Por Eleonora Urrutia
Fuente: http://ellibero.cl/ideas-libres/la-autoproclamada-superioridad-moral-de-la-izquierda/

En Latinoamérica se vive un período en que esto es particularmente intenso y los defensores de la libertad tienen dificultades serias para expresarse y hacer conocer sus argumentos morales de gran sustancia.

La izquierda política es un concepto amplio. En un lado del espectro se encuentran los personeros más intransigentes que se creen dueños de una verdad absoluta y objetiva que incluye por lo mismo el derecho a imponer sus opiniones por la fuerza a los demás, incluso matando –el Partido Comunista y sus variantes son su ejemplo histórico.

En el otro lado del espectro están quienes se sienten depositarios del espíritu democrático, pero que sin embargo sustituyen las decisiones individuales y los acuerdos voluntarios de la sociedad por imposiciones coercitivas del aparato político bajo supuestos colectivos imaginarios. Estiman en los hechos que la opción de votar es suficiente espacio para el ejercicio de la libertad. En ellos la República, la “cosa pública” queda delimitada por la fuerza de la mayoría, el 50% más 1 voto, y de ahí que los derechos de los individuos como tales, las libertades individuales, la justicia de los contratos, la propiedad de los hombres sobre el producto de su trabajo no son de su interés prioritario. El voto, la elección, es un fin en sí mismo.

Pero desde que los hombres se integraron y desarrollaron en sociedades más complejas, numerosas y diversas quedaron claros algunos rasgos inherentes a su condición humana que la izquierda desconoce u olvida. Debilidades de nuestro género, como el egoísmo y el abuso del poder, no desaparecen cuando las personas se transforman en gobernantes. Por el contrario, parecen acentuarse con la autocomplacencia que genera la ilusión de superioridad por haber alcanzado una condición distinta, la de líder elegido o autoimpuesto. La esperanza que el proceso democrático – como medio de elección de quien conduce un país – impida lo anterior es sólo eso, una esperanza. Ya desde los albores de la democracia en Grecia se supo que esta forma de gobierno fácilmente podía degenerar en demagogia o populismo y tiranía o dictadura. En plena Revolución Francesa un gran matemático, el Marqués de Condorcet, quien terminara su vida en la Bastilla en medio del vértigo democrático de la época, demostró mediante un conocido teorema que el voto no representa las preferencias de los votantes cuando una sociedad es numerosa porque las preferencias colectivas son cíclicas y no transitivas. El resultado depende de qué se pregunta primero y del proceso de votación elegido. Por ello es que vemos permanentemente a los políticos pretendiendo cambiar los sistemas electorales y las reglas institucionales a su conveniencia -la Constitución incluida– para que el voto resulte privilegiando lo que ellos desean por sobre los intereses de las personas que dicen defender.

El 6 de febrero de 1788, en el número 51 de El Federalista, otro gran filósofo y político, James Madison escribía una frase memorable: “Si los hombres fueran ángeles, el Estado no sería necesario. Si los ángeles gobernaran a los hombres, ningún control al Estado, externo o interno, sería necesario”… Pero los hombres no son ángeles.

Precisamente por esto es que quienes valoran la libertad y la democracia como la mejor forma de gobierno para expresarla, son especialmente cuidadosos en limitar las capacidades de los gobernantes para ir contra los derechos individuales o de grupos voluntarios de la sociedad. También en este terreno existen grados entre quienes ven más o menos espacio para el gobierno – pero unidos siempre por la convicción que antes de actuar debe otorgarse el beneficio de la duda al individuo y a los grupos voluntarios, aquellos que se agrupan y actúan colectivamente en forma intencional.

Las sociedades que han tenido en cuenta las exhortaciones de Condorcet, Madison y tantos otros, y han logrado crear instituciones que protegen las libertades individuales y políticas, fomentan la separación de poderes, la justicia independiente con certeza legal, la descentralización entre poderes, la responsabilidad en agrupaciones territoriales de menor alcance, aseguran el derecho de propiedad y garantizan varios otros elementos de un Estado de Derecho, han prosperado y en ellas la innovación se ha desplegado abriendo nuevos e insospechados caminos que consolidan una convivencia pacífica y próspera. Estos períodos en que ha sido posible contener o moderar a los que –con buenas intenciones o con objetivos propios– intentan llevarnos por el camino de la coerción colectiva, han sido también aquellos en que los promulgadores y defensores de las ideas de la libertad se han sentido orgullosos respecto de su posición moral.

