Por Gabriel J. Zanotti
4 de marzo de 2017. Texto originalmente publicado el 13 de octubre de 2013
Fuente: Filosofía para mi
La reciente decisión de una madre de luchar por el cambio de identidad sexual de su hijo plantea nuevamente el tema de la homosexualidad, ahora llevado a los menores. Desde luego que se podría decir mucho, desde la psicología, si el menor que es genética y anatómicamente varón tiene la libertad legal, como un adulto, de cambiar a mujer. Pero no es el tema que trataremos hoy. Vayamos directamente a esta cuestión: ¿y qué si fuera adulto?
Los que presuponen que un adulto tiene derecho a elegir su identidad sexual –luego pasaremos a la parte legal– presuponen un esquema filosóficamente dualista, donde, por un lado, habría una entidad de autonomía absoluta, el yo, que no está atado a nada sino que también puede cambiar todo en lo que se refiere a su cuerpo, como un auto al cual se le cambian las ruedas, los faros, etc., todas las partes si es necesario, y el diseño incluso.
Pero ello implica entonces que el yo es a-sexuado. Habría un yo que elige su sexo, como elige su código moral o dónde va a vivir (no son ejemplos en el mismo nivel, claro). O sea que la esencia del yo sería, en última instancia, elección con base en nada. Y el cuerpo sería una de esas tantas cosas que, merced a la biotecnología, se puede cambiar para lo que fuere y por lo que fuere.
Hay dos problemas filosóficos allí.
Primero, el dualismo yo-cuerpo. El yo sería una cosa y el cuerpo otra. Pero, después de toda la fenomenología actual sobre el cuerpo, ¿se puede volver a ese platonismo de modo tan simple? El viejo chiste “yo no fui, fue mi mano”, implica que, precisamente, somos una unidad: si mi mano te toca, yo te toco. Y si alguien dice “no me toques” ello implica: a) que estás tocando al yo del otro, b) que el otro dice “no me toques” al yo del otro. No somos yo por un lado y un cuerpo por el otro. Somos un cuerpo viviente (leib) consciente de sí mismo, por eso puede decir “yo”, pero no un yo aislado, sino un yo esencialmente corpóreo que está en esencial relación con otros yoes también esencialmente corpóreos, donde todos sus actos comunicativos (el gesto, la palabra, la mirada, las manos) son la misma persona hablando.
El sexo nos pertenece de ese modo. Yo, Gabriel, soy esencialmente varón. Lo vio bien Edith Stein cuando fijo que la forma sustancial es además individual. Una persona es esencialmente femenina o masculina, pero no puede haber una persona que no sea varón o mujer, como no puede haber una persona que no tenga manos, aunque pueda haber un problema de identificación psicológica con las propias manos o aunque pueda haber habido una malformación por la cual nazca con tres manos o con ninguna.
Negar esto no es negar una religión, como habitualmente se supone, sino que es negar toda la fenomenología del cuerpo contemporánea.
Lo que estamos diciendo es ontológico, no psicológico, en este caso. No negamos el drama de los que se sienten de sexo diferente a su sexo genético y anatómico, no estamos minimizando su dolencia. Sólo decimos que desde la unidad ontológica yo-cuerpo, su sexo es uno.
Pero hay otro problema, mucho más aporético. Habitualmente quien está convencido de la autonomía absoluta de su propio yo tiene terror a la palabra “naturaleza” que “limite” lo que su propio yo puede hacer. ¿Por naturaleza no podemos volar, o somos mortales? O no, podemos volar con un avión (y eso no es ninguna objeción contra nuestra naturaleza) o ya venceremos a la muerte, dicen algunos trans-humanistas. Heidegger se quedó corto. El ser ya no es para la muerte.
Pero volvamos. El yo, supuestamente, no tiene naturaleza, y por eso podría decidir absolutamente lo que quiere. Pero entonces su naturaleza es la total elección. Esa es entonces su naturaleza. Por ende el yo debería poder decidir, para ser coherente, no ser absolutamente autónomo. ¡Ah no, eso no! Pero entonces, ¿se está admitiendo un límite “natural” a lo que el yo puede hacer?
Pero entonces, alguien me dirá, ¿está usted llamando a la prohibición legal del cambio de sexo? No, lo que estoy diciendo es que no tiene fundamentos filosóficos para hacerlo, porque nadie puede dejar de ser quien es. Si Florencio es genética y anatómicamente varón, no es que su cuerpo sea varón y él no: EL es varón. Si tiene un problema de identificación con eso, puede ser psicoanalíticamente tratado, como Freud mismo dijo.
Pero si llevó su problema psicológico al extremo, se pone hormonas femeninas, se viste de mujer y se corta su pene, por un lado tiene toda nuestra comprensión, como con cualquier trastorno psicológico grave, y, por el otro, tiene el art. 19 de la Constitución, que le garantiza su derecho a la intimidad personal. Por ende no tiene de qué preocuparse en cuanto a su libertad civil, y tiene derecho al respeto como todo ser humano, pero no puede demandar jurídicamente a alguien que no estuviera de acuerdo, en público, con su decisión, porque en ese caso el que está violando los derechos individuales es él.