Por Gustavo Irrazábal

 La exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG), según lo admite expresamente el Papa Francisco, no es un documento social (EG 184). Sin embargo, abunda en afirmaciones de carácter social y económico. Más aún, pese a ser un texto de tono generalmente espontáneo y sin pretensiones sistemáticas, contiene en su capítulo IV una gran sorpresa: bajo el título “El bien común y la paz social” identifica cuatro principios “que orientan específicamente el desarrollo de la convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común” (EG 221).

Dichos principios son novedosos, hasta el punto de carecer de antecedentes en la Doctrina Social de la Iglesia (DSI), ya que si bien asegura Francisco que los mismos “brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia, los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y la valoración de los fenómenos sociales»” (EG 221), en ningún lugar explica la vinculación entre aquéllos y éstos.

Si bien el Papa remite al Compendio de la DSI, es claro que muchos juicios de EG no son fáciles de conciliar con la tradición de la DSI, cabría preguntarse: ¿Se propone Francisco imprimir a este cuerpo de doctrina un cambio de dirección? ¿Cómo se relacionan sus dichos con la enseñanza social precedente? ¿De qué modo se vinculan los principios que propone en EG con los principios universales de la DSI?

Profecía y DSI 

La respuesta a estos interrogantes depende lógicamente de otra pregunta: ¿Se puede considerar la reflexión social de EG como expresión de la DSI? Para afrontar esta cuestión, es preciso diferenciar el discurso de la DSI de otro tipo de discurso, el de la profecía. Se trata, en efecto, de dos géneros distintos, aunque puedan combinarse en distintas proporciones.

El género profético tiene sus reglas propias, como la simplificación (cf. EG 194: “¿Para qué complicar lo que es tan simple?”), el paso directo de la Palabra de Dios a las conclusiones prácticas, la generalización, la interpretación de la realidad en clave de lucha entre el bien y el mal (dualismo moral), la visión negativa del mundo y por lo tanto la focalización en la denuncia, el recurso a la hipérbole y a los excesos retóricos, todo ello al servicio de una intención parenética o exhortativa. La profecía no fundamenta sus dichos porque parte de la base de que lo bueno y lo malo, lo que se debe hacer o evitar, están más allá de toda duda, y que lo único que impide al destinatario captar esa evidencia es su propio pecado. En síntesis, la profecía es esencialmente un llamado a la conversión.

La DSI, en cambio, se nueve en otro plano, el de un análisis orientado por los valores universales pero sereno, iluminado por la fe pero al mismo tiempo racional, firme pero articulado, consciente de su especificidad pero atento a la mediación de las ciencias humanas, portador de juicios éticos pero abierto al diálogo. Su enfoque es universal, no encerrado en la perspectiva de un solo sector social. Se ocupa en primer lugar del orden de la creación y de las leyes estructurales la convivencia social, para después abordar a la luz de ellas el problema del pecado y la injusticia. No reconduce todas las imperfecciones y carencias del orden social al pecado, sino que reconoce la historicidad y la imperfección inherentes a dicho orden. Por lo mismo, busca estimular la reflexión y el discernimiento de los destinatarios, presumiendo su buena voluntad, e invitando al diálogo. El Papa mismo señala algunas características de este segundo género como la importancia del recurso a las ciencias, los límites de su discurso pastoral frente a la complejidad de los problemas sociales (EG 184), y su carácter “ante todo positivo y propositivo” (EG 183).

La DSI, como dijimos, tiene una dimensión profética irrenunciable, pero ésta no altera los rasgos básicos del discurso en el cual se enmarca y que acabamos de recordar, ni siquiera en el caso del magisterio social latinoamericano, donde aquella dimensión está particularmente acentuada. A su vez, el género profético puede incorporar aspectos más analíticos. Pero distinguir ambos géneros sigue siendo indispensable, en primer lugar, para no “sobreinterpretar” textos de carácter profético olvidando su finalidad parenética, pero también para mostrar que, eventualmente, un discurso profético no responde a los postulados epistemológicos de la DSI y no puede considerarse parte de ella. El Papa considera estar exponiendo y recordando la DSI (EG 182), pero es imposible dejar de advertir lo problemático de esa asunción.

