Por Robert G. Kennedy
23 de mayo de 2018
En una carta escrita en 1789, Benjamin Franklin observó que la nueva Constitución estadounidense parecía destinada a la permanencia, pero también apuntó que «en este mundo no puede decirse que haya nada seguro, excepto la muerte y los impuestos». Los impuestos, de una forma u otra, han sido una característica de la vida civilizada durante 5,000 años o más, y no muestra signos de desaparecer. Sin duda, las quejas acerca de la justicia de los impuestos son igualmente antiguas.
Mi propósito es considerar cuestiones de justicia con respecto a los impuestos a través de la lente de la tradición social católica. Identificando a algunos de los conceptos fundamentales de la enseñanza social de la Iglesia y aplicándolos al tema de los impuestos, podemos obtener algunas conclusiones sobre lo que la tradición nos enseña —y lo que no nos enseña— acerca de la recaudación de impuestos.
Lo que la tradición sí nos enseña
Primero, la tradición social católica nos enseña que, como imágenes de Dios, el florecimiento natural de las personas humanas consiste en el pleno ejercicio de nuestras capacidades para razonar bien, actuar por el bien y participar en la amistad cívica. Como consecuencia, el bien común de la sociedad consiste en aquellas condiciones que posibilitarían el florecimiento de todas y cada una de las personas de la comunidad. No es y no puede consistir en hacer que los individuos sean receptores pasivos de los requisitos materiales de una vida digna. El estado puede ayudarnos a ser autosuficientes y autónomos —como seres sociales, no como individuos aislados—, pero no puede hacer esto por nosotros o a nosotros. Como resultado, el estado debe respetar una gran zona de la vida social, un rico conjunto de familias y asociaciones que puede nutrir pero no controlar. Esto actúa como un límite natural en la actividad del estado y en la necesidad de ingresos fiscales.
En segundo lugar, la tradición social católica nos enseña que los individuos y las familias tienen el derecho natural de poseer propiedades privadas. Al reconocer este derecho, la tradición social católica revela una de sus características más distintivas: el énfasis en la familia como elemento fundamental de la sociedad. La riqueza de una sociedad es una medida agregada, en su mayor parte, de la riqueza de propiedad privada de individuos y familias; no es la posesión del estado. Sin embargo, el estado tiene un reclamo sobre cierta cantidad de propiedad privada para realizar sus funciones propias, y reclama este monto a través de leyes que los impuestos gravan.
Tercero, la tradición social católica nos enseña que los miembros de una sociedad tienen el deber de apoyar el bien común de varias maneras, entre otras cosas pagando pacíficamente impuestos justos. Los miembros de una sociedad tienen el deber de justicia de apoyar el bien común. Este deber abstracto se concreta mediante leyes promulgadas por la autoridad civil legítima. A menos que exista una demostración inequívoca de lo contrario, las personas están obligadas, en justicia, a considerar las leyes tributarias como justas y a obedecerlas en letra y espíritu.
En cuarto lugar, la tradición social católica nos enseña que la carga impositiva debe ser proporcionada a la capacidad de pago de las personas y los hogares. En su mayor parte, los impuestos justos tendrán en cuenta la capacidad de las personas y las familias para llevar la carga exigida. Este principio fomenta un cierto grado de progresividad en los impuestos, especialmente cuando el objeto de los impuestos es el ingreso. Es menos claro que la tradición sostenga que los ricos (como quiera que se definan) deben pagar una tasa de impuestos desproporcionadamente más alta que la mayoría de la población. Además, el empuje de la tradición está a favor de niveles impositivos más bajos que altos para que los individuos y las familias retengan más de su dinero y puedan servir a sus comunidades de manera más efectiva a través de actos de caridad y generosidad.
Cinco, la tradición social católica nos enseña que las personas de naciones particulares son libres de tomar determinaciones sobre qué operaciones delegar al gobierno y qué formas de impuestos, en consonancia con la justicia natural, la comunidad empleará para recaudar ingresos. En otras palabras, no existe una forma impositiva perfecta, ningún nivel impositivo ideal, ningún objeto fiscal que esté descartado en principio.
