Editorial Abril 2016 Revista Criterio (Argentina)
El Jubileo de la Misericordia, que se inauguró el 8 de diciembre de 2015 es la oportunidad para una renovada reflexión sobre esta virtud tan central en nuestra fe, para remontarse a su verdadera esencia, su fuente, su sentido, poniendo de manifiesto la unidad profunda de esa multiplicidad tan rica y variada de sus expresiones concretas. De esta manera incluso podrían emerger aspectos de la misericordia que habitualmente son soslayados.
En ciertas culturas (la grecorromana entre ellas) la misericordia no ocupaba un lugar destacado, pero en cambio ha sido profundamente valorada en las más diversas religiones y movimientos filosóficos, y constituye un aspecto central de una tradición sapiencial de la humanidad. Por lo tanto, sería equivocado ver en ella una novedad absoluta de la revelación cristiana. Sin embargo, en nuestra fe la misericordia adquiere un significado específico, porque no se la considera sólo como un movimiento natural de la compasión entre los seres humanos, sino que es ante todo la comunicación a los hombres por medio de Jesucristo del aspecto más profundo del ser de Dios, su Amor, el mismo Amor que se comunican recíprocamente las Personas Divinas en el seno vida trinitaria, y que adopta la forma de la misericordia al encarnarse en este mundo de pecado y miseria.
Los Evangelios nos muestran cómo ese amor misericordioso de Dios que atraviesa las páginas del Antiguo Testamento se encarna de modo pleno e insuperable en un corazón humano: el de Jesús. Pero, ¿qué podemos saber de los sentimientos de Jesús? Es cierto que los relatos evangélicos se centran mayormente en sus acciones y palabras, en su exterioridad. Pero hay momentos, pocos pero muy especiales, en que el foco se vuelve desde el exterior a la intimidad de su corazón. Entonces se descorre ante nuestros ojos asombrados el velo de sus afectos. Y es allí donde aparece el sentimiento más profundo de su corazón, la fuente de toda la novedad del Evangelio: su compasión.
Esa compasión es de tal intensidad que le impide tomar distancia ante cualquier manifestación sufrimiento humano. Los Evangelios la designan con el verbo griego splangnízomai, que quiere decir, “estremecerse en las entrañas”. Es el sentimiento propio de una madre, el amor entrañable, el amor que se siente en las vísceras. Su actitud de “pro-existencia”, es decir, de vivir para los demás, encuentra su impulso no en un imperativo ético abstracto, sino en esa capacidad de dejarse conmover por la situación concreta de sus hermanos, de “ver” a aquellos que los demás, los que no conocen la misericordia, sencillamente no ven.
Cuenta Mateo que Jesús recorría todas las ciudades y pueblos anunciando la Buena Noticia, y “al ver a la multitud, tuvo compasión, porque estaban fatigados y agobiados como ovejas que no tienen pastor”. Los jefes religiosos, por indiferencia y orgullo, eran incapaces de “ver” al pueblo que debían guiar en su realidad viviente y concreta: sólo lo miraban a través del grueso prisma de la Ley. Su objetivo, que les interesaba más que las personas mismas, era reducirlos a la obediencia de la Ley. Por lo tanto, la fragilidad de la gente se presentaba a sus ojos como un obstáculo molesto y enojoso, que no les suscitaba piedad sino impaciencia, e incluso desprecio. Era la prueba de que el Pueblo no era más que una masa de “ignorantes y réprobos”.
Jesús, en cambio, gracias a su compasión, era capaz de verlos en su verdadera y dramática situación de “ovejas sin pastor”, en su necesidad de ser comprendidos, orientados y restituidos a la esperanza. Las personas no eran para Él un mero “material” al servicio de un proyecto ajeno y exterior a ellas mismas. A Jesús no le interesaba “hacer algo” con ellas. Lo que quería era ayudarlas a descubrir su propia dignidad como hijos e hijas amados de Dios, liberarlas de la opresión de aquellos jefes rígidos y distantes, para que pudieran recuperar el protagonismo de sus vidas.
Este nuevo modo de “ver”, que hace nuevamente visibles a quienes habían sido invisibilizados por la actitud manipuladora de las autoridades religiosas, le permitió a Jesús poner en evidencia la poca comprensión que tenían estos supuestos “expertos” de la verdadera voluntad de Dios. Si en nombre del respeto de la ley del Sábado aquellos jefes criticaban a Jesús por curar enfermos o por permitir que sus discípulos arrancaran espigas del campo para alimentarse, es porque no entendían el verdadero sentido del Sábado para Dios. Y no lo entendían, sobre todo, porque tenían un corazón cerrado a la misericordia. Sólo quien comparte la misericordia de Jesús y su modo de mirar las personas puede acceder al auténtico contenido y al sentido profundo de la Ley de Dios.