Cuando este proceso se revierte los juegos de suma cero proliferan y aparecen los conflictos, el progreso se esfuma y el estancamiento se consolida. En ese escenario político aparecen los oportunistas, los demagogos y los populistas que si tiene la ocasión se aseguran de hacer los cambios necesarios para enquistarse en el poder a través de distintas vertientes del totalitarismo. Es fácil caer en esta situación de degradación porque la izquierda se caracteriza por sentirse amparada en una particular superioridad moral y lo que es peor, golpea sobre ello con tanta fuerza que amedrenta incluso a los convencidos del bien incomparable de la libertad. Esta característica es muy obvia en la extrema izquierda ya que legitima incluso asesinatos masivos y ensalza asesinos a quienes justifican porque actuaban por una causa superior. Sólo eso explica que el régimen de Cuba, el de Corea del Norte, la Cortina de Hierro o un desquiciado como el argentino “Che” Guevara tengan para ellos estatura de héroes de la humanidad.

A su vez quienes participan de la izquierda no tan extrema que cree valorar la democracia, también se sienten superiores moralmente a aquellos que, promoviendo y respetando esta forma de gobierno, quieren limitar su capacidad de ahogar el libre albedrío de las personas en aras de una coerción colectiva cuyos malos resultados todos conocen. Los tildan de no democráticos y actúan desmereciendo o ignorando sus opiniones – actitud por cierto muy poco democrática.

Ello sucede principalmente porque los amantes de la libertad estiman tanto este valor que entienden con facilidad que otros piensen distinto y difícilmente entren en la batalla de pretender demostrar su superioridad moral y menos aún de imponerla a los otros. Se produce entonces una paradoja o asimetría que hace más frecuente encontrar vociferar a la izquierda sobre su superioridad moral y justificar cualquier grado de coerción que escuchar las mismas voces defendiendo a la libertad. En Latinoamérica se vive un período en que esto es particularmente intenso y los defensores de la libertad tienen dificultades serias para expresarse y hacer conocer sus argumentos morales de gran sustancia.

Mientras esa situación no se revierta, especialmente mientras quienes creen en la necesidad de ser muy medidos en el uso de la coerción impuesta por la mayoría y en la limitación de los derechos de las minorías diversas no vuelvan a sentirse sólidamente anclados en una posición moral y estén dispuestos a defenderla desde ese punto de vista, será difícil salir del círculo vicioso que lleva al populismo, estancamiento y a grados inaceptables de totalitarismo y castigo a la diversidad. Es importante tomar conciencia que perdiendo la batalla moral no hay forma de encarar el resto de las batallas, por más razones sociales, políticas o económicas que las asistan. Y por eso es que la izquierda no tiene problema en reconocer la superioridad económica del mercado o de ciertas instituciones democráticas, porque sabe que igual podrán seguir imponiéndose por la fuerza ya que se encuentran plantados sobre la seguridad de la razón moral de lo coercitivo colectivo por sobre lo individual, por más que sólo sea para su propio beneficio.

Es difícil en un solo artículo desvirtuar todas las instancias en que la izquierda argumenta su superioridad moral. Lo más relevante es que se debe hacer el ejercicio con urgencia, no para convencerlos – ya que será difícil pues le permite sentirse superiores y les reporta ingentes beneficios – sino para no sentirse sometidos por sus argumentos.

Cuando los amantes de la libertad y la democracia fijan su posición inevitablemente son confrontados con un bombardeo de clichés que van desde el totalitarismo al populismo. Fallar en tener y dar respuestas a estos mitos ha silenciado efectivamente a muchos voceros de la libertad. En este ensayo se esbozarán esquemáticamente algunas respuestas a los mitos más persistentes. No son las únicas respuestas posibles, ni siquiera las mejores y no abarcan todas las aristas de cada tema, pero pueden ayudar a desarrollar otras explicaciones superiores de las ideas de la libertad que son el único desplazamiento efectivo a las promesas vacías del socialismo.

La perfección no está al alcance de los mortales, de lo que se trata en esta instancia del proceso es minimizar los desbordes de los gobernantes y de la izquierda. Tal como dijo John Stuart Mill: “Toda buena idea pasa por tres etapas: la ridiculización, la discusión y la adopción”. El asunto es no tener miedo a lo políticamente incorrecto y actuar conforme a la honestidad intelectual y, desde luego, estar abierto a enmiendas. Pero no quedarse paralizado esperando un milagro para revertir los problemas que a todas luces son provocados por deficiencias institucionales que surgen de incentivos perversos en cuanto a mayorías e ideologías que desnaturalizan la idea original de proteger los derechos de las personas.

  1. Los intereses colectivos coercitivos como altruistas versus los individuales voluntarios como egoístas.

De los puntos a esbozar éste amerita la mayor extensión porque es la raíz de todos los ataques de la izquierda.