¿Una economía “profética”?

En ningún caso se observa tan claramente esta dificultad como en su tratamiento del tema económico, que constituye una pieza casi pura de profecía.  En efecto, sorprende el modo genérico en que define aquello que es objeto de su crítica: se trata nada menos que de “el sistema económico imperante” (EG 54; 56; 59; 203), caracterizado como una “economía de exclusión”, o como el “mercado” regido por una “autonomía absoluta” (EG 202), o cuyos intereses son “regla absoluta” (EG 56), es decir, el “mercado divinizado” (EG 56). Esta última expresión nos revela a su vez un rasgo típicamente profético: el recurso directo y sin mediaciones hermenéuticas a la Palabra de Dios, sobre todo visible en el empleo del concepto de idolatría (“mecanismos sacralizados”, EG 54; “idolatría del dinero”, EG 55; 57; el “rechazo de Dios”, EG 57, etc.). También es profético el recurso a juicios lapidarios e indiscriminados, el más impactante de los cuales es sin duda la afirmación de que “el sistema social y económico es injusto en su raíz” (EG 59).

En todo esto, Francisco se aleja de las premisas de la DSI que él mismo recuerda, ya que un discurso tan contundente y sentencioso parece presuponer que la Iglesia sí tiene soluciones para los complejos problemas económicos y sociales, y que la Palabra de Dios la provee de un conocimiento privilegiado que la exime del recurso mediaciones racionales. ¿Cómo permitirse una crítica tan global y taxativa, sin considerarse en posesión de una propuesta alternativa? Pero a través de las páginas del documento no es posible encontrar rastros de ese contenido “positivo y propositivo” al cual el mismo Papa alude. Lo que se nota, en cambio, es una insistencia en el llamado a la conversión característico de la profecía, el género al cual evidentemente pertenece esta sección del documento.

Sería inconducente, por lo tanto, efectuar una crítica de estas afirmaciones siguiendo el método propio de la DSI tal cual la hemos conocido hasta hoy, o a la luz de las ciencias humanas implicadas. Se trata de un discurso dirigido a sacudir las conciencias, y no a profundizar en el conocimiento y la comprensión de la realidad social y económica. Por eso mismo, tampoco pretende el Papa cuestionar las enseñanzas de los documentos sociales con los cuales el contraste es lo suficientemente evidente para eximir de comentarios.[1]

Aun así, Francisco considera que sus dichos están fundados en una serie de cuatro principios, novedosos para el lector del documento, pero que según el Pontífice, “brotan de los grandes postulados de la DSI” (EG 221). Debemos examinar si es realmente así.

Los cuatro principios orientadores de la convivencia social

En la sección “El bien común y la paz social”, EG enumera principios “relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad social”, y cuyo objetivo es “la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común” (ibid.). Estos cuatro principios para avanzar en la construcción de un pueblo son: la superioridad del tiempo sobre el espacio, de la unidad sobre el conflicto, de la realidad sobre la idea, y del todo sobre la parte. Vamos a describir brevemente su contenido:

 a) La superioridad del tiempo sobre el espacio

Por “tiempo” parece aludirse aquí a un horizonte de posibilidades abiertas que apuntan a la plenitud, mientras que “espacio” o “momento” evoca la idea de límite. Por eso la idea de espacio se vincula a la coyuntura con sus límites concretos, que es trascendida por la “luz” de la utopía que atrae en el tiempo como causa final  (EG 222). Entendida así la tensión, una consecuencia clara es evitar la impaciencia que busca resultados inmediatos, y confiar en la fecundidad de los procesos (EG 223).

