Romano Guardini
Traducción directa del alemán a cargo de Enrique Cassagne
Especial para el Centro Pieper
Al decir de Guardini, toda su Antropología está contenida en esta conferencia.
La pregunta
El conocimiento que el hombre tiene de sí mismo depende del conocimiento que tiene de Dios; su saber sobre sí mismo depende de los pensamientos con los que piensa en Dios. ¿Cómo es esto? ¿Cómo se funda un conocimiento en el otro? Esta pregunta es decisiva: de su respuesta depende, simplemente, todo.
Materialismo e idealismo
Se encuentra la imagen del hombre del «materialismo». Se constituyó en el transcurso de la Revolución Francesa, se desarrolló durante el siglo XIX y determina hoy el pensamiento totalitario. Para ella sólo hay «materia». La materia era desde siempre y, en razón de sus leyes esenciales, se puso en movimiento. Así se ha llegado desde la materia inerte hasta la vida orgánica, desde la orgánica a la psíquica, y de ésta a la espiritual. Si fuera posible retornar a lo último, todo podría deducirse de las propiedades de la materia (así como un químico puede reducir una combinación a sus elementos componentes y a determinadas condiciones de experiencia). Para el materialismo entonces, el hombre resulta no ser más que una combinación material compleja.
A esta imagen se opone la «idealista», desarrollada por los grandes sistemas de los siglos XVIII y XIX. Según ella, lo primero y propio es el «Espíritu», mejor dicho, el «Espíritu Absoluto» o «Espíritu del Mundo». Primero estuvo atado y mudo, pero quiere por sí mismo hacerse poderoso. Así genera la materia. En su permanente enfrentamiento con ella va conformando «el mundo» hasta que finalmente llega, en el hombre, a tener conciencia de sí mismo. El espíritu eterno subyace al hombre y constituye su esencia. En él todo encuentra su sentido.
Sociologismo e individualismo
De la vivencia de las relaciones sociales surge la imagen «sociologista». Por sí solo el individuo es nada. Un pensamiento, una experiencia, una obra -todo lo que puede ser relación y tarea- sólo adquieren sentido cuando se los entiende desde la trabazón social. Realmente existe, sólo es, «la sociedad». Tanto el hombre individual como su obra surgen de ella. Así resulta un hombre que sólo es testigo y órgano de la vida social.
A esta visión se le opone el «individualismo»: realmente hombre es el individuo. En la multitud pierde lo propio. Solamente en cuanto individuo tiene conciencia y fuerza de creación. Sólo como tal tiene responsabilidad y dignidad. Apenas los hombres son muchos se constituye «la masa», objeto o material al servicio de planes y acciones de individuos.
Determinismo y existencialismo
El «determinismo» ve todo como ocurriendo según un impulso invariable: en cada lugar las cosas van como tienen que ir. En cada proceso particular se expresa la totalidad, un «correr del mundo». Toda libertad es ilusión. Es sólo un modo especial de imponerse al hombre esa ordenación omni-comprensiva que todo lo domina. Así, el hombre resulta una «conformación» constituida por necesidades; su vida es un proceso que se cumple dentro del impulso general, encuadrado en las leyes del mundo.
En oposición, el «existencialismo» ve al hombre completamente libre. Según él no hay orden objetivo alguno determinante de la vida de los hombres y por ello orden alguno en el que pudiera protegerse. Sin apoyo, como una posibilidad atómica, está arrojado al vacío. En cada instante, desde una soberana, o mejor dicho, desesperada libertad, debe decidir su acción. Así, él se da sentido a sí mismo, determina su propio ser y, en tanto se arriesga, se convierte en hombre.
Imágenes múltiples
Hemos dibujado, en pocos trazos, seis imágenes del hombre. Una dice: el hombre es, en última instancia, «materia»; otra: es una forma del «Espíritu Absoluto». Dice uno: el hombre es más que un momento del todo social; y otro: es sólo hombre en tanto es en sí mismo, como personalidad; y de nuevo uno dice: el hombre transita sin reposo en la necesidad de las leyes universales; y otro: es absolutamente libre y señor de sí mismo…
Imágenes contradictorias
Estas concepciones representan sólo algunas de las de la historia de la autocomprensión humana. Hay otras. De todas maneras son suficientes para formular la pregunta que la misma historia nos sugiere.