El colectivismo hace alusión al rol de la sociedad como un todo en donde cada individuo que la compone es igual y dependiente de los otros. Por lo mismo busca un supuesto progreso de la masa y el bienestar del individuo pasa a ser un elemento secundario dependiente del primero.

Mientras que el individualismo, por defender el desarrollo de talentos individuales se ve egoísta y negativo, el colectivismo es considerado sinónimo de altruismo y progresismo.

En primer lugar es indispensable recalcar que no somos iguales. Todos, aún los gemelos somos únicos e irrepetibles y así actuamos. En segundo lugar, y unido al anterior pero desde una perspectiva semántica, una masa no actúa ni piensa. Los sustantivos colectivos como sociedad, nación, pueblo, no son entidades actuantes y pensantes sino que lo son las personas que las componen. Por ello no es posible que exista un interés colectivo. Cualquier elección es individual, aún cuando se trate de elegir el beneficio de otro (interés individual de beneficiar a un amigo por ejemplo). Las preferencias también son individuales y por ello surge el problema de la coordinación de los intereses colectivos y la imposibilidad de resolverlos bajo sistemas de elecciones, como lo demostraran Condorcet y Arrow.

Hablar de individualismo es la aceptación de que, por naturaleza, somos diferentes y que no hay persona que sea igual a otra. Por el contrario girar el visor hacia caminos estrictamente colectivos necesariamente obvia nuestro valor agregado, esas características peculiares que nos hacen ser nosotros.

En la medida que cada ser humano se entienda a sí mismo como un individuo y no como una masa comprenderá la importancia de sus actos, y su creatividad y valores inherentes saldrán a flote. Y a través de la tolerancia, la diversidad se traducirá en progreso social, porque a través del desarrollo y progreso de los componentes sociales –esto es, de los individuos– todos avanzamos también.

Defender intereses a favor de la individualidad en lugar de esperar que todos aspiremos a lo mismo surge naturalmente si recordamos que quien está interesado en promover colectivismo, también tiene sus intereses individuales.

Pero más importante aún es destacar que el colectivismo, en cualquiera de sus formas, es esencialmente inmoral porque usa la fuerza contra las personas en forma amplia y permanente en todos los aspectos de sus vidas de las personas y por ello necesariamente lleva a malos resultados.

La moral se refiere a un código de valores; presupone la existencia de principios que sirven para la elección y obtención de dichos valores que la persona estima como necesarios para sustentar y guiar su vida de acuerdo a sus propósitos. Esa valoración, para ser tal, debe ser voluntaria. No existe esta valoración cuando media la coacción. El colectivismo pretende someter a la persona, cobrarle impuestos, forzarla a colaborar en proyectos públicos, obligarla a cooperar con causas ajenas, coaccionarla para que ponga sus bienes para beneficio de otros (normalmente los que tienen el poder coercitivo). El colectivismo no confía en los valores de un individuo, no respeta sus valoraciones, no acepta sus decisiones, y por ello restringe su libertad para elegir sus propios valores. Niega la libertad, la elección, la libre y voluntaria búsqueda de valores, el consentimiento y es de estas premisas colectivistas básicas, de donde se deriva la inmoralidad del socialismo. El inicio del uso de la fuerza, la coacción contra las personas no es moral. Es la contracara de un código de valores. Y ya dijimos que el hecho que exista la posibilidad de votar en una sociedad compleja no refleja que exista posibilidad de elección en los múltiples intereses de las personas y por lo tanto no es válido el argumento de que se eligen representantes y ese solo hecho los autoriza para dirigirnos la vida en múltiples aspectos.

  1. El capitalismo genera pobreza y por ello es inmoral defenderlo.

La situación real es la contraria. A través de la historia las sociedades humanas han sido formadas por unos pocos ciudadanos muy ricos y una aplastante mayoría de pobres. El 99,9% de los ciudadanos de todas las sociedades, desde los cazadores y recolectores de la edad de piedra, hasta los campesinos fenicios, griegos, etruscos, romanos u otomanos de la antigüedad, los agricultores de la Europa medieval, la América de los incas, los aztecas o los mayas, la Asia de las dinastías imperiales o la África precolonial, vivieron en situación de pobreza extrema. Todas esas sociedades tenían a la mayoría de la población al límite de la subsistencia hasta el punto que, cuando el clima no acompañaba, una parte importante de ellos moría de inanición. Todo esto empezó a cambiar en 1760 cuando un nuevo sistema económico nacido en Inglaterra y Holanda, el capitalismo, provocó una revolución económica que cambió las cosas para siempre: en poco más de 200 años, el capitalismo ha hecho que el trabajador medio de una economía de mercado media no sólo haya dejado de vivir en la frontera de la subsistencia, sino que incluso tenga acceso a placeres que el hombre más rico de la historia, el emperador Mansa Musa I, no podía ni imaginar como el agua corriente, el automóvil, el celular o el papel confort.