De un modo no del todo claro, el espacio se vincula luego al poder, la autoafirmación,  el afán de poseer, y la búsqueda de rédito político; mientras que el tiempo se asocia a la idea de activar dinamismos de carácter participativo (EG 223-224). A continuación, se ilustra a los “ocupantes del espacio” con la figura de los sembradores de cizaña, frente a los que confían en el tiempo, que pone de manifiesto la bondad del trigo.

b) La superioridad de la unidad sobre el conflicto

Aquí la contraposición se da entre el conflicto que pertenece a la coyuntura y la unidad que corresponde a la estructura misma de la realidad (EG 226). No se debe ignorar el conflicto ni, en el otro extremo, encerrarse en él. Es preciso transformarlo en “eslabón de un nuevo proceso” (EG 227). Es el único modo de alcanzar “la comunión en las diferencias”, resolviendo en un plano superior las polaridades en pugna (EG 228). Así se hace visible la obra salvadora de Cristo, que ha vencido la conflictividad del mundo “haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Col 1,20), y obra del Espíritu que armoniza las diversidades. El objetivo es poder concretar un “pacto cultural” que haga emerger una “diversidad reconciliada” (EG 230).

c) La realidad es más importante que la idea

Este principio expresa la necesidad de un diálogo constante entre la realidad y la idea, para que esta última no se aísle transformándose en sofisma (EG 231). La idea debe estar al servicio de la comprensión y la conducción de la realidad, y sólo en esa medida tiene capacidad de convocar y ser fecunda (EG 232). Este “principio de realidad” es referido luego a la encarnación de la Palabra, entendida como inculturación del Evangelio, y como puesta su práctica a través de la justicia y la caridad (EG 233).

d) El todo es superior a la parte

En primer lugar, este principio plantea a los ciudadanos la necesidad de un equilibrio entre globalización y localización, para no caer en un “universalismo abstracto y globalizante” o en un “localismo ermitaño” (EG 234). También se refiere a la perspectiva del bien de la comunidad, que impide caer en una parcialidad aislada y estéril (EG 235). La imagen de esta unidad no es la de la esfera, hecha de puntos uniformes equidistantes del centro, sino la del poliedro, en el que todas las parcialidades conservan su originalidad (EG 236). El Evangelio también se rige por este principio de totalidad o integridad por estar dirigido a todas las dimensiones del hombre y a todos los hombres (EG 237).

Siguiendo las orientaciones de estos cuatro principios será posible un diálogo capaz de alcanzar consensos y plasmar “un acuerdo para vivir juntos (…) un pacto social y cultural”. El sujeto histórico de este diálogo, su autor principal, es “la gente y su cultura”, y no “una clase, una fracción, un grupo, una élite” (EG 239).

Una evaluación crítica

Llama la atención en primer lugar el grado de abstracción de estos principios, que no son originariamente principios sociales, sino la aplicación al campo social de criterios filosóficos más genéricos. Esto plantea una seria dificultad, ya que no resulta clara su aptitud para incorporar las características específicas de la vida en sociedad.

Si el tiempo representa la utopía y el espacio, la coyuntura, entonces se hace necesaria una síntesis que conserve el equilibrio entre ambos términos, la cual es tarea de la prudencia social y política. Al pragmatismo le falta “tiempo” (ideales), al utopismo le falta “espacio” (realismo). El tiempo es superior al espacio si se lo entiende como el ideal inspirador; en otro sentido, el espacio es superior al tiempo en cuanto ámbito de lo posible, a cuyo servicio está la acción social y política.

Del mismo modo, en una perspectiva específicamente social, es preciso mantener la tensión entre el conflicto y la unidad. El conflicto no es, en este plano, necesariamente un mal a eliminar, sino una condición propia de la vida en sociedad, sobre todo en la moderna sociedad pluralista: la existencia de una multiplicidad de intereses particulares legítimos y contrapuestos. Los mecanismos democráticos no buscan eliminar el conflicto sino canalizarlo de manera positiva. La unidad es superior al conflicto en cuanto preserva la sociedad de la disgregación; pero el conflicto es superior a la unidad, en cuanto ésta tiene la función de encauzarlo, no de suprimirlo.