Estas concepciones se contradicen unas a otras, ¿cómo puede ser?
El hombre no es algo que estuviera a distancia inaccesible espacial o temporal. ¿Cómo puede ser que en las afirmaciones pueda haber tan tajantes contradicciones?
Y no sólo en los ignorantes o faltos de cultura, sino en los espíritus más fuertes; no sólo entre los inermes sino entre aquellos cuya mirada se destaca (y que debieran recíprocamente complementarse). Si se juzga de modo tan contradictorio sobre lo que a cada uno le es más próximo (porque es uno mismo, o su padre, madre, esposa, hijo o amigo), debe ser porque nos encontramos aquí con una verdadera dificultad.
El hombre un ser desconocido
El biólogo Alexis Carrel escribió un libro: «El hombre, un ser desconocido». El título suena sensacionalista pero expresa lo que quizá uno alguna vez ha pensado. Parece realmente que no sabemos quién es el hombre; y esto significaría que «no sabemos quiénes somos nosotros mismos». ¿Cómo es posible?
El fundamento de este desconocimiento no puede estar sólo en la dificultad de los problemas. Son verdaderamente difíciles y uno tiene a veces la sensación de no llegar nunca a término. Pero esto sólo llevaría a una incansable investigación, a progresar paso a paso. Pensemos en el camino de la física. Primero la antigua doctrina de los elementos; después se descubrieron los átomos como puntos materiales sin cualidad ni estructura; de ahí en más aparece el concepto moderno de átomo como un mundo de relaciones y procesos (¡y quién sabe lo que todavía se va a descubrir!). Se dio un probar y abandonar; una multitud de hipótesis y teorías, pero en todo corría una única invitación. Hace poco un físico advirtió que la nueva física atómica daba por tierra con los resultados de la física clásica anterior, pero en rigor se reordena todo en relaciones más comprensivas.
Pensemos, en cambio, en las respuestas a la pregunta por la esencia del hombre: nos encontramos con un cuadro muy distinto. No hay superación de una teoría por otra mejor sino contradicciones insuperables, ninguna línea ascendente por escalones: en su lugar una incurable confusión, más aún: aquí se enfrentan significaciones completamente distintas de la existencia. Este enfrentamiento teórico es en rigor una «batalla», y vemos como se conduce esta batalla: a vida o muerte. Los frentes se extienden a todo el mundo, a todos los ámbitos. Esto debería hacernos abrir los ojos.
Condiciones del conocimiento
¿No dependerá un recto conocimiento de los hombres de «especiales condiciones»?
En todos los órdenes, el conocimiento de un objeto depende de condiciones peculiares determinadas por el objeto mismo. Pensemos, por ejemplo, que para ver una cosa necesito luz; o algo puede estar bajo mis ojos y no darme cuenta porque mi atención no se dirige a ello. Hasta puede suceder que la busque y no la encuentre porque algún motivo en mi voluntad inconciente no lo quiere. Se trata de todo aquello que constituye las condiciones concretas del conocimiento.
¿No será que el conocimiento del hombre sólo se logrará cuando se cumplan determinadas condiciones? Y si es así ¿de qué clase de condiciones se trata?
Relación con Dios
El pensamiento contemporáneo comprende al hombre como un ser que se desarrolla desde su propia naturaleza, entra en relación con el mundo, realiza en él su tarea y después, quizás, asume un mundo metafísico o puede entrar en relación con Dios. Para este pensamiento, esto último no tiene necesariamente que ser. Si es, influye sin duda en el comportamiento, en el modo como se maneja el destino. Pero la esencia humana como tal permanece intacta, aún cuando no se dé esa relación con Dios.
¿Es esto verdad? ¿La relación con Dios no tendrá un carácter único, distinto de cualquier otra relación? ¿No será que la recta realización de la relación para con Dios, constituya esa condición previa por la que preguntamos, y de la que depende de hasta dónde pueda el hombre entenderse a sí mismo, justamente porque esa relación pertenece a la esencia del hombre? ¿No está aquí la razón del extraño hecho, que a pesar de un desmesurado arsenal de aparatos y métodos, descubrimientos, experimentos y teorías, pregunte el hombre moderno qué es eso que se encuentra inmediatamente delante de los ojos, o sea, él mismo, y que el resultado sea tanta confusión y contradicción?