  1. El capitalismo genera desigualdad y ello es una condición inmoral que no puede ser defendida.

La pobreza extrema ha sido la condición humana normal de la mayoría de las personas en toda la historia. Todos los seres humanos eran igualmente pobres y vivían pocos años. Hace 200 años, el 85% de las personas que vivían en el planeta tenían un ingreso diario de menos de un dólar en dólares actuales. Hoy esa cifra bajó a apenas el 20% y cuando termine este siglo debería ser prácticamente el 0%. El mundo se está enriqueciendo. Las personas salen de la pobreza. El capitalismo ayuda a las personas a ser más prósperas. Inevitablemente, eso significa que no todos progresan al mismo ritmo, pero en última instancia todos terminan por mejorar su situación. Ello se ha comprobado, sobre todo en los últimos treinta años, cuando cientos de millones de personas salieron de la pobreza en China e India gracias al avance del capitalismo. La realidad es que algunas personas sencillamente escapan de la pobreza y se vuelven prósperas más rápido que otras. La gran brecha que hay en el mundo es la que existe entre los países que adoptaron el capitalismo de libre mercado y se enriquecieron y los que no lo hicieron y permanecieron pobres. El problema no es que algunos se hayan enriquecido, sino que otros hayan seguido siendo pobres.

La diversidad es algo natural de la humanidad como dijimos antes. Pretender hacernos iguales se logra sólo por la fuerza, lo que es inmoral y a costa de sacrificar no sólo la inmensa riqueza de nuestra especie sino también justificar asesinatos o discriminaciones de quienes son o piensan distinto. La riqueza de la diversidad es la que ha generado el bienestar del que hoy gozamos. Pero incluso en el plano de la medida última de bienestar, que son los años de vida, los avances han beneficiado a todos y en particular a los más pobres y a las minorías, ya que los ricos se encontraban cubiertos – haciéndonos a todos más iguales. Sólo por considerar un ejemplo para Chile, la esperanza de vida al nacer pasó de 54.8 años en 1955 a 79.1 años en 2010.

  1. El capitalismo y las políticas públicas sectoriales.

Cuando consideramos las políticas específicas, la lista de las supuestas inmoralidades provocadas por la libertad y los acuerdos voluntarios es señalada en cada una por la izquierda. En el caso del medio ambiente, los colectivistas alegan que los gobiernos deben protegernos de la acción destructiva de la empresa y del capitalismo cuando los desastres ambientales más tremendos como Chernobyl o el Mar de Aral que desapareció se produjeron en los países marxistas y hoy los desastres ambientales se producen en los países más pobres mientras que son los países más industrializados los que a pesar de tener zonas densamente pobladas registran cada vez menos muertes por eventos climáticos (por caso Estados Unidos ha tenido cero muerte por sequía en los últimos ocho años, cuando históricamente la sequía ha sido la causa climática número uno en muertes). En educación la supuesta gratuidad universitaria – que pagamos todos – la pretenden moral cuando lo único que implica es un interés corporativista que defiende a un grupo de individuos que no son ni los más necesitados ni los más calificados de la sociedad. En el caso del sistema de pensiones predican la superioridad moral del de reparto por sobre el de capitalización cuando no debería haber ningún criterio más inmoral que trasladarle a nuestros hijos la carga de pagar por nuestra vejez.

La lista continúa y cada uno de estos casos justificaría un artículo. El supuesto abuso endémico de las empresas, la pretendida defensa de los trabajadores de los sindicatos monopólicos, poderes de burócratas para cobrar impuestos contra los principios más básicos del estado de derecho, etc. Lo cierto es que los abundantes detractores de la libertad se encargan siempre que el manto de inmoralidad que sobre ella han tendido no se desvanezca a pesar del irrefutable éxito que ha tenido para sacar de la miseria a miles de millones de personas; en incrementar su libertad a niveles sin precedentes; en abrir camino a la democracia moderna y en haber contribuido a generar un sostenido declive de la violencia, permitiendo que vivamos en la sociedades más pacíficas desde que el hombre habita este planeta.

La libertad es una fuente de valor y por lo mismo inherentemente moral. Es el vehículo más asombroso para la cooperación social que haya existido jamás. Esta es la historia que todos los convencidos de ello deben contar. Hay que cambiar el relato para demostrar que se trata de crear valor común, no para unos pocos sino para todos.