La superioridad de la realidad sobre la idea es una afirmación correcta desde el punto de vista gnoseológico. Aplicada al plano social, funda la necesidad de buscar el realismo en el discurso político, evitando caer en la autorreferencialidad. Pero también es cierto que la idea permite ver la realidad social no en su mera facticidad sino en su teleología, el fin hacia el cual debe tender. La realidad es superior a la idea porque es su criterio de verdad; pero, en otro sentido, la idea es superior a la realidad porque las instituciones no son otra cosa que ideas normativas que no sólo se limitan a reflejar la realidad sino que buscan plasmarla.

La afirmación de que el todo es superior a la parte, aplicada sin más al campo social es extremadamente ambigua: los miembros de la sociedad no son sólo parte del todo social, cada uno ellos es, en otro sentido, un todo en sí mismo a cuyo servicio está la sociedad en su conjunto.  El todo es superior a la parte en cuanto el bien particular debe ordenarse al bien común; pero en otro sentido, la parte es superior al todo, en cuanto cada persona es el principio y el fin de la vida social.

Más que críticas en sentido propio, las observaciones precedentes son puntualizaciones, que parecen necesarias para hacer aceptable el contenido de estos principios, formulados de un modo alejado de la precisión a que nos tienen acostumbrados los documentos sociales. Pero algo claro surge de su consideración conjunta: el sujeto “ciudadano responsable” es mencionado sólo para ser dejado rápidamente de lado a favor del sujeto “pueblo”, en cuya unidad se concilia la diversidad, sin que estos principios logren iluminarnos concretamente sobre el cómo. En la línea de la Teología del Pueblo, a la cual el Papa adhiere, el individuo queda fuertemente mediatizado por la comunidad y puesto en función de ella. Es reconocido como ciudadano, pero su misión fundamental, más importante que cualquier otra, consiste en “construir el pueblo” (cf. EG 220-221), una afirmación que no tiene precedentes en la DSI.

Conclusión

No es posible, a esta altura, saber cómo se vinculan los principios propuestos por Francisco con los principios permanentes de la DSI, pero es importante notar que estos últimos son específicamente sociales, con una estrecha correspondencia mutua desde el punto de vista lógico, un contenido conceptualmente claro, y una probada aptitud para orientar la reflexión. Por ahora no parece que los nuevos principios de EG puedan desenvolver una función análoga.

Por lo demás, parece claro que los textos de EG que se refieren a temas sociales no constituyen en sentido propio un ejercicio de DSI. En ellos predomina un estilo profético sin contrapesos, que no cuida la continuidad con el magisterio social precedente, y que, cuando busca fundamentación sistemática, se da sus propias premisas, cuya armonía con los principios permanentes de la DSI es por lo menos dudosa.

Este tipo de profecía social, practicada fuera del marco de la DSI, es una empresa riesgosa, porque aun acertando en la denuncia de muchos males sociales, es propensa a la grandilocuencia, a los excesos retóricos y a las generalizaciones temerarias. La DSI no tiene por sujeto a los Pastores con sus opiniones personales sino a toda la comunidad cristiana bajo su guía (cf. Or 4). La enseñanza social de EG no refleja, en este sentido, consensos de la comunidad cristiana, ni cuenta por lo visto con el asesoramiento de especialistas en las disciplinas involucradas, lo cual compromete inevitablemente su autoridad y su futura vigencia.

Gustavo Irrazábal

2-7-14

[1] Confróntese EG con la encíclica Centesimus annus, de Juan Pablo II, por ej., su reconocimiento de la complejidad del juicio ético sobre el capitalismo, aceptado en la medida en que se identifica con la “economía libre” (CA 42), y de que las críticas no van dirigidas tanto al sistema económico cuanto al sistema ético-cultural que lo anima (CA 39).