Imagen de Dios
El primer libro de la Escritura, el Génesis, dice:
«Y Dios dijo: ¡Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza! Deberá dominar sobre los peces del mar, sobre los pájaros del cielo, sobre los animales de la tierra, en todo lugar… Y Dios hizo al hombre según su imagen. Cómo imagen de Dios lo creó. Lo creó como varón y mujer» (1, 26-27).
Según estas palabras el hombre es imagen (Ebenbild) de Dios.
Esto está en el principio y es anterior a cualquier afirmación sobre el hombre. Constituye la determinación fundamental de la doctrina de la Escritura sobre el hombre y está contenida en cualquiera de sus afirmaciones sobre él mismo.
¿Qué significa esto? ¿Puede un ser finito ser semejante a Dios? Es evidente que se trata de algo lleno de misterio y por eso mismo da lugar a una tentación. Ella consigue invertir la voluntad del hombre: de ser imagen pasa a querer ser igual a Dios.
Una cosa puede ser una imitación (Nachbildung) de otra. Por ejemplo: alguien encarga a un artesano hacerle una mesa dándoles otra como modelo. La mesa -imagen- sería una simple copia.
Pero hay también modos más vivos de ser imagen. Por ejemplo: se puede decir que un niño es una «imagen» traspuesta de sus padres (Ab-bild). Reproduce cualidades que también tienen sus padres pero que en él, sin embargo, han sido traducidas a su personalidad.
Pero, ¿y la semejanza con Dios? Dios es absoluto: es simplemente Ser, Vida, Verdad y Bienaventuranza. Y todo lo es de un modo eminente que supera todo pensar y decir. ¿Cómo puede, entonces, el hombre, que es creado y por ende finito, ser imagen de ese ser enorme?
Imagen y esencia
Sin embargo, es así: Dios lo dice. Y dice más: que en este ser imagen (Ebenbildlichkeit) descansa la esencia del hombre.
De una imitación de Dios no puede hablarse: de Dios no hay copia. Nos acercamos más si partimos de la relación de padre a hijo donde tampoco hay copia, aunque sí «traducción». Los rasgos esenciales de los padres se traducen en el hijo de modo tal que los rasgos de aquellos se hacen propios, como si en su personalidad nacieran de nuevo.
Más cerca llegaremos con esta consideración: cuando vemos el rostro de un hombre vemos lo que pasa en su alma: el respeto, la admiración, el odio, el temor. El alma no es en sí visible (pues es espiritual). Pero ella se traduce en el cuerpo y logra así hacerse visible. En el cuerpo humano, en la figura, en el rostro, o en el gesto, aparece la densidad del alma. El cuerpo es expresivo. Esto significa que el cuerpo, en el fondo, no obstante lo que lo distingue, es semejante al alma. Podríamos seguir en esta línea pero lo que queremos significar está suficientemente claro.
Lo inconcebible, que sin embargo hace a nuestra esencia (y a lo que debemos acercarnos con temor pero con confianza) es que Dios, si se nos permite hablar así, traduzca el contenido infinito y la simplicidad plena de Su esencia en la finitud y fragilidad de su creatura.
Naturaleza humana y el misterio de la encarnación
Hay más aún: lo que sucede en la creación es sólo un esbozo de lo que encontrará su plenitud cuando el «Hijo eterno» de Dios no sólo se refleje (Abbilden) en un hombre (espejo) sino se «haga» hombre en el sentido del Apóstol, que hablando de Cristo dice: «La Palabra se hizo carne y nosotros hemos visto su Señorío, Gloria del Unigénito del Padre» (Juan 1, 14)
Dice: así como en el rostro de un hombre puede verse su alma, así se podrá ver al Hijo Eterno de Dios en el ser viviente de Jesús (supuesto que tengamos ojos capaces, o sea, creyentes y amantes). Ese ser-imagen que conlleva la naturaleza humana es una primera sugerencia del misterio de la encarnación. Este «ser imagen» atraviesa todo el ser del hombre; y es algo tan preciso como misterioso: es la figura de fondo en que consiste lo humano; el único concepto fundamental desde el que podrá ser entendido.