La misericordia de la que habla el Evangelio no queda entonces limitada a gestos puntuales en el plano de las relaciones interpersonales sino que alcanza una dimensión pública, se proyecta como una fuerza capaz de modelar la vida comunitaria, cuyas estructuras y cuya comprensión de la Ley deben hacer de ella la “morada” de la misericordia. “Como un niño a quien su madre consuela, así te consolaré yo, y en Jerusalén seréis consolados”.[1] Esto significa que no basta la misericordia de los individuos: la Iglesia misma debe renovarse a la luz de la misericordia, para poner en su centro no un ideal abstracto de perfección (como los escribas y fariseos) sino al ser humano viviente, con su debilidad, su vulnerabilidad y su aspiración al bien, hacer lugar para su protagonismo, y hacer posible que su voz sea escuchada, del mismo modo que Jesús se dejaba alcanzar por el clamor de los que recurrían a Él en la aflicción.
Así, la misericordia está llamada a influir decisivamente también en aspectos de carácter público de la vida eclesial que normalmente se piensan a la luz de otros criterios. Ante todo, la misericordia es difícilmente compatible con un gobierno vertical y monárquico, cuyo correlato necesario es el fiel transformado en súbdito silencioso. En esas condiciones, la misericordia no pasa de ser mero paternalismo y condescendencia, en el mejor de los casos. La misericordia auténtica reclama un espacio vital para que pueda expresarse la comunidad eclesial, que no es lo mismo que el “plebiscito” ruidoso de las aclamaciones multitudinarias que suelen enmarcar las presentaciones públicas de los pontífices. Este espacio sólo puede generarse a partir de la descentralización del gobierno de la Iglesia, la potenciación de la autonomía de las Iglesias locales, en cuyo seno sea posible poner en funcionamiento los mecanismos ya existentes, y crear otros si es necesario, para poder auscultar la voz de la comunidad y responder a sus legítimas necesidades y aspiraciones.
El magisterio no puede hacer lugar adecuado a la misericordia si se empeña, por ejemplo, en regular cada ámbito de la vida con “doctrinas no se tocan” sin importar las consecuencias que producen en la vida de los fieles. No se puede pensar primero un sistema de normas, deducidos de algún supuesto ideal, para después tratar de “meter” dentro a las personas reales. Tampoco se puede sacrificar la felicidad de las personas, aun en este mundo, a las exigencias de ciertos principios abstractos. La doctrina debe elaborarse en un movimiento permanente de ajuste recíproco entre los principios y las situaciones reales, en el marco de un diálogo entre los pastores y la comunidad cristiana. Y su finalidad debe ser acompañar el discernimiento de los fieles, no sustituirlo.
Por último, los sacramentos son los medios ordinarios de santificación de los que dispone la Iglesia, pero pueden transformarse fácilmente en instrumentos de control, que obstaculizan el crecimiento espiritual de los fieles. Francisco lo reconoce abiertamente al observar: “A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”.[2] Habría que agregar que no sólo la exclusión injustificada de los sacramentos, sino también el acceso irrestricto a los mismos, pueden ser estrategias de poder, sea por vía del control o de la expansión. Lo mismo cabe decir de las modalidades de su administración. Es sorprendente, por ejemplo, el poco interés que suscitan las dificultades que experimentan no sólo laicos, sino incluso religiosos y sacerdotes que recurren habitualmente al sacramento de la reconciliación. No cabe duda de que escucharlos con verdadera empatía llevaría a replantearse muchos aspectos de la praxis actual.
El Año de la Misericordia es una oportunidad para purificar a la Iglesia de resabios autoritarios, presentes en los modos de ejercicio formal e informal del poder, para convertirla cada vez más en un ámbito donde el centro sea cada persona con su valor único, donde la conciencia personal sea iluminada y respetada, donde la situación de cada uno realmente importe. La Iglesia no debe estar al servicio de algún ideal abstracto de perfección que aletea sobre las personas reales, porque ellas y únicamente ellas son el objeto de la mirada misericordiosa de Dios.
[1] Is 66,13.
[2] EG 47.
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