Lo que la tradición no nos enseña
En primer lugar, la tradición social católica no nos enseña que todos los problemas sociales deben abordarse mediante la acción del gobierno. La tradición entiende que la sociedad es una asociación mucho más grande que el estado. El estado tiene un papel que desempeñar en el apoyo a la salud y la integridad de la sociedad, pero también lo tienen la familia y una rica colección de asociaciones intermedias. Las comunidades tienen la libertad de delegar funciones al estado, pero la Iglesia ha sido cautelosa durante mucho tiempo acerca de la delegación excesiva. Reconoce la importancia de los organismos intermedios, no solo en términos de su eficiencia y su proximidad a los problemas, sino también en términos de la importancia para los individuos en el ejercicio de la caridad. Cualquier cosa que haga el gobierno, sin importar cuán dedicados y profesionales sean sus empleados, no puede sustituir a la caridad ni los cristianos pueden contratarla.
En segundo lugar, la tradición social católica no nos enseña que se prefiera un gobierno más amplio y más extenso. En muchos aspectos, la Iglesia ha tenido cuidado de apoyar el crecimiento del gobierno, a menudo justificando la intervención del gobierno en casos de crisis, pero advirtiendo que la intervención debería cesar cuando la crisis sea resuelta. Todo esto es un reflejo de la preocupación de la Iglesia por la subsidiariedad, que requiere respeto de las funciones propias de los diversos órganos de la sociedad. Nuestra experiencia histórica es que los órganos más poderosos tienden a absorber las funciones de los más pequeños y menos poderosos.
En tercer lugar, la tradición social católica no nos enseña que la riqueza deba ser redistribuida a través de los impuestos. La clave es abrazar el concepto de vocación. Es decir, cada persona está llamada a hacer alguna contribución a la comunidad para cumplir algún propósito. Una de las funciones de la Iglesia es recordar constantemente a la gente sus deberes con la sociedad. Sin embargo, usar los impuestos como vehículo de distribución es descuidar esta dimensión. Que los ricos tengan recursos es una cosa; lo que hacen con sus recursos es otra muy distinta, y es realmente lo más importante. Para la Iglesia, el objetivo no es igualar la riqueza en la sociedad, sino alentar a que se use la riqueza -generalmente por iniciativa privada- para el bien común.
En cuarto lugar, la tradición social católica no nos enseña que las necesidades de los pobres tienen prioridad sobre todos los demás asuntos en los presupuestos de gobierno. Sin duda, el cuidado de los pobres es un deber cristiano ineludible, pero el efecto de los presupuestos en los pobres no es la única medida moral que se debe emplear. Cada dólar de un presupuesto del gobierno que gastamos en los pobres es un dólar que no se gasta en educación, infraestructura, vigilancia, salud pública, o alguna otra función crítica. La tradición social católica requiere que el estado apoye el bien común como un todo; no requiere que el estado subordine todas las áreas funcionales a un solo problema, ni incluso a la situación de los pobres. Además, la definición pública de pobreza tiende hacerse en términos de suficiencia de recursos materiales y los programas del gobierno están orientados a abordar las insuficiencias. Pero, como nos recordó Santa Teresa de Calcuta, la angustia más terrible no es la pobreza física ni la privación material —aunque esto en sí mismo puede ser algo muy malo— sino la angustia de no ser querido; de ser rechazado, descuidado y olvidado; de estar solo. Dada su naturaleza, los programas gubernamentales, independientemente de su tamaño, no pueden abordar esta dimensión de la pobreza. En una sociedad libre, los ciudadanos, en el mejor de los casos, atienden libremente las necesidades de sus propias comunidades y reciben apoyo para hacerlo cuando los impuestos son lo suficientemente livianos como para permitirles que aporten sus propios recursos.
Las políticas fiscales y los gravámenes impositivos son una parte inevitable de la vida civilizada. La tradición social de la Iglesia enfatiza el deber de los ciudadanos de apoyar a su gobierno, así como los deberes de las autoridades civiles para gobernar sabiamente y respetar los derechos de propiedad de las personas y las familias. El objetivo en todo esto es la promoción del bien común, que requiere prudencia y equilibrio. Esto no es fácil de lograr y de mantener, pero vale la pena la lucha.
Nota
La traducción del artículo «Catholic Social Teaching and tax justice» publicado por el Acton Institute el 28 de marzo 2018, es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que sostienen el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas. La columna es un extracto y adaptación de «Justice in Taxation», el último volumen de la serie Christian Social Thought Series del Acton Institute. Robert Kennedy es profesor de Estudios Católicos en la Universidad de St. Thomas en Minnesota.
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