Relación con Dios: desde y hacia Dios
San Agustín encuentra al principio de sus Confesiones una feliz expresión válida para siempre cuando dice: «Hacia Ti nos has creado, Señor…».
No es meramente entusiástica o edificante, sino precisa.
Dios ha puesto al hombre en una relación con Él, fuera de la cual el hombre no puede ni ser, ni ser entendido. El hombre tiene un sentido, pero ese sentido está sobre él, en Dios.
No se puede entender al hombre como una figura cerrada que viviera y descansara en sí misma. Existe en forma de «relación»: «desde Dios y hacia Dios». Esta relación no es algo segundo, agregado a su esencia de modo que pudiera prescindirse de ella sin afectarla, sino que en esa relación a Dios tiene el hombre «la esencia», su «fundamento».
Así el hombre sólo puede ser entendido desde «este» punto de vista. Si se intentara entenderlo desde otro fundamento, no se acertaría. Se usaría la palabra «hombre», pero allí no estaría la realidad.
Autonomía moderna
En los tiempos modernos sucedió algo que al que tiene ojos le hace ver lo esencial. El hombre, o mejor, muchos hombres, sobre todo aquellos que daban el tono, se desvincularon de Dios. Se declararon autónomos: capaces y obligados a darse ellos, a sí mismos, la ley de su vida. Esta actitud avanzó decididamente hasta hacer del hombre un «absoluto». Pensadores modernos afirman que el hombre ha llegado ya tan lejos que puede asumir como propias las cualidades que hasta ahora, por su inmadurez, habían depositado en Dios. Omnisciencia, omnipotencia y providencia deberán de ahora en más convertirse en cualidades humanas. El hombre estaría hoy maduro para decidir qué es bueno y qué es malo; qué debe ser querido y qué no permitido.
Junto a esta línea corre otra que afirma que el hombre es un ser viviente como cualquier otro. Su espiritualidad surge de lo biológico de la materia. En última instancia, el hombre no sería más que un animal muy evolucionado. Este animal no es distinto de la cosa material: sólo se diferencia en que está completamente edificado. Así se disuelve al hombre en una cruda materialidad.
¿No es esto revelador? Ambas respuestas, cada una de las cuales excluye a la otra, surgen de la misma raíz.
Idealismo absoluto y existencialismo
Otra vez: ambas líneas muestran cómo el hombre llega a malentenderse cuando abandona ese «desde Dios y hacia Dios» que funda su ser.
Un hombre experimenta el poder y la plenitud de sentido de su obrar y hacer y se pregunta: ¿cómo hay que entender esto? Responde: «mi» espíritu es el Espíritu-Absoluto. Yo, en mi núcleo, soy idéntico a Dios; sí, yo soy aquello que antes, en la debilidad de mi inmadurez, llamé «Dios»… Pero el otro hombre dice que absolutamente no hay espíritu. Lo que se llama espíritu es un resultado del cerebro, y el cerebro una alta combinación de lo que en última instancia no es sino materia inerte.
También el hombre puede experimentar el poderío de su iniciativa, de su fuerza de comienzo. No es sólo un punto de paso en la cadena de efectos que corre por el mundo. Es capaz de iniciar en sí mismo, una cadena de efectos, de un proceso. Entonces puede preguntarse: ¿qué es esto? Y responder: libertad absoluta y creadora, que hace emerger ideas, normas y «el mundo» mismo. Pero también algún hombre dice que hablar de libertad es un sinsentido. En rigor sólo hay necesidades, que en el ámbito material se llaman «leyes naturales», en el ámbito anímico «pulsiones», y en el ético «motivos»: tres nombres para lo mismo.
