sacerdote amar aún más, amar de manera aún más gratuita y sana a las personas que le han sido confiadas.

La aceptación, pues, del modo sinodal en la Iglesia, como forma de pensar y ejercer el ministerio sacerdotal en comunión con el Papa, el Obispo, los hermanos, en la pertenencia única al Pueblo de Dios, es una dimensión intrínseca del sacerdocio, marcada por la »mística» de vivir juntos[9].

La sinodalidad, en el centro de la reflexión actual de la Iglesia, supone una educación para saber caminar juntos, en las parroquias y en las diócesis, según el modo de ser de la comunión trinitaria de amor: «Las Personas divinas son relaciones subsistentes y el mundo, creado según el modelo divino, es una red de relaciones. […] La persona humana, […] cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas […] asume en su propia existencia ese dinamismo trinitario que Dios ha impreso en ella desde su creación. […] Esto nos invita a desarrollar una espiritualidad de solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad»[10].

El seminarista, futuro sacerdote, no puede caer entonces en el peligro del individualismo. Formadores y candidatos, corrigiendo sus propias ideas preconcebidas, están llamados a realizar su vocación en estilo sinodal, con escucha mutua, fraternidad en el único presbiterio, en torno al Sucesor de Pedro, el Obispo, al servicio del Pueblo de Dios, encarnando una existencia amorosa que saca su savia de la vida trinitaria.

5. Educar para la santidad

Al final de esta intervención, quisiera subrayar la importancia de la educación para la santidad.

Libertad y verdad, en efecto, se encuentran en el corazón de la persona llamada al sacerdocio y del corazón brotan en el amor pastoral. Baste pensar en cómo vivieron San Juan Bosco, el Santo Cura de Ars, San Felipe Neri, el Beato Pino Puglisi, San Andrés Kim Taegon, el primer sacerdote coreano; y también San Josemaría Escrivá de Balaguer, el Beato Álvaro del Portillo, el Beato Carlo Gnocchi, el Beato Giorgio Popieluszko, y San José Gabriel del Rosario Brochero, ¡que recorría kilómetros y kilómetros, cabalgando con su mula por las montañas de Argentina para estar con la gente!

San Juan Pablo II, en su libro autobiográfico Don y Misterio, cincuenta años después de su propia ordenación, escribió: Sólo un sacerdote santo puede llegar a ser, en un mundo cada vez más secularizado, un testigo transparente de Cristo de su Evangelio. […] Mi larga experiencia, en situaciones muy diversas, me ha confirmado en la convicción de que sólo de la tierra de la santidad sacerdotal puede crecer una pastoral eficaz, una verdadera ‘cura animarum‘. El secreto más verdadero de los auténticos éxitos pastorales no reside en los medios materiales, y menos aún en los «medios ricos». ¡Los frutos duraderos del esfuerzo pastoral nacen de la santidad del sacerdote![11].

En resumen, pues, la formación al sacerdocio es siempre formación a la santidad, porque libertad y verdad se encuentran concreta y espléndidamente en las personas que viven santamente. La fe en el Hijo, Camino-Verdad-Vida, fecunda la libertad de los hijos candidatos a las sagradas órdenes, fructificando en caridad pastoral para el Pueblo de Dios. Una vez sacerdotes, podrán vivir en plenitud su vocación sacerdotal entregando libremente su vida a imitación del Buen Pastor: «Tomad esto es mi cuerpo» (Mc 14,22), y, «Nadie me quita la vida, sino que yo la ofrezco de mí mismo» (Jn 10,18).

Este, como dice el Papa Francisco, es el olor que reconocen las ovejas: el olor de los pastores santos que, consagrados en la verdad (cf. Jn 17,17) y permaneciendo en su amor (cf. Jn 15,9) se entregan con un corazón indiviso para que todos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Gracias y ¡buena lectura!

  1. Insa Gómez, Francisco Javier (coord.), Formar en la y para la libertad. Seguir a Cristo en la vida sacerdotal, Palabra, Madrid, 2023. N. del T.: El presente texto se ha traducido de la edición original italiana.
  2. Prefecto del Dicasterio para el Clero.
  3. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, 7 de diciembre de 1965, n. 22.
  4. Concilio Vaticano II, Decreto Dignitatis humanae, 7 de diciembre de 1965, n. 1.10.
  5. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, I, q. 1, a. 8, ad 2.
  6. Francisco, Discurso a la comunidad del Pontificio Seminario Regional de las Marcas «Pío XI», 10 de junio de 2021.
  7. Francisco, Encuentro con los chicos confirmados en la archidiócesis de Milán, 25 de marzo de 2017.
  8. Benedicto XVI, Carta encíclica Caritas in veritate, 29 de junio de 2009, n. 4.
  9. Francisco, Carta encíclica Evangelii gaudium, 24 de noviembre de 2013, n. 87.
  10. Francisco, Carta encíclica Laudato si’, 24 de mayo de 2015, n. 240.
  11. San Juan Pablo II, Don y misterio, Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 1996, p. 101.