Un hombre tiene la grata conciencia de no ser sólo un ejemplar de una especie, sino persona única, «él mismo». Así llega a preguntarse: ¿Qué es esto de ser persona? Responde. Lo asentado totalmente en sí mismo, sin órdenes que lo sostengan, sin normas que lo obliguen; arrojado al azar de un destino tan violento como terrible, necesitando en cada momento determinarse a sí mismo. Una respuesta contraria replicaría: la opinión «el hombre es persona» es un engaño. En verdad es sólo un elemento del todo del mundo; una cosa entre cosas; una célula en el Estado. Por sí mismo, no tiene sentido. Afirmarse en sí mismo es, simplemente, un crimen. Debe disolverse en el Todo y estar de acuerdo en sacrificarse a ese todo.
En resumen…
Se podría decir mucho más, pero vemos cómo a pesar de las variantes, siempre se cae en un error abismal: el hombre se malentiende a sí mismo. Cuando se aparta de Dios se hace inconcebible a sí mismo. Sus innumerables intentos de interpretación juegan entre dos polos: hacerse absoluto o despreciarse; levantar la más alta pretensión de dignidad y responsabilidad o hundirse en la Naturaleza.
El hombre y sus relaciones
El hombre puede entrar en «relación» con otros hombres y de muchos modos: por el conocimiento, la amistad, la ayuda, etc…. En esas relaciones se despliega su esencia, pero él no consiste en esa relación. Permanece hombre aún cuando no conozca a éste o a aquél, o cuando no lo ayuda. La «relación» que nos interesa es de otra índole. Un arco es un puente que el constructor tiende de una orilla a otra. No puedo decir que el puente pueda o no apoyarse en la otra orilla y permanecer puente. Será un sinsentido pues justamente es puente en tanto se levanta en esta orilla y se apoya en la otra. El hombre solamente es hombre en su relación con Dios. El «desde-Dios» y «hacia-Dios» fundamenta su esencia.
La personalidad
Esto se verá mejor si ponemos ante los ojos aquello que diferencia al hombre de todas las otras creaturas terrestres: su personalidad.
Ser persona significa reposar en estancia propia y poder actuar desde una propia fuerza de inicio, y así disponer sobre sí mismo y sobre las cosas. A la pregunta: ¿quién hizo eso o aquello?, puede responder: «yo» y hacerse responsable.
Relación yo-tú
Pero las cosas no ocurrieron de modo que simplemente Dios conformó al hombre y lo instaló en sí mismo. Realizó algo totalmente de otro rango. Dios hizo que el hombre fuera su «tú», y le dio a su vez, encontrar su «tú» más propio en Dios. En esta relación yo-tú descansa la esencia del hombre. Y sólo porque Dios lo ha fundado en la relación yo-tú con Él, puede el hombre entrar en relación personal con otros hombres. Decirle a otros: «Te veo…», «te honro…» es sólo posible porque Dios le ha dado al hombre decirle a Él, al Señor: «Tú eres mi creador… yo te adoro».
«Yo soy el que soy»
En la revelación del Monte Horeb (Ex. 3), decisiva para lo sucesivo, aparece Dios a Moisés en la zarza ardiente. Cuando Moisés pregunta a Dios por su nombre, Él responde: «YO SOY EL QUE SOY». La frase es inagotablemente profunda. Dice: «Yo soy aquel que está aquí con poder y va a actuar». Más aún: «Yo soy aquel que no toma nombre del mundo, sino que debe ser nombrado desde sí mismo». Y más profundamente: «Yo soy el único que por esencia es capaz, y está ligado» a decir «yo». En sentido estricto sólo Dios es «yo»: «Él-mismo». Cuando decimos «él» podemos referirnos a algún hombre, pero cuando lo decimos simplemente, desde el fondo del espíritu (lo decimos con mayúscula), nos referimos a Dios.
Cuando decimos «tú» podemos dirigirnos a alguien; pero si hablamos simplemente, con todo nuestro ser, a espacio abierto, entonces llamamos a Dios.
Dios llama al hombre
Este Dios es el que llama al hombre. Y no como si el hombre ya existiera y Él le dirigiera su palabra para que hiciera esto o aquello, sino que el llamado santo de Dios fundamenta al hombre en su ser haciéndolo persona. El hombre está sostenido en la vocación de Dios. Si se pudiera desvincular al hombre de ese ser-llamado se lo convertiría en un fantasma o se lo anularía. Intentar entender al hombre de otro modo, sería sinsentido y rebelión.
Quién es Dios
Tanto sabe el hombre quién es él, cuanto se entiende desde Dios. Pero para eso debe saber quién es Dios y esto sólo es posible para quien asume la auto-testificación de Dios. Si se rebela contra Dios, si lo rechaza, pensará a Dios falsamente; y así llegará también a perder el saber sobre su propia esencia. Esta es la ley fundamental que abre al conocimiento del hombre.
Status naturæ lapsæ
La primera rebelión ocurrió cuando el pecado original. Sucedió al principio y es inconcebible cómo pudo ocurrir. Desde entonces toda la historia humana está bajo su efecto. Con esta doctrina toda la historia humana se coloca en profunda oposición a cualquier naturalismo u optimismo.
La doctrina del pecado original nos dice que el verdadero hombre, su historia y su obra, nada tienen que ver con la concepción moderna por la que el hombre va accediendo, paso a paso, en segura evolución, a un cada vez más rico despliegue de sí. Este hombre no existe.
El pecado original consistió en que el hombre no quiso más ser imagen sino modelo; quiso ser sapiente y poderoso como Dios. Así perdió su relación original con Dios. Se derrumbó su figura original y surgió el hombre caído o perdido. Nada sabemos de los largos tramos de su vida vividos en la oscuridad de la perdición. Quizás alguna vez seamos capaces de oír lo que dice el arte de los tiempos primitivos. Quizás aprendamos también, alguna vez, a preguntar al acervo paleontológico.
Hasta ahora esto no ha sucedido: las preguntas y respuestas están encuadradas en la doctrina evolucionista para la que todo lo anterior es siempre un escalón en un camino ascendente hacia lo perfecto. En verdad, la oscuridad tras la caída no fue simplemente una fase de la gran emergencia hacia la claridad cultural sino una embotada perturbación. En este estado, el hombre dejó de saber quién era y en qué consistía el sentido de su vida.
En el Norte existe la saga de aquellos a quienes se les ha robado el corazón. Dejan de saber quiénes son. Se buscan a sí mismos y no se encuentran. Es una semejanza de lo que queremos decir: los hombres habían dejado de saber quiénes eran, de dónde venían y adónde iban.
Esto permaneció así largo tiempo a pesar de la grandeza de sus emprendimientos y de la gloria de sus obras. Pero cuando se verifica la respuesta que ese hombre da a las preguntas sobre su esencia -y no sólo algunos sino todos, no sólo los animosos y los notables sino también los dubitativos y la gente común- se deja ver que el hombre ya «no sabe más quién es él mismo». Sólo que se ha acostumbrado tanto a este no saber que lo encuentra natural. Más aún: al invertir la pregunta, llevándola a la problemática de la naturaleza (que la ciencia va dominando paso a paso), llega a estar orgulloso de «no saber».
La Revelación
Entonces acaeció la Revelación. Se llevó a cabo, a lo largo de una estrecha línea que pasa por la historia del Antiguo Testamento, hasta completarse luego en Cristo.
La Revelación, al decirle al hombre quién era Dios, le dijo también quién era él mismo. Conocimiento de Dios y conocimiento del hombre eran uno: así la «imagen» volvió a ser visible y el hombre recobró su sentido. Más aún, en Cristo la imagen se elevó a una altura inconcebible, pues en Él la figura humana fue el medio para la epifanía en el mundo, del mismo Padre y del Hijo eterno de Dios.
«El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Juan 14, 9).
Por la fe y el Bautismo llega el hombre a participar en este misterio. Nace el nuevo hombre, «conformado según la imagen del Hijo de Dios» (Rom. 8, 29). Ahora podía el hombre volver a entenderse. Era como alguien que tras largo olvido retornara a sí mismo.
La historia cristiana
Cuando vemos el pensar, ver y configurarse el orden y la sabiduría de los primeros quince siglos después de Cristo, vemos también cómo en todos los ámbitos el hombre penetra en sus propias raíces. Subiendo a la majestad de Dios encuentra su verdad propia; experimentando la interioridad de Dios, entra en su propia profundidad, ansiando la gloria de Dios, comprende su propia nostalgia.
La ciencia de hoy es incapaz de ver el arte de estos siglos. Sabe de infinitos datos y relaciones, formas y estilos, pero no ve lo propio: el encuentro del hombre consigo mismo en el encuentro con Dios, se trate de la figura humana misma o de los espacios humanamente configurados del templo, palacio o casa; del destino del hombre en la poesía y el drama, o de la vida del corazón en la música.
La recaída
Pero vino luego la recaída: No sólo éste o aquél individuo sino los más influyentes y responsables se desvincularon de Dios.
La existencia como un todo tomó otro carácter. Se suscitó una tremenda irrupción de emprendimientos artísticos, poéticos y científicos; de esfuerzos de configuración del Estado y de dominio técnico-económico del mundo. Pero en todo esto ocurrió algo terrible: el hombre empezó de nuevo a olvidarse de sí, de quién era él, no se daba cuenta de lo que le ocurría y, más aún, opinaba que recién ahora accedía a su verdadera realidad. Perdió el «desde y hacia Dios» y empezó a entenderse a sí mismo como un ser natural autosuficiente, y a entender su obra como creación autónoma. Así perdió a sus ojos su verdadero ser y el verdadero sentido de su acción.
Basta mirar lo que dice la ciencia actual sobre el hombre: cómo es presentado por la medicina, psicología, sociología o historia. En lo que dice: ¿se encuentra uno a sí mismo?
Cuando se puede apartar la sugestión que ejerce la ciencia y cuando uno se remite a su más profundo saber sobre sí mismo, ¿tiene la impresión de ser uno mismo el ser del que habla esta ciencia? No se experimenta el drama de un hombre que habla de sí mismo con un inmenso arsenal de hechos y métodos y que, justamente así, se sustrae a sí mismo. O tomemos el Estado moderno, con sus gigantescas obras de ordenación y dominio: ¿se tiene conciencia de que el ser que pone las leyes y las cumple, que rige y es regido, sea uno mismo? ¿No hay un tremendo aparato en cuestión que finalmente cae en el vacío?
¿No ocurre que vemos un ser agarrado, insertado en órdenes, usado y abusado para fines, exigido y perturbado, y que a este ser se lo llama «hombre» pero que, en verdad, no es el verdadero hombre sino una cosa fantasmal entre semi-dios y hormiga?
Finalmente, nos podemos encontrar con el fenómeno patológico de la amnesia.
En la guerra sucedió a menudo ver a un hombre vivir, hacer esto o aquello, pero que se había olvidado de quién era él. Por eso su existencia apareció como sin centro y sin unidad. Algo similar, pero mucho más grave, le ha sucedido al hombre moderno. Es como uno que ha perdido su nombre pues su nombre está imbricado con el nombre de Dios. No se puede olvidar el nombre del Dios Viviente y mantener interiormente el propio nombre, sentido y camino de la vida. Esto no es posible. Como tampoco es posible que un puente se mantenga estable, apoyado en una orilla cuando la misma se desplaza.
Este hombre moderno es febrilmente activo. Lleva a cabo grandes obras para confirmarse a sí mismo. Intenta poner al mundo bajo su poder para constituirlo como obra propia, pero en el fondo, ya no sabe de la esencia del que lo erige ni sabe quién es él, de dónde viene ni adónde va.
Esta situación se da no sólo en el orden metafísico, sino que se repite en la realidad de lo anímico como de lo corporal, de lo individual como lo estatal, de lo económico como de la vida cultural; lo puede ver cualquiera que quiera ver.
Esta situación pide ser reconocida y es una tarea ineludible para el pensamiento cristiano. Éste se va a dar cuenta que todos los errores de las distintas opiniones políticas, económicas y culturales, que llenan el mundo, perfilan dos grandes frentes: el de aquellos hombres que pretenden entender su existencia y su obra desde sí mismos; y el de los otros que siempre reciben su nombre del nombre de Dios y que acogen lo que se les encomienda del verdadero Señor.
Fuente: Traducción directa del alemán a cargo de Enrique Cassagne
del original «NurwerGottkennt, kennt den Menschen» de Romano Guardini,
conferencia inicial en Berlín, 1952, en el CatholikenTag.
-Especial para el Centro Pieper-
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